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¿Cuándo llegarán los abrazos?

No sé bien describir cómo me siento. Porque se entremezclan sentimientos negativos y angustiosos con otros esperanzadores, humildes y críticos con la razón antropocéntrica. A partes iguales me invade el agrado de ver que los seres humanos no somos infalibles ni amos de toda la Tierra, y que, en parte, esto es una lección por nuestro enloquecido modo de vida; sin embargo, al mismo tiempo me cubre la impotencia por la muerte de tantas personas, víctimas de un virus que ha venido a alterar nuestra cotidianeidad y situarnos en esta distopía.

La situación es tan insólita, que han desaparecido todos los problemas globales que llenaban las páginas de informativos. Hoy, no existe nada más, ni se habla de nada más, ni se escribe sobre nada más, que el coronavirus.

Al principio, me preocupaba quedarme confinada en casa, romper mi rutina, mi actividad cultural, los encuentros con las amistades, no poder ir al teatro, ni pasear por la orilla del mar, ni viajar. Pero, como somos realmente adaptativos, fui aprendiendo y encontrando la parte buena del confinamiento: valorar la lentitud del tiempo; apreciar la importancia de un hogar; convivir más que nunca conmigo misma; no tenerlo todo bajo control, ni programado, ni planificado, ni organizado. 

Estoy aprendiendo a que el calendario de mis días ya no tenga ni lunes ni domingos. El tiempo transcurre de forma diferente, como si fuera circular, a imitación de la cosmología. Nietzsche diría que hemos vencido el pasado, el presente y el futuro que nos hace lineales, y que nos movemos en un eterno círculo. Así me parece este confinamiento: un eterno círculo que ya no recuerdo cuándo empezó. 

Siento admiración por tantas personas que, a través de las redes, no han detenido ni su creatividad, ni sus ganas de socializar ni de compartir el ingenio. En cambio, yo tengo la impresión de haber congelado mi “tiempo”. 

Resulta irónico, porque circular es también el año que vivimos: 2020. Tan repetitivo en su combinación que parece “un tiempo cero”, inexistente o congelado. Pero no es cierto, porque nuestro tiempo pasa y no vuelve. 

Me detengo muchos momentos al día a contemplar el cielo, porque sus colores son más intensos que antes. Las noches duermen con un silencio novedoso. Y se recuperan sonidos que antes no teníamos: los pájaros o el leve movimiento de las hojas de los árboles. Hasta he visto revolotear unas mariposas y jugué de nuevo con una lagartija que se acercó hasta la ventana. 

Resulta paradójico porque me siento más unida a la Naturaleza que cuando salía de paseo; me siento menos sola pese a estar confinada; con tantas cosas que aprender que me faltan horas; más cerca de mi familia y más unida a mis amistades, pese a no verlas. 

Hemos descubierto cosas francamente positivas: que disponemos de un Estado sólido (con errores o aciertos) que han cubierto las necesidades más básicas de la gente; que tenemos un sistema sanitario (pese a los recortes) que sería deseable en otros lugares del mundo; que existe una corriente de solidaridad impresionante cuando la gente comparte una amenaza como la actual; que nuestro Planeta ha vuelto a respirar porque nos hemos detenido y le hemos dado una tregua; que la globalización nos trae problemas pero también inteligencia colectiva y compartida; que podemos valorar otras cosas además del consumo enloquecido; que las redes sirven para comunicarnos y no solo para propagar bulos.

Todo ello, podría denominarse de alguna manera con un concepto ilustrado: “los derechos sociales”. Las últimas décadas debatíamos entre derechos colectivos y derechos individuales. Los colectivos se habían convertido en exigencias de identidad grupal, desde religiones, etnias o nacionalismos, sin importar si esos derechos colectivos garantizaban la igualdad de todos sus miembros. Por otra parte, los derechos individuales se habían extralimitado hasta la consideración de ser “deseos”. “Tengo derecho” a todo lo que sueñe, desee o me interese.

Y, hoy, volvemos a ser conscientes de la importancia de los derechos sociales: la sanidad, la educación, la seguridad, el funcionamiento del Estado, … los que, de verdad, aseguran el bienestar de las personas y la justicia social.

Claro que también hay cosas negativas. Lo más negativo será si sabremos reinventarnos: ¿qué pasará con toda la gente que ha perdido su trabajo?; ¿cómo se garantizarán los pequeños negocios?; ¿sabremos combinar el medio ambiente y la vida social?; ¿volverá a propagarse el virus?; ¿olvidaremos cuáles han sido nuestros héroes y volverán los farsantes a ocupar el liderazgo mediático? 

¿Volveremos a la normalidad? Si supone ser de nuevo consumistas compulsivos, depredadores del medio ambiente, insolidarios aislados en ciudades abarrotadas, estresados con mal humor, … es que no habremos aprendido nada. 

Sin duda, lo más negativo será los que ya no estarán con nosotros.

Ahora me da miedo lo que llaman “desescalada”. Salir de nuevo pero de forma diferente: con separación unos de otros, con mascarillas y guantes, sin entrar en una cafetería llena de gente, sin multitudes, sin sentir el roce de otra gente. Nunca he encontrado tanto sentido a la reflexión de Carmen Martín Gaite: “El hombre es una multitud solitaria de gente, que busca la presencia física de los demás para imaginarse que todos estamos juntos”. Ahora estamos aprendiendo a estar juntos desde la distancia, a través de pantallas, saludando desde la otra acera de la calle; a valorar el encuentro que no puede ser físico. Y yo, que amo esa soledad intensa que permite la reflexión y el silencio, me aterra salir a la calle sin compañía y con mascarilla. 

Lo que echo de menos no es salir a hacer deporte ni asistir a un acto cultural, porque también eso lo he encontrado en el confinamiento de mi casa. Lo que echo de menos son los abrazos y los besos que compartíamos en cada acto social. No me acostumbro a no rozar con mi cuerpo, con mis manos, con mis labios, al otro, sea mi madre, mis hermanos, mi hija, mi marido, o mis amigos. No me gusta ir al supermercado manteniendo la distancia, bajando la mirada, con una sonrisa oculta detrás de una mascarilla.  

Según Hannan Arendt, “nada de lo que escuchamos o tocamos puede ser expresado con palabras de manera que iguale cuanto nos aportan los sentidos”. Están en riesgo nuestros sentidos, el tacto con que apreciamos al otro, a esa parte de mi “yo social”, sin el que no soy un yo verdadero.

Los niños y niñas ejercitan su infancia de otra manera: sin jugar con sus amigos, manteniendo la distancia, con una mascarilla, sin masticar chicles juntos, ni chuparse los dedos, ni compartir caramelos. A mí eso me parece la mitad de la infancia.

Así que, como no quedará otro remedio, pongamos en práctica los versos del romanticismo: “El alma que hablar puede con los ojos, también puede besar con la mirada” (Gustavo Adolfo Bécquer).

Ana Noguera

 

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