El río de la vida
Hay olores que perviven en la memoria y en el corazón. Aquella ebullición que envolvía a una abuela en torno a la cazuela cocinando un potaje mientras removía unas gachas, y todo sucedía bajo la gran chimenea de un comedor que unía a una familia. La algarabía de niños rondaba entre el corral y el establo removiendo ovejas, gallinas, conejos y cerdos. Todos esperando para sentarse en una silla, con la navaja y un trozo de pan en la mano, y rodear la sartén de la harina de almortas tostada para mojar y pillar algún trozo de panceta o chorizo. El aroma de aquellas comidas perdura junto al recuerdo de las conversaciones sobre la difícil vida de la gente del campo, de la precariedad, esfuerzos, del trabajo diario de sol a sol en los pequeños pueblos de la Serranía de Cuenca. Quejidos y sueños que fluían mirando las altas llamas que prendían desde el suelo. Una sabiduría que nacía de la observación del fuego y del cielo. Fuertemente arraigados a la tierra, resignados y también agradecidos por sobrevivir a tantas miserias. Y felices porque aquella vida quedaba lejos del estallido urbano, del ruido y de los escaparates humanos.
Otro de los olores que remueve las entrañas procedía del burro, aquella caja de madera que contenía la lata con las ascuas brillantes. El calentador se introducía entre las sábanas y humeaba la cama. Aquella madera quemada y la paja mojada, la matanza y el jabón de manteca se impregnan en la piel dibujando las geografías anímicas.
La muerte de los seres queridos reúne a las familias. Hace unos meses, el tío Paco recordaba a su pequeño bisnieto Mateo aquellos tiempos y sus tinajas de orza, la cocinilla, los pellejos secándose con sus tiras de carne adobada, el sabroso salón de cordero, aquel parador familiar para peones camineros. Un tío Paco, casi centenario, con su boina calada, con los surcos de su cara y de sus manos, con la soledad de perder a sus hermanos menores, a su esposa, a una joven sobrina, a la mujer de un hermano que se fue pronto… la soledad de la vejez al ver pasar la muerte cercana. Un bisabuelo que ya no está, como el joven abuelo Antero, y que siempre vivirán en los ojos de Mateo, de sus primos, en el corazón de una larga familia. Ellos marcan hoy el paso del tiempo de aquellas niñas y niños que fueron, de aquellos que marcharon, de una extensa familia que vivió de sus manos, entre el cielo y la tierra. Los silencios de una tierra pequeña, hermosa, infinita y de sus gentes. Los pueblos que se vaciaron, que siguen luchando por sobrevivir, que siguen mirando al cielo y a la tierra. Los pueblos de todos los territorios que debemos proteger.
Amparo Panadero
Artículo publicado en Mediterráneo