Hasta ahora y en general las civilizaciones se han enorgullecido de poseer templos. De alguna manera, se trataría de proyecciones o espejos en miniatura del cosmos en los que venerar a sus divinidades; cobijo igualmente de sus miedos. Por desgracia, también escaparates del poder. Quizás sea ese el motivo por el cual un viaje que no incluyera un templo que visitar resultaría impensable. En mi caso, habría que añadir además una cierta obsesión por las escenificaciones solemnes, bastante más añejas e impecables que algunas performances actuales de entidad bastante floja. Un ejemplo icónico en mi país es la representación del «Misteri d’Elx».Tengo que confesar que he visitado una gran variedad de templos: desde cuevas prehistóricas con pinturas que representan todo tipo de sacrificios —incluso humanos—, hasta monasterios incrustados en rocas. En algunos, sus altares nos anunciaban infinitas torturas; en otros, la unión entre lo divino y lo humano se expresaba con sensuales esculturas que parecían cinceladas en piedra en el momento del coito.
En cuanto a sus seguidores, en el pasado se podía constatar una predisposición a la reverencia, cuyas manifestaciones más obvias eran el silencio y un andar casi de puntillas. Desde el púlpito siempre han intentado convencernos de que en el templo se manifiesta la esencia divina en su máximo esplendor. Omiten, sin embargo, que a su vez son herramienta eficaz de la autoridad. El neoliberalismo ha extendido allí sus tentáculos y ha aplicado su propia forma de gobierno.
El pasado otoño vinieron a casa unos amigos anglosajones de religión calvinista y me apresuré a llevarlos a la catedral de Valencia. Hacía bastantes años que no entraba y me sorprendieron los cambios. En primer lugar, la ingente reforma que se había llevado a cabo, pagada en gran parte con dinero procedente del erario público. En segundo lugar, el carácter profano adquirido gracias al devenir turístico intensivo que tanto convenía a sus propietarios. Pese a que el lugar ha sido sede religiosa de distintas confesiones desde unos cuantos siglos antes de nuestra era y que debería provocar en el visitante, tan solo por eso, un conato de veneración, el vocerío neutralizaba cualquier intento por mi parte de explicarles a mis amigos lo poco que sé. Por otro lado, el vuelo multiplicado y multicolor de banderines atravesaba el espacio aéreo como si de drones se tratase. Cada uno de ellos congregaba a su alrededor a un buen puñado de «adoradores» turísticos. Dichas «aves» estaban en manos del pregonero de turno —el guía turístico—, quien cantaba las excelencias del lugar en el idioma correspondiente de sus entusiastas feligreses. Con todo, lo que más me alteró fue que me impidieron recorrer la catedral si no abonaba antes la entrada, aunque yo ya hubiera aportado mi óbolo con anterioridad a través de mis impuestos al favorecer la reforma integral del edificio.
Así pues, nuestras autoridades eclesiásticas —que conservan tras de sí en la actualidad un número irrisorio de fieles— no tienen bastante con las donaciones de todo tipo de sus feligreses, que no pasan por Hacienda, la exención de los impuestos municipales, las inmatriculaciones y las generosas aportaciones del Estado a la Iglesia Católica. Todo ello regulado por un concordato de época franquista al que ningún gobierno del país le ha hincado el diente, bien sea en solitario bien con el apoyo de otros partidos políticos. El caso más escandaloso de estas inmatriculaciones ha sido la adquisición de la Mezquita de Córdoba por 30€.
En consecuencia, quien osa entrar hoy en una iglesia católica, la paga. La entrada, claro. Si no es que se conforme con esperar hasta última hora para visitarla gratis, cuando ya están apagadas las luces de todas las capillas. Otra opción es quedarse con los ojos incrustados en el techo, como si de una Santa Teresa de Bernini se tratase, pero no a causa de un trance espiritual o erótico —si nos atenemos a explicaciones psicoanalíticas—, sino porque es la única parte del edificio que no nos pueden impedir ver.
Limitarnos únicamente a la visita del lugar sagrado en sí, como tantas acciones en la vida, va acompañada de penas y alegrías. También quizás de «agitaciones místicas» y algún que otro sobresalto.
Un ejemplo de lo segundo fue comprobar, cuando visité la catedral de San Salvador, capital de El Salvador, que el fundador del Opus Dei, Escrivá de Balaguer, ocupaba un altar destacado de la nave central del templo, mientras que el mausoleo de Monseñor Romero había «bajado» a la cripta y ocupaba un emplazamiento casi oculto. Cabe recordar que, mientras el primero murió en la cama como nuestro dictador, el segundo fue asesinado por pistoleros a sueldo de los poderes fácticos de dentro y fuera del país. La noticia de su asesinato, que en su momento fue ampliamente comentada en las televisiones, ha entrado a formar parte de la desmemoria colectiva. Un triunfo más del neoliberalismo que ha convertido la práctica religiosa en otro producto más de consumo. Sin olvidar que la teología de la liberación se ha visto afectada por los enfrentamientos entre la curia.
En cuanto a las «agitaciones místicas», todavía recuerdo la «orgía» de luz, oro y plata, cirios e incienso que, como una neblina, se elevó durante la celebración de una misa —singular por poco frecuente— en la Basílica Patriarcal de Estambul. Eran las doce de la mañana de un agosto especialmente plomizo, aunque la multitud se mantenía expectante ante lo que pudiese ocurrir. Enfrente, en la Mezquita Azul, debía de ocurrir algo parecido …
A pesar de tantos lugares sagrados «cumplimentados, no creo que jamás olvide uno con el que me tropecé en el corazón de África. Tras cinco horas por río y un par más por tierra firme y bajo un sol sin respeto por la piel de nadie, justo en el apogeo de la estación seca y cargada con una mochila cuyo peso sentía que aumentaba a medida que pasaban las horas, me encontré de repente con un bosque que había sido sagrado un par de milenios atrás. Junto a él habían construido un pequeño museo nada ostentoso, cuyo responsable era un anciano de sonrisa abierta —africana— y gesto sensato. Por lo que me contó, la suya no debió de ser una vida agitada en exceso. Durante años, dejaba a la familia en casa cada madrugada para cuidar el bosque y cuidar el museo. De vuelta, todos dormían ya.
El bosque presentaba varios círculos mágicos encerrados entre esbeltas y estrechas piedras verticales de la altura de una persona. Todos eran impecablemente redondos y a su interior acudían los pájaros para posar sobre la hierba. Fui entrando en cada uno de ellos ante la mirada atenta del anciano. El silencio, la soledad, la luz derramándose sobre nuestros hombros, el olor de arbustos y flores y la brisa acariciándonos la piel acabaron por constituir un ritual aplicado a los círculos. Al fondo, un poco alejado de todos ellos, había uno grande «protegido» por un árbol arcaico pero aún pletórico. Era el más solemne y elegante de todos y dentro parecía haberse instalado el vacío del cosmos, sin espejos ni eternidades obligadas, sin ningún tipo de poder divino y humano.
Pepa Úbeda
Artículo publicado en Revista Sur