Los últimos días de Charles Chaplin
El genio gitano del cine mudo murió millonario, exiliado y perseguido por el FBI
No toda vejez es decrépita. La de Charles Chaplin sí lo fue. Cuando la estrella más conocida de la época del cine mudo falleció, en la Navidad de 1977, tenía 88 años y llevaba ya unos cuantos lidiando con bastantes problemas de salud. En concreto, estaba confinado en una silla de ruedas, tenía el habla deteriorada y sufría una importante pérdida de audición y visión.
Se dice que, durante su último año de vida, solo salió de su enorme y aislada villa –ubicada en un pequeño pueblo suizo y con vistas al Lago Leman– para viajar con su esposa Oona O’Neill a la ciudad de Vevey. Allí, algunos lugareños vieron al actor británico en su Rolls-Royce –conducido por un chófer–, esperando mientras su mujer compraba varios periódicos y revistas en inglés, para leérselas después.
Charles Chaplin murió tranquilo, mientras dormía, a las cuatro de la madrugada. Su esposa y siete de los hijos que tuvo con esta –todos menos Geraldine, que en ese momento se encontraba trabajando en Madrid– estaban junto a su cama y vieron su último suspiro. La familia quiso que el funeral fuese privado. Dos días después de palmar, el actor fue enterrado en Suiza, donde había vivido durante el último cuarto de siglo.
La cuestión es que no pudo descansar en paz ni una vez enterrado. Dos meses después de su funeral, dos ladrones inexpertos se presentaron en el pequeño cementerio de la localidad suiza de Corsier-sur-Vevey y robaron el ataúd de Chaplin, que pesaba 120 kilos de nada. Cuando la policía llegó al lugar, solo encontraron un hoyo, varias huellas de pisadas que se dirigían hacia la puerta del cementerio y unas marcas de ruedas de un vehículo. Inmediatamente después, los agentes comenzaron una investigación que se acabaría prolongando durante cinco semanas –en ese tiempo, por cierto, el sitio de la tumba de Chaplin se marcó con una simple cruz de madera en la que aparecía escrito su nombre, se llenó de tierra y se cubrió con flores–.
Mientras tanto, los osados chorizos hicieron varias llamadas a la casa del actor para pedir un rescate. Primero, le pidieron al mayordomo de la familia medio millón de euros –y llegaron a amenazar con matar a los dos hijos pequeños del artista si la familia no cedía a su petición–. Después, y viendo que su viuda no estaba muy por la labor de darles el dinero que pedían –aseguró que su marido “lo habría encontrado ridículo”–, empezaron a regatear el precio hasta que acordaron cerrar el trato por la módica cifra de ochenta mil euros. Pero, en realidad, Oona –fallecida en 1991 como consecuencia de un cáncer de páncreas– no tuvo nunca intención alguna de ceder al chantaje y tan solo les hizo creer que les pagaría para tenderles una trampa y que la policía –que pinchó el teléfono de su casa y registró unas doscientas cabinas telefónicas de la región– pudiera detenerlos.
Finalmente, la policía logró detener a la pareja de cacos, un polaco llamado Roman Wardos y un búlgaro de nombre Gantscho Ganev, que confesaron el verdadero motivo que les llevó a delinquir. Al parecer, planearon el episodio desesperados por su delicada situación económica, después de leer en el periódico la noticia de un tipo que robó un cadáver en Italia y pidió un rescate a cambio de devolverlo. Después de confesar la verdad, los ladrones condujeron a los agentes hasta el cuerpo de Chaplin, que habían vuelto a enterrar en un campo de maíz situado en la vecina localidad de Neville.
La broma les salió cara a los ladrones, que fueron condenados por profanación de tumba e intento de extorsión. Wardos, considerado el cerebro de la operación, fue condenado a cuatro años y medio de trabajos forzados, mientras que su cómplice Ganev tuvo que hacer lo propio durante dieciocho meses—. El dúo le envió una nota de disculpa a Oona y el surrealista asunto sirvió de argumento para la comedia francesa El precio de la fama (2014). Para tranquilidad de todos, la familia Chaplin volvió a enterrar al artista, pero esta vez escogieron una tumba de hormigón para evitar futuros intentos de robo.
Por raro que parezca, el rescate del cadáver no fue (ni de lejos) el único escándalo en el que se vio envuelto Chaplin. De hecho, su reputación personal estaba ya bastante tocada cuando murió. Su fama de conquistador –llegó a presumir de haberse acostado con más de dos mil mujeres durante sus giras por Norteamérica– y seductor obsesivo le valieron más de un quebradero de cabeza.
Para empezar, Chaplin siempre tuvo fijación por las adolescentes. De hecho, en 1918, cuando rozaba la treintena, se casó repentinamente con Mildred Harris, una chica de 16 años a la que llegó a dejar embarazada, aunque acabó perdiendo al niño y se divorció del cineasta dos años después de la boda. Un tiempo después, el cómico volvió a las andadas casándose en México con la actriz Lita Grey, que también tenía 16 años entonces. Con ella tuvo a dos de sus (once) hijos, Charles Jr. y Sydney, pero la cosa tampoco cuajó. Es más, Grey le acusó de tratarla con crueldad y obligarla a practicar aberraciones sexuales. No es de extrañar, por tanto, que los medios sensacionalistas de la época hicieran su agosto con aquel divorcio –la joven obtuvo por parte de Chaplin 800.000 dólares de la época y el actor la acusó de haber intentado acabar con su carrera y de ser una cazadora de fortunas–. La tercera esposa del actor, Paulette Goddard, era también actriz y tenía veinte años cuando empezaron a salir juntos. Su matrimonio duró poco más de un lustro, aunque su separación, en 1941, fue bastante más pacífica que las anteriores.
Pero Chaplin se convirtió en una especie de imán para los escándalos. Ese mismo año, conoció a la aspirante a actriz Joan Berry, y acabó viéndose envuelto en un duro proceso de paternidad cuando ella le acusó de haberla dejado embarazada. Al final, y aunque un análisis de sangre demostró que Chaplin no era el padre de esa niña, un jurado obligó al actor a hacerse cargo de la manutención de esa niña.
El londinense estaba en pleno proceso judicial cuando conoció, a través de un agente de Hollywood que la recomendó para un papel en una de sus películas, a Oona O’Neill, que aún no había cumplido los dieciocho años. Pese al consejo de sus abogados y a la oposición inicial del padre de ella, el dramaturgo Eugene O’Neill, logró contraer matrimonio con ella en 1943, y, a decir verdad, encontró al fin la estabilidad personal que tanto ansiaba.
Pero Chaplin, que creció en un suburbio londinense, hijo de una familia de gitanos, y que fue nombrado caballero de la Orden del Imperio Británico por la reina Isabel II en 1975, también logró granjearse enemigos en el plano profesional. El autor de obras maestras como Tiempos modernos (1936), una crítica al sistema capitalista, o El gran dictador (1940), una parodia del régimen nazi, no tardó demasiado en comprobar que su habilidad para recurrir al humor como arma de denuncia social y política solo servía para que muchos le cogiesen ojeriza.
Poco antes de retirarse, el que fuera una figura clave de la cultura popular del siglo XX empezó a resultar demasiado incómodo. Dos de sus últimas películas, Monsieur Verdoux (1947) y Candilejas (1952), arremetían directamente contra la política del gobierno estadounidense, lo que hizo que la crítica especializada se dividiera entonces entre quienes aplaudían su valentía y los que le tachaban de radical y provocador (o, incluso, boicoteaban sus películas). Y la llegada de la guerra fría acabó propiciando su huida de Estados Unidos –país al que había emigrado desde su Reino Unido natal cuando tenía veintitrés años–, después de que muchos le acusaran de comunista y traidor.
De repente, Chaplin se había convertido en objetivo del FBI. Por un lado, fue duramente criticado por presentar a Henry A. Wallace en un mitin y por protestar por la abrupta deportación del compositor Hanns Eisler. Y, por el otro, el legislador de Mississippi John Elliott Rankin, conocido por su defensa de la segregación racial y la supremacía blanca, exigió rápidamente la deportación del actor, al considerar que la vida de Chaplin era “perjudicial para el tejido moral de Estados Unidos”.
El exilio parecía entonces inevitable. En septiembre de 1952, mientras viajaba a Europa a bordo de un crucero junto a su familia, Chaplin se enteró de que la administración de Estados Unidos había decidido no renovarle el visado –el Fiscal General anunció que el actor no podría volver a ingresar al país, a menos que pudiera demostrar (en un interrogatorio) su ‘valor moral’–. Dolido por la drástica decisión tomada por su país adoptivo, el actor decidió instalarse junto a su mujer e hijos en Suiza –ya fuese por la tranquilidad que allí se respiraba normalmente, o por su condición de paraíso fiscal–.
El mosqueo del cómico era tal que apenas volvió a pisar suelo estadounidense después de aquello. Eso sí, en 1972 aceptó viajar hasta allí para recibir un Oscar honorífico que le había otorgado la Academia, y que recogió en medio de una ovación que duró doce minutos. Desde ese momento (y hasta el final de sus días), se limitó a dejarse cuidar y a disfrutar como podía de la fortuna que había amasado gracias a una prolífica carrera que le llevó a participar en más de ochenta películas entre 1914 y 1967. No era un gastador ostentoso, pero nunca ocultó lo mucho que le gustaba el parné. “Entré en el negocio por dinero, y el arte surgió de eso”, aseguró en una ocasión. “Si la gente está decepcionada por este comentario, es algo que no puedo evitar. Es la verdad”.
Álex Ander
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