Los estragos de la Quinoa
Para un occidental sería embarazoso identificar la planta de la quinoa. De aspecto similar a la lavanda, recia como el trigo castellano, sus cogollos van modificando su tonalidad en función del ciclo vital: el verde de sus inicios deja paso al anaranjado para tornarse después rojo intenso y finalmente lila, casi nazareno.
Pese a que es uno de los pilares alimenticios de la población andina(bolivianos, peruanos, ecuatorianos y chilenos) desde hace más de cinco mil años, hubo que esperar a la década de los setenta de pasado siglo para que se comenzase a exportar, dirigida a consumidores vegetarianos de los países occidentales. Por entonces, era casi un capricho. Hoy es día es una moda. La quinoa ya no sólo se adquiere en herbolarios o tiendas especializadas, sino que se encuentra en las grandes superficies. Es una tendencia alimentaria en alza en los países ricos, por decirlo en términos de mercado. En España se consumen 175 toneladas de quinoa al año, según datos de la Agencia Española de Consumo, Seguridad Alimentaria y Nutrición. No en vano, se la conoce como el ‘grano de oro’ o ‘superalimento’, debido a que contiene muchas más proteínas y grasas que los cereales y a que posee un gran contenido de fibra y mineral (potasio, magnesio, calcio, fósforo, hierro y zinc).
Bolivia es el mayor productor de quinoa del mundo. Abastece el 55% del mercado mundial, seguida de Perú (43%) y Ecuador (ya con una distancia enorme, 0,9%). Los campesinos bolivianos combatían con quinoa el hambre (la de Bolivia es la segunda peor tasa de desnutrición crónica de Latinoamérica y el Caribe, después de la de Honduras). La demanda de esta semilla, que parecía poder convertirse en una bujía capaz de procurar progreso y prosperidad, se tornó en una pesadilla. Lo que para las empresas de agroalimentación resulta un filón continuo, ha empobrecido aún más a los que la cultivan.
En los últimos seis años, el precio de la quinoa se ha triplicado, y el aumento de la superficie cultivada (que ha pasado de las 48.897 hectáreas en 2007 a las más de ochenta mil en 2016, según datos de la FAO) ha provocado desplazamientos y socavado la agricultura familiar campesina, dedicada a la subsistencia. Lo que pudo ser una solución al hambre ha devenido en un problema político y de mercado. Hace veinte años, el ochenta por ciento de la producción de este grano estaba en manos campesinas. Hoy, el agronegocio controla casi ese mismo porcentaje. Como suele ocurrir, quienes producen no ganan casi nada y los beneficios los recaban los intermediarios. Los desfavorecidos ya no la comen porque no pueden pagarla, así que se alimentan de tubérculos (chuño, papa, tunta o caya), cebada y maíz.
En 2013 –Año Internacional de la Quinoa, declarado por la ONU en reconocimiento a los pueblos andinos–, todo el mundo quería consumirla, así que su precio se volvió astronómico, llegando a alcanzar los nueve mil euros por tonelada, sesenta veces más que el trigo, cuando antes del ‘boom’ se pagaba a un tercio de esa cantidad.
En Bolivia, su cultivo seguía siendo ecológico y se hacía a mano. Salinas de Garci Mendoza, junto al enorme desierto de sal de Uyuni, era «la capital mundial de la quinoa», tal y como resalta Javier Vargas, una activista boliviano medioambiental. Se desconoce por qué la quinoa de esta región tiene las mayores propiedades de todas. Acaso por la altitud. O por la tierra volcánica. O por su cercanía al desierto de sal.
Mientras, Perú vio una oportunidad única de futuro y se volcó en la producción a gran escala hasta producir siete mil kilos por hectárea, según explica Juan Vaccari, director del Instituto del Desarrollo y Medio Ambiente de Perú. Entre 2012 y 2014, las exportaciones de quinoa a Estados Unidos y Europa aumentaron un 260%, y los peruanos «comenzaron a realizar producciones intensivas con pesticidas, obteniendo tres cosechas anuales», explica Vaccari. Quinoa de peor calidad pero en cantidades ingentes para satisfacer la voracidad foránea. «Sus exportaciones crecieron un 300% en apenas dos años, superando a Bolivia como productor», matiza Vargas.
La caída del señorío de la quinoa
Por entonces, era tal el volumen de negocio que miles de bolivianos y peruanos inmigrantes regresaron a sus países de origen del mismo modo que salieron de ellos en busca de un futuro más halagüeño.
Pero no fue así. En 2015, alrededor de doscientas toneladas de quinoa peruana fueron rechazadas en la aduana norteamericana por la presencia de plaguicidas. Lo terrible es que ese abastecimiento se destinó al consumo nacional peruano. Comenzó una caída brutal del precio de la quinoa. «Por miedo a la depreciación, enormes partidas terminaron siendo pasto del fuego», nos explica Vargas. Los depredadores hicieron su agosto comprando enormes cantidades a los campesinos a precio de miseria. Mientras, muchas familias se arruinaron al haberse endeudado para cultivar quinoa, convencidos de que harían dinero.
Junto a la depreciación del grano, la política de la FAO emprendida en 2013 para extender el cultivo de la quinoa en 27 países –entre ellos Argelia, Iraq, Irán, Kenya o Sudán del Sur–, no ayudaba a los productores más humildes de Bolivia y Perú. Además, fueron otros muchos los que se apuntaron a la novedad de la quinoa. España, por ejemplo.
Ya en el siglo XVI, el cronista peruano Inca Garcilaso de la Vega habla sobre la que pudo ser la primera partida de quinoa importada a España aunque, según nos dice, el producto «llegó muerto», por lo que no se pudo cultivar. Hoy en día, el grupo Algosur, ubicado en Los Palacios y Villafranca (Sevilla), y Alsur, en la localidad malagueña de Antequera, cultivan más de dos mil hectáreas de quinoa. La malacitana pasa por ser una de las más grandes del mundo, con capacidad en sus silos para albergar tres mil toneladas.
Quienes se acercasen a la última cita de Madrid Fusión, cumbre internacional de la gastronomía, observarían que la quinoa estaba presente en muchas de las propuestas que allí se expusieron, lo que da buena muestra de la importancia que ha adquirido dentro de la cocina occidental. Mientras, los campesinos bolivianos, poseedores históricos de esta semilla, tratan de crear un sello de certificación made in Bolivia que reconozca las propiedades únicas del cultivo de quinoa de aquellas tierras.
Esther Peñas
Artículo publicado en Ethic