¿Saben los hombres hacer el amor?
Mis amigas y confidentes jóvenes me confiesan otra preocupación que las tortura después de la de saberse engañadas por sus parejas. La torpeza que muestran, ya enamorados, en las lides de la sexualidad.
Torpes y egoístas, me dicen. No todos, añaden, pero sí la mayoría. Ellos son tan machotes, lo saben todo, y lo realizan todo rápida y bruscamente, sin tener con su pareja la delicadeza y el juego previo que toda mujer desea. Y eso después de presumir de conquistadores y expertos.
¿Se lo decís?, pregunto a mis interlocutoras, y, poniéndose encendidas me replican, oh no, no se puede decir, les ofendería. ¿Qué es, vergüenza, pudor? “Bueno sí, también, pero es que él ni te escucha ni se fija en ti. Como es muy hombre lo sabe todo”. Y mientras ellas no se atreven a manifestarles su desencanto por no molestarles ellos actúan con total prepotencia y seguridad, sin que les inquiete la aceptación de su pareja.
Pienso en los años heroicos del feminismo, cuando salíamos de las tinieblas franquistas, y organizamos cursillos, encuentros y discusiones sobre sexualidad, ansiosas de aprender lo que la educación nacional-católica nos había hurtado. Eran los tiempos en que clandestinamente se conseguían los libros de Freud, de Melanie Klein, de Alejandra Kollöntai, de Simone de Beauvoir, de Marie Bonaparte, de Willhem Reich, que leíamos y absorbíamos como esponjas.
Las primeras lecciones fueron de anatomía, ya que la mayoría de las mujeres ni siquiera conocían su propio cuerpo. Y fue importante para aquellas generaciones lograr el acercamiento a las otras compañeras, compartir las nociones fundamentales de sexualidad femenina y exigir a sus compañeros de cama la cuota de placer que les pertenecía.
En los prematuros años 60, Eliseo Bayo y yo nos lanzamos a hacer una encuesta sobre el comportamiento sexual de los hombres españoles. Yo había comprado clandestinamente el Informe Kinsey. Aquel trabajo monumental que Kinsey, Pomeroy y Martin, los profesores de la Universidad de Indiana realizaron en los años 50 en Estados Unidos investigando la verdadera conducta de los estadounidenses en el arte de hacer el amor. No lo que dictaba la puritana e hipócrita moral oficial ni lo que presumían los textos pornográficos. Después los trabajos de Johnson y Johnson de investigación práctica con decenas de parejas que a ello se prestaron. Y publicamos unos reportajes que estremecieron a la asustada y pacata sociedad española.
No sé cuántos de mis compatriotas, que no sean profesionales de la investigación sexual, conocen hoy los trabajos de Kinsey y Johnson o la magna obra de Willhem Reich. Ciertamente no todas las participantes del Movimiento los leyeron, pero las que los divulgamos y trabajamos en su estudio y discusión llegamos a varias generaciones de jóvenes que realizaban sus primeras armas en el difícil arte de la sexualidad.
Hoy observo que de los cursillos, talleres, encuentros y debates feministas la sexualidad está excluida. Supongo que hasta el mundo feminista entiende que la liberalidad con que se expresan -tantas veces soez- los escritores, los medios de comunicación, los participantes en los programas televisivos, profesores y políticos, significa que no hay misterio ni secreto que las mujeres y los hombres ignoren sobre tal actividad humana.
Y veo, triste y espantada, que la principal fuente de información sexual para los jóvenes, niños casi, es la pornografía. Difundida hasta la náusea por revistas y películas tiene sobre todo su soporte en Internet.
Ya en aquellos primerizos años, el Partido Feminista llevó adelante una oposición activa a la legalización de la pornografía, que comenzaba a inundar las salas de cine. No podíamos imaginar el vehículo digital. Pero sí sabíamos que la pornografía está basada en el desprecio hacia la mujer. En sus horribles productos, los hombres disfrutan impunemente de cuerpos femeninos para obtener orgasmos rápidos con prácticas agresivas y hasta crueles.
Mis discusiones con el pornógrafo más respetado de aquellos tiempos en los medios de comunicación Román Gubern, que pontificaba diariamente sobre la bondad de la pornografía, no evitaron que ya no se haga distinción entre el erotismo y la pornografía, y que los cultos, sabios, modernos y posmodernos especialistas del sexo, tacharan a las feministas de pacatas, ñoñas, reprimidas, dominadas por la moral católica, y otras lindezas semejantes. Alguno supongo que también afirmó que estábamos mal jodidas, como acusaban los estudiantes franceses del 68 a las feministas que comenzaban a plantear sus reivindicaciones. Hasta que éstas sacaron un enorme cartel que colgaron en los balcones de la Universidad de Nanterre que decía “Todas estamos mal jodidas”. Parece que indujo al silencio a más de uno.
Y esto es lo que deberíamos divulgar hoy, cincuenta años más tarde. Las nietas y bisnietas de las “soixante-huitards” siguen estando mal jodidas. Y pueden plantear las mismas quejas que sus antepasadas. Desapego, impaciencia, brusquedad y egoísmo que en tantas ocasiones rigen en los varones la relación de cortejo, seducción y consumación del acto sexual. Con una absoluta indiferencia hacia la sensibilidad, ignorancia o retardo de su compañera.
Los agresores de la Manada, los jovencitos de las últimas violaciones en Málaga, en Vitoria, en Cádiz, explican que la pornografía es su vademecum que les guía desde la absoluta ignorancia adolescente a la realización de las fantasías que abonan las imágenes que se transmiten a velocidad astronómica por las pantallas de ordenadores y de móviles. Imágenes de violaciones, maltrato, exhibición de los cuerpos y de los coitos. Humillación de las mujeres y triunfo machista de los varones.
El desprecio hacia la mujer en estos tiempos está siendo movido por las potentes empresas de pornografía, que tienen el mejor mercado: la rijosidad y la incultura de los jóvenes. Parece que la información sexual que se imparte en las diversas escuelas es incompleta, vergonzante, y destinada sobre todo a evitar embarazos y enfermedades de transmisión sexual. Y nada sobre el complejo proceso de realizar un amor placentero, sofisticado y respetuoso con su compañera.
Si ellas se atrevieran a plantear sus deseos y exigencias, ¿estarían hoy calificadas por sus compañeros de cama como reprimidas y ñoñas o los jóvenes aprenderían a aceptar verse en la imagen que ellas transmiten?
¿Aprenderían a moderar sus impaciencias, a controlar su testosterona y a disfrutar del más refinado placer de ir descubriendo los secretos de la capacidad más misteriosa y placentera del ser humano, que es la sexualidad?
¿A qué ha llevado esa proliferación de imágenes destinadas únicamente a exhibir cuerpos hermosos de mujeres, que son utilizados groseramente por los hombres? A aumentar el consumo de prostitución y de agresiones sexuales. A creer que el placer sexual se puede comprar o alquilar como practican los prostituidores. A entender la sexualidad como violencia y no como sensibilidad, ingenio y habilidad. Si la sexualidad masculina se satisface con cuatro prácticas elementales, ¿para qué detenerse en el cortejo, en las insinuaciones eróticas, en las caricias previas y en los diálogos excitantes? Como algunas especies animales, se va al coito rápidamente y tan contentos.
Pero no todas las especies animales son tan bruscas, en algunas el cortejo lleva muchas horas de exhibición de sus cualidades, de sus características especiales, de sus adornos y belleza. De cantos especiales que embelesan en el ruiseñor, de frotamientos repetitivos y extenuantes en el grillo, del zureo de las palomas, de la exhibición de las plumas del pavo real. Y los juegos de los homínidos, variados e ingeniosos: frotando hojas para hacer ruido y llamar la atención, jugando con ramas, practicando el sexo oral.
Y ahora son los hombres los que imitan a los más rudos y elementales de sus antepasados.
Lidia Falcón
Artículo publicado en Público