Entre legados y esperanzas
El paso de un año a otro con ser convencional no deja de evocar lo que nos ha sucedido en uno y tratar de adivinar lo que nos puede deparar el siguiente.
Es ejercicio que llevamos a cabo de manera inconsciente. Necesario puesto que juzgamos imprescindible incluso para los más escépticos en lo que tildamos de buenos deseos u objetivos para el año nuevo.
El año que se extingue nos proporciona legados, el que viene esperanzas. Al menos es lo que pensamos la mayoría de los seres humanos. Conviene por ello mismo ocuparse de los legados en primer término y de las esperanzas en segundo puesto que suelen contener buenas dosis de deseos.
El primer legado por supuesto corresponde a la pandemia con su cortejo primero de estupefacción después de sufrimiento, muerte, devastación personal, colectiva, económica y social.
El año que se fue nos deja otros igualmente contagiosos, letales. El más vil el del populismo desatado por un personaje que ocupa todavía la más alta magistratura de los Estados Unidos de América. Él y sus imitadores solo son consecuencia del gran pacto del neconservadurismo de los años ochenta del pasado siglo.
Legado tóxico puesto que reduce la política a la banalidad de unos pocos tuits expresión de sus menguadas ideas y sus abultadas carteras. La caterva hace gala de analfabetismo, prodiga la mentira, la soberbia del ignorante, el desprecio por la inteligencia.
Los ejemplos en nuestro país pueden producir sonrisas, incluso carcajadas, si no fuera por las consecuencias para la salud social, colectiva. La sustitución del debate en profundidad por la anécdota irrelevante viene a ser el resumen a lo que se agrega el alud pseudoinformativo de las TIC con sus verdades alternativas y bulos. En tal cantidad que tienden a olvidarse por superposición de tanto escombro de la inteligencia.
Demócratas y progresistas aparecen como lobos feroces. Tan solo tratan de neutralizar ofensivas de la derecha que cuenta con los medios, económicos, políticos, mediáticos. Sin descanso ni tregua defienden como verdades sagradas lo que no son otra cosa que expresión de avaricia y rapacidad en la acumulación de riqueza que ha generado desigualdades crecientes, más aun durante las sucesivas crisis como la que todavía padecemos.
Con una dificultad añadida, la de la extensión del contagio a amplias capas de población, a las que se ha privado de una educación ciudadana, democrática para reducirlas a meras receptoras de mensajes tóxicos y prescindibles para mantenerlas en la inopia de buenas consumidoras y trabajadoras.
Deslegitimar la política fue un primer objetivo ampliamente conseguido. Alejar a la ciudadanía de la acción pública, dejada en manos de profesionales a los que poder culpar en unos casos, igualar como corruptos en otros. Siempre como serviles de los poderes reales de la economía y la sociedad, de las élites que se reproducen endogámicamente o ascienden en virtud de fulgurantes carreras ornadas de delitos, cohechos, propios, impropios, o acumulados. La sustitución de la inteligencia, de la generosidad, por el becerro de oro lo ha contaminado todo incluso las buenas intenciones.
El segundo objetivo: admitir como mal menor la existencia de discrepancias políticas, trasunto inevitable de las diferencias sociales que nadie puede ocultar pese a todos los esfuerzos propagandísticos. Aceptadas las discrepancias a regañadientes se propone a continuación la deslegitimación de los resultados electorales.
El empeño trumpiano ha resultado clamoroso en esto último, pero no es menos espectacular y constante el esfuerzo por hacer lo propio con el actual gobierno de España en un concertado y no siempre afinado discurso de una oposición que entiende como propiedad la gobernación del país e ilegítima cualquier usurpación decidida por la soberanía popular de la que se reclaman depositarios y propietarios perpetuos.
Que se apunten al festejo de la derecha antiguos radicales de izquierda transformados en sacristanes del pensamiento único o profesionales que guardaron prudentes silencios durante la larga etapa de expolio no deja de constituir un buen ejemplo de la extensión y profundidad del contagio.
Sin embargo no todo es legado amargo. Asoman las esperanzas. En primer lugar la recuperación del interés por lo público de sectores como la juventud, la incesante por fortuna movilización de las mujeres auténtico motor de cambios que podremos comprobar sin vueltas atrás.
Contar con presupuestos para afrontar las consecuencias de la crisis y que traducen en buena medida las necesidades de una sociedad cuyos índices de desigualdad se encaminaban al abismo de la exclusión. Un gobierno que habrá de enfrentarse a la no tan remota nostalgia de la tiranía de los espadones que exhiben quienes se han beneficiado de un régimen democrático y siguen haciéndolo hoy mismo.
Tener en cuenta la dimensión mediterránea y europea, nuestra doble condición que tan cercana resulta a los valencianos y valencianas a lo largo de la historia. El corredor ferroviario como ejemplo: se olvida los años en que sus actuales “impulsores” de la sociedad civil ejercían de palmeros de quienes pusieron palos a las ruedas en vez de carriles de ancho europeo. O azuzaban odios innecesarios siempre y además perjudiciales para nuestros intereses colectivos.
Habrá que abordar y no es solo tarea gubernamental, la revisión del modelo constitucional y territorial del país. El pacto de la Transición fue posible en virtud de dos impotencias: la del régimen franquista para perpetuarse con una imposible homologación democrática, europea, y la de la oposición democrática para imponer una ruptura. Se hizo cuanto se pudo y más he afirmado reiteradamente, pagando el país un alto precio. Para unos el marco constitucional era lo más que se podía “conceder” puesto que partían de una victoria militar y una larga dictadura; para otros un punto de partida para construir un país plural, más justo y más libre. Cuarenta años de funcionamiento han puesto de relieve las limitaciones y no es novedad en las democracias asentadas proceder a las reformas que ajusten las normas a las realidades. Las carencias en justicia, en fuerzas armadas, en distribución del poder territorial por sí solas ya requerirían una reforma.
Eso sí, por fin tenemos vacunas.
Ricard Pérez Casado
Artículo publicado en Levante.emv