¡Qué tiempos nos toca vivir!
Señalar a las maestras y maestros, hacerlos responsables del envenenamiento de las almas de la infancia y la juventud, es un hecho, por desgracia, conocido en nuestra historia más reciente. Josefina Aldecoa, en su inolvidable Historia de una maestra apuntaba cómo fue frecuente, tras la revolución de 1934, leer en proclamas y editoriales de la prensa más cainita, alegatos denunciando la siembra en las aulas del germen de la rebeldía. Fue la macabra antesala del desproporcionado, arbitrario y devastador proceso de purga y depuración al que fue sometido el Magisterio en los primeros años del franquismo.
Mayo de 2018. El Partido Popular de la Comunidad Valenciana acaba de presentar la campaña “No más adoctrinamiento en las aulas”, en la que se invita, a través de una plataforma alojada en su página web, a denunciar cualquier acto de adoctrinamiento sufrido en las aulas de las escuelas e institutos valencianos, garantizando el anonimato para evitar posibles represalias.
Resulta innegable que la utilización de las nuevas tecnologías multiplica exponencialmente nuestra capacidad para enfrentarnos a lo que consideramos injusticias y amenazas a los valores que defendemos; pero no podemos olvidar que su uso también amplifica y difunde nuestras miserias morales. Y la difusión de esta campaña dice mucho – y no precisamente bueno – de quien la promueve.
Si se produce inculcación ideológica o adoctrinamiento debe denunciarse, sea este de la naturaleza que sea. Se trate de difundir las tesis catalanistas o de promover los valores patrióticos que acompañan al ardor guerrero. Pero esa denuncia ha de hacerse con luz y taquígrafos. Hay mecanismos en nuestro ordenamiento legal para proceder con trasparencia y garantías. Invitar a la delación anónima, por el contrario, no solo supone extender el recelo y la desconfianza hacia la labor profesional de un colectivo que tiene el mandato democrático de educar a las nuevas generaciones, preparándolas para la vida en un mundo incierto, dotándolas de las competencias y de la rectitud ética necesarias para poder ejercer con plenitud su ciudadanía, en el marco de una sociedad democrática avanzada; supone también un injustificable desconocimiento o, lo que es peor, un preocupante desprecio hacia los derechosreconocidos en el artículo 27 de nuestra Constitución, que garantiza a las familias y al alumnado el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos.
Y es curioso ese desprecio cuando se invoca con tanta frecuencia el derecho de las familias para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones, consagrado en ese mismo artículo. O, tal vez, lo que se invoca es esa figura tan deseada por parte del regeneracionismo hispánico que confía y sueña con la aparición providencial de un «cirujano de hierro», al que no le tiembla el pulso –una expresión muy apreciada por parte de nuestra clase política- para sajar la herida y extirpar el mal que cancera a la patria enferma. Arrogarse ese papel de liderazgo en la regeneración espiritual de nuestro sistema educativo por parte de un partido que está bajo sospecha permanente, me parece una ofensa a la inteligencia.
Pero no es la primera vez que los populares acuden al argumento del adoctrinamiento en las aulas. La esperpéntica campaña contra la asignatura Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos nos dejó ejemplos patéticos, durante el ejercicio del conseller Font de Mora, dignos de una ópera bufa. Pero más allá de la anécdota y del despropósito pedagógico que supuso pretender que se educara para la ciudadanía en lengua extranjera, subyacía – como en la actual campaña- la concepción que entiende la educación como un poderoso instrumento de inculcación ideológica y los institutos y escuelas como espacios de reclutamiento para causas subversivas que provocan la disolución de las esencias y el deterioro espiritual de la Patria, estableciendo, curiosamente, adoctrinamientos buenos y patrióticos y adoctrinamientos sectarios y perniciosos.
Poco más se me ocurre decir, por eso acudo a las sabias palabras del desaparecido Umberto Eco, cuando describió un interesante diálogo entre Ubertino da Casale, líder de los espirituales de la Toscana, y Guillermo de Baskerville, el agudo francisco admirador de Ockham y Bacon. Un diálogo que se produjo en una abadía benedictina en el remoto norte de Italia, hacia finales del año del Señor de 1327. Al final de una interesante disertación sobre los atribulados tiempos que estaban acompañando al denominado cautiverio de Babilonia, con una larga y tensa disputa entre el papado y el imperio, el venerable anciano, que era tenido por santo por los fraticelli, exclama abatido:
- ¡Querido Guillermo, qué tiempos nos toca vivir…!
José Manuel López Blay
Artículo publicado en Infolibre