Tú, ¿de qué tienes miedo?
En realidad yo quería ir a ver una exposición sobre el cine en la República de Weimar. Pero, para cuando llego a Bonn, hace dos días que la han quitado. En su lugar, entro en otra titulada El miedo, ¿un sentimiento alemán? Aunque parece excesivo que se apropien de esa emoción universal, sí he tenido siempre la sensación de que la sociedad alemana era o es capaz de ensimismarse en un terror que en otros países no pasaba de ser minoritario.
El miedo a la guerra atómica, a la inmigración masiva, a la muerte de los bosques por la lluvia ácida, a la digitalización del ciudadano. Cada sala, el muestrario de un miedo colectivo. Miedos de izquierdas, miedos de derechas y miedos transversales que provocaban concentraciones masivas, manifestaciones antinucleares y ecologistas, boicots, bloqueos, también desobediencia civil cuando se quiso imponer un censo electrónico: exorcismos, vudú político, carnavales reivindicativos. Estuve en las manifestaciones en Bonn contra el despliegue de los misiles nucleares Pershing II que se iban a instalar en Alemania apuntando al bloque comunista. Aquello era una fiesta. Cientos de miles de personas, acompañadas de lejos por policías amables y sonrientes, niños disfrazados, bailes, ambiente de pic nic. Yo, que venía de la España del franquismo y la transición, admiré aquellas manifestaciones tan civilizadas. Todo era muy bonito, todo muy democrático. Pero los Pershing II se instalaron de todas formas.
Bailar contra el fin del mundo, danzas de la muerte mientras nos baña la lluvia ácida. En España no caló el ambiente apocalíptico; el concepto de las doce menos cinco –esos cinco minutos que nos quedan para salvar el planeta- nunca despertó muchas angustias. Los partidos siguen pasando de puntillas sobre el calentamiento global, seguros de que no se ganan elecciones con temas medioambientales. El único miedo que comparte una sección considerable de nuestras dos sociedades y que adopta rasgos del fin de los tiempos es un apocalipsis de bolsillo: el miedo a la inmigración masiva y sus posibles consecuencias (terrorismo islámico, destrucción de la cultura occidental, hundimiento del mercado laboral). Al planeta, que le den. La digitalización de nuestras identidades es preocupante pero que no se les ocurra quitarme el whatsapp. Nos inquietan el paro, el auge de la extrema derecha, el deterioro de la sanidad pública, fenómenos concretos a los que enfrentarse, procesos manejables; el Armagedón no es nuestra batalla.
¿Somos más sensatos los españoles que los alemanes, más racionales? ¿Es verdad lo que dice el folleto de la exposición, donde se afirma con cierta condescendencia que muchos de aquellos miedos eran exagerados? Cuando el miedo se independiza de la realidad, cuando la emoción es mucho más poderosa que la razón, acecha la paranoia. En El país del miedo, Isaac Rosa se acercaba a temores privados capaces de generar una violencia irracional, provocando agresiones que en lugar de protegernos nos vuelven más vulnerables. Los pogromos se desencadenaban como formas de delirio colectivo alimentado por fake news interesadas –judíos que sacrificaban niños y envenenaban los pozos– lo mismo que el odio al inmigrante se aviva hoy con estadísticas falsas sobre su participación en la delincuencia o su gusto por la violación (los carteles nazis que mostraban a un judío repugnante poniendo sus manos sobre las blancas carnes de una mujer aria no han desaparecido, solo se han vuelto más sofisticados).
Pero el miedo también puede responder a una valoración racional de un peligro. Lo difícil es distinguir la paranoia del temor sensato. De lo que podemos estar seguros es de que los temores colectivos, racionales o no, acaban encontrando su reflejo en el arte: las películas de monstruos de los años treinta y primera mitad de los cuarenta serían inconcebibles sin el auge del nazismo y la amenaza bélica; tampoco es casual que poco después de 1945 las películas de miedo más populares fueran las de Abbott y Costello, el alivio que produce reírse del propio miedo una vez que la amenaza parece haber pasado. Luego llegarán las películas de extraterrestres, los ladrones de cuerpos entrarán en nuestros pueblos empujados por la paranoia anticomunista del macartismo: habrá en los años setenta terremotos y aventuras del Poseidón y rascacielos en llamas como trasuntos del miedo nuclear, para nada exagerado, porque se confirmó con el accidente de Harrisburg en 1979, y al mismo tiempo se apaciguó con él: si para algunos grupos el accidente mostraba la peligrosidad de la energía nuclear, para buena parte de la población significó lo contrario: después de la catástrofe podíamos seguir viviendo tranquilos; como informaba un artículo de El País, los daños principales fueron psicológicos (las estadísticas sobre prevalencia de leucemia y otras formas de cáncer entre los vecinos llegarían más tarde).
A veces nos parece que no podemos hacer nada; nuestros miedos tienen causas tan difíciles de combatir que preferimos buscar un agujero donde escondernos: no oír, no pensar, no ver. Quedaos vosotros si queréis con vuestro mundo brutal. También en ese espacio de rabia y desprecio surgen formas artísticas. Hace ahora cincuenta años, cuando Estados Unidos detonó más de cuarenta bombas nucleares, Rusia y China se enfrentaban a tiros en la frontera del río Ussuri, con una actualidad enfangada en la guerra de Vietnam, Iggy Pop se retorcía en los escenarios, anticipaba el punk y el grunge, entonaba su aburrimiento en 1969 ( another year with nothing to do) y en No fun, y reducía el mundo a un pequeño dormitorio y a dos personas aisladas, listas para cerrar los ojos, listas para cerrar la mente, en una de las más desesperanzadas canciones de amor que se hayan compuesto: I wanna be your dog. Lo confieso: a mí también me ocurre. Cuando el mundo me pesa demasiado, cuando mis temores me acosan más de la cuenta, yo también quisiera ser el perro de E. Entonces ella me rasca la cabeza y casi siempre, al cabo de un rato, se me pasa.
José Ovejero
Artículo publicado en La Marea