A las que se quedan
Lees en las noticias que alguien, un hombre cualquiera, una tarde cualquiera, le dice a una mujer, a una madre: “No las vas a volver a ver en tu vida”. Y el aullido hace eco en ti. Hay un temblor universal que te sacude, una porción de vértigo que te hermana con la mujer que oyó esas palabras.
Todo pasa en un día cualquiera. Una tarde cualquiera caminábamos por el barrio y, como si de cualquier cosa hablara, mi hija mayor interrumpió uno de sus momentos de silenciosa abstracción con una pregunta a bocajarro. “Y si ya no estuviésemos, ¿qué pasaría?”. No era la primera vez que se interrogaba sobre el no estar, ya hace unos años me comunicó su envidia hacia los árboles longevos que la sobrevivirían a ella y a sus abuelos, a su mejor amiga, y a todo el barrio. En otra ocasión, aún a más tierna edad, me transmitió su sufrimiento ante la perspectiva de que nos tocara extinguirnos como a los dinosaurios.
“Mi hermana y yo, qué pasaría si ya no estuviésemos”, esta vez su pregunta era más concreta y terrible que todas las extinciones. “Pues la verdad”, le dije con la sinceridad de una tarde cualquiera, “lo he pensado, yo creo que si os fuerais yo me iría”. Sin hacer ruido, sin enfado con la vida, agradeciendo el camino previo a su existencia, agradeciendo la vida compartida con ellas, pero eligiendo no vivir en el desgarro.
Yo no glorifico la maternidad, no creo que la vida sea mejor o peor teniendo hijos, por eso cuando me preguntaban amigas que ponderaban la pertinencia o no de traer gente al mundo, lo que me salía pensar, aunque menos veces decir, era: la maternidad es conocer una nueva dimensión del miedo. Un miedo indescriptible, cuchillas afiladas que penden sobre los órganos vitales, a las que a veces bastan unos minutos de buscar a un pequeño extraviado en un parque, unas horas sin localizar al teléfono a esos familiares o amigos que se los llevaron de viaje, una noche en cuidados intensivos, un mal diagnóstico, para empezar a seccionarte por dentro. El miedo a la pérdida, un aullido primitivo, un vértigo ancestral difícil de traducir.
Y entonces lees en las noticias que alguien, un hombre cualquiera, una tarde cualquiera, le dice a una mujer, a una madre: “No las vas a volver a ver en tu vida”. Y el aullido hace eco en ti, y aunque solo sea un eco lejano, una resonancia vana lejos del epicentro del dolor, hay un temblor universal que te sacude, una porción de vértigo que te hermana con la mujer que se oyó decir esas palabras, y la imaginas deconstruyendo la historia, el desamparo ante sus denuncias, las cosas que él dijo y cómo, si pudo hace algo o no, cómo fue aquella tarde cualquiera. Y ves las fotos de las niñas en los medios, y esa pulsión te agarra, el aullido te abraza y rebañas esperanzas contra toda lógica, hasta que toda esperanza se acaba.
Solo alcanzo a dedicar estas líneas escritas a toda prisa a las que se quedan, a las que sobreviven, sin una palabra en la que encontrarse, abandonadas por las instituciones, atosigadas por el ruido, condenadas a un silencio irreparable
Yo sé que hoy toca hacer muchas cosas. Toca recordar que esto no es el acto cruel de un enfermo, si no la forma en la que la violencia machista se manifiesta: el poder asociado con la capacidad de infligir daño, un daño bestial como calculado objetivo de quien tiene que quedar por encima, vencer, arrasar, intocado por la responsabilidad, el amor, el vínculo, la empatía o la ternura. Toca insistir en que esa es la educación “dogmática”, —la de la responsabilidad y la empatía— que necesitamos imponer en las escuelas, que es un crimen de Estado, no haberla impuesto ya, permitir que generaciones y generaciones de hombres puedan aprender matemáticas, y filosofía, sin sentarte con ellos a desimbricar el fatal hilo que une el poder con la capacidad de causar dolor, que legitima el egoísmo y aleja del cuidado, que posibilita que veas a tus hijas no como sujetos a quienes acompañar el resto de sus vidas desde tus vulnerabilidades, tristezas y fracasos, sino como un arma, como un mero instrumento para quedar por encima. Gritar “gané” con las manos manchadas de sangre.
Toca también hablar de lo irreparable, lo irrestituible. Todo lo que se alza después de eso, es puto ruido, o peor, batir de alas de buitres: especiales desde el lugar, corresponsales de voz afectada, políticos pidiendo mano dura, #hashtag vomitivos. Incluso el odio sobra, incluso la rabia inútil es prescindible, comprensible, claro, humana, pero estéril a la hora de tocar hueso, de conjurar el aullido, de evitar que otro hombre, hoy o mañana, cualquier tarde, encuentre sentido o redención, una patriarcal idea de justicia o alivio, en hacer daño, en matar a quienes dijo amar. Sea desde la frialdad y el cálculo, sea desde lo que los medios, algún abogado defensor, o algún juez llamará aún, un momento de enajenación o furia.
Sé que toca politizar el dolor, como las madres de la Plaza de Mayo, como quienes ya están preparando convocatorias para aullar juntas, desde la vulnerabilidad y el miedo, desde la fuerza que da entender la profundidad del desgarro, pero también asumir que no es inevitable ni casual, que no es suceso, mala suerte, maldad, o enfermedad, que es un guión escrito con pautas estructurales, que es el dictado patriarcal de imponerse, dominar y cuando no se puede, y cuando no se logra, hacer el mayor daño.
Sé que toca hacer todo esto, pero yo solo alcanzo a dedicar estas líneas escritas a toda prisa a las que se quedan, a las que sobreviven, sin una palabra en la que encontrarse —existe huérfana, existe viuda, ¿será que perder un hijo es innombrable?— abandonadas por las instituciones, atosigadas por el ruido, condenadas a un silencio irreparable. A ti, que luchaste hasta el final, a quien te fallamos todos. No estás sola. Lloramos contigo. Aullamos contigo. Ojalá nos sientas.
Sara Babiker
Publicado en El Salto