El desierto como realidad, metáfora y concepto me ha fascinado siempre y, habiendo puesto el pie sobre algunos magníficos y experimentado además su magia, invito a los atraídos por lo excepcional a que los visiten.Sin embargo, aunque los he recorrido «in praesentia» durante años, he empezado no hace mucho a transitarlos de manera virtual. Debido, por un lado, a las cada vez más frecuentes y peligrosas circunstancias bélicas que se dan «sobre el terreno» o en emplazamientos cercanos a ellos y, por el otro, a causa del aumento exponencial del turismo de masas, otra de las múltiples «bicocas» heredadas de la codicia sin fin del neoliberalismo. De hecho, hay tanto trasiego en la actualidad en los desiertos como en los viejos barrios europeos convertidos en parques temáticos. Les invito a que lo comprueben ante la Duna Diecisiete del Namib o el desierto del Uadi Rum, ese que atravesó el coronel Lawrence en 1917 y que dio por concluido a orillas de Aqaba, ciudad costera convertida hoy en una plantación de champiñones urbanísticos.
Si bien creo que no hay dos desiertos iguales, el de Siria ha sido el que más me ha conmocionado hasta ahora. Entre otros motivos, por sus magistrales lecciones de arte, manifiestas en el manto color magenta que afloraba del sol y daba cobijo a la tierra plomiza del atardecer, en la maleza esmeralda imponiéndose sobre la luz del mediodía o en las estilizadas sinuosidades de sus quebradizas dunas. Pero la naturaleza no solo ha proporcionado a la imaginación humana con frecuencia y hasta ahora pinceles insuperables en todo el planeta, ya que también ha impartido en mis solitarios y muy amados paisajes clases de música magníficas, como la del sonido acerado del viento durante la noche o de sensualidad por parte de la ardiente arena en plena canícula. Y ha alimentado de tal forma mis sentidos que se ha fijado en mis neuronas como si de un poema «cocinado» con las 35 especias del ras el hanout se tratase. Ahora bien, no puedo dejar de advertir que mi percepción no es la misma que la de la mayoría de sus visitantes, puesto que los consideran yermos, anodinos y de una uniformidad exasperante. Mucho menor, por otro lado, que la que encuentro en los centros comerciales globalizados que tanto les gustan: marismas de petróleo, robots sin alma.
Con todo, no quiero errar por utopías desestimadas por el grueso de la población haciendo creer a quienes me leen que los desiertos son la antesala del paraíso, porque no es así. De hecho, en el mismo desierto sirio la policía detuvo a mi competente guía en varias ocasiones para pedirle dinero. Solo la astucia que imprimía a sus mentiras —les decía en voz baja que yo entendía perfectamente el árabe y que por ser personaje influyente podía denunciarlos sin dificultades— les impedía seguir adelante y se despedían de mí con ceremoniosos saludos. Sí, es cierto que he sido quizás una de las últimas extranjeras que se enamoró de la majestuosa Palmira tal como era antes de inaugurarse la era humana de la vergüenza más moderna. Aún recuerdo que llegamos al atardecer, cuando un sol licuado con azafrán empezaba a ocultarse. No había nadie y mi guía me dejó a solas entre sus alamedas de columnas y reliquias color vainilla y bajo un cielo dolorosamente bello color turquesa. Por eso cierro siempre los ojos ante las imágenes que me llegan de la masacre ejecutada a sus piedras. No solo por sus más directos y «populares» agentes, los yihadistas, sino también por los títeres y mercenarios de multinacionales, transnacionales, monopolios, oligopolios y restantes tentaculopolios neocapitalistas; es decir, los políticos y militares de esas potencias que les arrancan las tripas con los picos de sus pájaros de acero para llenarse los buches de gas y otras lindezas o vaciárselos a sus enemigos.
Es más: mi amor por el desierto no me fanatiza hasta el extremo de desear que aumente en extensión o número, aunque mucho me temo que la catástrofe climática a la que nos han abocado los personajes citados en el párrafo anterior, que son quienes también masacran los desiertos, nos obligue a abandonar el trozo de suelo que pisamos y dirigirnos hacia un norte que ya se ha vuelto en sí mismo imposible. Me pregunto si, cuando nos convirtamos en migrantes —más pronto que tarde—, empezaremos a compadecernos de aquellos que tuvieron que abandonar el pedazo de suelo que habitaban en el sur global, aquellos a quienes no ayudamos a pesar de que fueron objeto de la misma persecución de que pronto seremos objeto nosotros —un poco más al norte— para acabar convirtiéndonos todas en un sur global que llegará hasta la Antártida. Y no dejo de pensarlo, en parte, porque la sequía parece haberse instaurado definitivamente en España; una sequía ignominiosa de la cual ninguna desalinizadora nos salvará y de la que ningún partido político nos habla, pues deben de pensar que sus problemas de solvencia ideológica son bastante más cruciales que el cambio climático. ¿Ignorancia criminal? ¿Desidia de quienes nos llevan a la extinción porque prefieren desaparecer a cambiar el paradigma económico al cual se lo deben todo? Mucho me temo que no nos queda otro remedio que empezar a tomar las riendas de nuestras vidas: desde ahora mismo y sin tregua.
Pepa Úbeda
Artículo publicado en Revista Sur