El gentleman que meaba colonia se perfumó con pólvora
Tras el abrupto epílogo de Miguel Blesa nunca estuvo más justificado proclamar aquello de que murió como vivió, al menos en esa prolongada etapa en la que el gris inspector de Hacienda se transformó, apadrinado por su amigo Aznar, en un banquero de británica elegancia y gustos carísimos. Es difícil escudriñar lo que lleva a una persona al suicidio, pero en su caso podía descartarse de antemano que eligiera tirarse a la vía de un tren, despanzurrarse desde un puente o colgarse de un pino, que es lo que suele hacer la gente corriente y desesperada.
Su muerte ha tenido ese toque aristocrático que dan las fincas de caza y el regusto a cuero de las cartucheras y las fundas de las escopetas. Madrugó para desayunar, que no se puede emprender un viaje sin retorno con el estómago vacío, y puso una excusa para acudir a las cocheras y dispararse un tiro en el pecho. Estaba en pleno corazón de Sierra Morena donde un par de siglos atrás camparon El Lero y El Tempranillo, dos bandoleros que conocieron pocos bancos en su época y que, por supuesto, ignoraban que también pueden atracarse desde dentro como ocurre en la actualidad.
Dicen que Blesa no mostraba signos de depresión por su situación judicial, que es justamente la que le permitía estar en libertad aunque apeado por los embargos de esa condición de nuevo rico en la que se circula en Ferrari y se come el caviar con cuchara sopera. A un tipo capaz de reconocer que no se perdía un capítulo de Aída porque la protagonista de la serie le parecía el contrapunto de su vida, su lenguaje y sus costumbres debió de resultarle insoportable tener que hacerse la cama y pasar el plumero a las estanterías o comprobar que el mundo está lleno de ‘aídas’ y ‘aídos’ que le llamaban chorizo por la calle.
El lujo es más adictivo que la heroína y el banquero exquisito no estaba preparado para el fango ni para prescindir del servicio doméstico. Quizás en su delirio llegó a creer realmente que nada le había sido regalado y que todo aquello de lo que había venido disfrutando, desde el Vega Sicilia con el que regaba sus almuerzos, a los viajes en avión privado, pasando por sus cacerías en los Cárpatos o en Namibia, eran una pequeña parte de lo que le correspondía por derecho divino. Los que se sienten predestinados para la riqueza y la gloria llevan muy mal eso de empujar el carrito de la compra en el supermercado.
El tío Micky nunca tenía bastante, ni siquiera cuando se embolsaba tres millones de euros al año y seguía disparando la visa como el cuatrero más rápido del Oeste. Sus despilfarros contrastaban con la marcha de una Caja a la que llevó al colapso y que más tarde naufragaría con otro depredador de dinero al timón. Cuando sus correos electrónicos revelaron los derroches y su prepotencia, se supo condenado sin posibilidad de redención por esos miles de preferentistas estafados, jubilados muchos de ellos, a los que empujó a la ruina para intentar salvarse.
Al banquerito de Aznar le acosaban en los juzgados y en los restaurantes, le dieron de lado sus amigos y hasta pusieron su cara en el autobús de los corruptos pero, posiblemente, no fueran éstas la causa de su desenlace. Ni siquiera la posibilidad de entrar en la cárcel por alguno de los procesos que tenía abiertos. Pudo más su expulsión de ese paraíso de ostentación y boato, del que se sentía legítimo propietario. Fue por eso que el gentleman que meaba colonia eligió el perfume de la pólvora.
Juan Carlos Escudier
Artículo publicado en Público