Donald Trump: ¿Furia o historia?
Aunque estas elecciones iban a servir para confirmar o desmentir la tesis sobre la accidentalidad de la llegada de Trump al poder, los ajustados resultados no nos dicen si debemos mirar a los árboles o al bosque. ¿Qué estaríamos diciendo si, después de cuatro años enseñando sus cartas y haciendo trampas con ellas a la vista de todo el mundo, el actual presidente hubiera vuelto a ganar?
¿Es la historia, como se decía en Macbeth, un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa u obedece a un plan racional e inteligible? Para unos, la inesperada victoria de Trump en 2016 fue el reflejo de un cambio profundo en la sociedad estadounidense. Se trataría de un giro populista de carácter estructural y con consecuencias de larga duración que se habría originado en la revuelta de los perdedores de la globalización, en particular los trabajadores blancos del llamado cinturón de óxido (Rust Belt), cuyos empleos habrían desaparecido como consecuencia de las importaciones chinas y cuyos salarios no habían ganado poder adquisitivo en los últimos diez años. Como ocurriera en las elecciones de 1896 –cuando los agricultores del sur de Estados Unidos, perdedores de la primera ola de globalización, se pasaron en masa a un partido de nueva creación, el «Partido Popular» (People’s Party)–, en 2016, los trabajadores manuales de la industria manufacturera de los Grandes Lagos, tradicionalmente demócratas, se habrían pasado en masa a un Trump que al grito de «America First» había prometido que, en adelante, el partido republicano sería un partido proteccionista en lo económico y comercial. Con Trump en Estados Unidos, el brexit en el Reino Unido, Marine Le Pen en Francia, Salvini en Italia, Alternativa para Alemania, Tsipras en Grecia y Podemos en España, habría que ser muy estúpido para no conectar todos esos puntos y asociarlos a la crisis financiera del 2008 e interpretarlos como una revuelta global contra los excesos del capitalismo financiero y el neoliberalismo.
Para otros, sin embargo, la victoria de Trump habría sido un mero accidente producto de la concatenación de factores varios entre los que se apuntaban las anómalas características del sistema electoral estadounidense, la división y desmovilización de los demócratas, la injerencia rusa –se estima que 126 millones de estadounidenses estuvieron expuestos a desinformación de origen ruso– o las superiores técnicas de campaña de los republicanos, que se habrían basado en el uso (fraudulento) de los perfiles de millones de votantes obtenidos de Facebook por compañías como Cambridge Analytica. Los accidentalistas alegaban que Trump había perdido el voto popular contra Hillary por tres millones de votos (62.9 frente a los 65.8) y ganado los 306 votos electorales que le llevaron a la Casa Blanca –frente a los 232 de Hillary Clinton– en una serie de ajustadísimas victorias en algunos estados clave como Michigan (16 votos electorales), donde la distancia entre Trump y Hillary Clinton fue de 10.794 votos; en Wisconsin (10 votos electorales), donde Hillary se quedó a 22,738 votos; o Pennsylvania (20 votos electorales), donde la distancia fue de 44.292 votos. Por ese puñado de votos, exactamente 77.824, Hillary habría perdido la posibilidad de sumar 278 votos electorales y haber accedido a la Casa Blanca. ¿Una victoria muy justa como para convertirla en una categoría?
La elección del 2020 iba a servir para confirmar o desmentir la tesis sobre la accidentalidad. Si Trump ganaba, se confirmaría el cambio profundo operado en la sociedad americana; si los demócratas volvían al poder, respiraríamos aliviados pensando en el paréntesis Trump como la última excrecencia de la crisis de 2008 y celebrando la fortaleza de la sociedad civil estadounidense –la América de Tocqueville– y de sus instituciones democráticas. Con más de 20.000 mentiras documentadas a sus espaldas, el hostigamiento a la prensa y a los funcionarios independientes, su apología descarada del racismo y la violencia, además de un comportamiento escandalosamente falto de los más mínimos estándares de ética en lo relativo al nombramiento de familiares y la confusión entre intereses empresariales y presidenciales, era lógico pensar que Trump no podría tener buenas perspectivas de reelección, y así lo ponían de manifiesto los sondeos al destacar como favorito a un hombre tranquilo, pactista y decente como Biden.
El resultado de las elecciones, sin embargo, no nos dice si debemos mirar a los árboles o al bosque. Una vez más, los demócratas ganaron en voto popular a los republicanos, esta vez por 4.8 millones de votos. Sin embargo, no solo 71,3 millones de estadounidenses han votado Trump a sabiendas de lo que representaba, sino que los votos electorales han estado una vez más a punto de darle la victoria. Biden se ha impuesto por solo 15.000 votos en Arizona (11 votos electorales), 11.000 en Georgia (16 votos), 20.000 en Wisconsin (10 votos electorales) y 45.000 en Pennsylvania (20 votos). Otra vez un puñado de votos ridículo en una elección donde han votado casi 150 millones de personas. En cada uno de esos Estados, además, una candidata de la derecha libertaria, Jo Jorgensen, ha obtenido suficientes votos para compensar las pérdidas de Trump si sus votantes hubieran votado estratégicamente. ¿Qué estaríamos diciendo si, después de cuatro años enseñando sus cartas y haciendo trampas con ellas a la vista de todo el mundo, Trump hubiera vuelto a ganar?
Pobre Hegel, ¡qué ratos le hace pasar Shakespeare! Dios, decía Einstein, no juega a los dados, ¡pero a veces parece que sí a la ruleta rusa!
José Ignacio Torreblanca
Artículo publicado en Ethic