De motines, escraches y pantallas de plasma
España siempre ha sido más proclive a la algarada que a la revolución. Tal vez sea por esa falta de perseverancia que, según Ángela Merkel, caracteriza al espíritu mediterráneo. O tal vez sea porque la última vez que, un lejano mes de abril como este, intentó colectivamente tomar las riendas de su destino, aquella osadía le acabó constando tres años de guerra y millares de asesinados, presos y exiliados. Sea como sea, lo cierto es que la espontaneidad de los españoles suele tender, desde mucho antes de Esquilache, a la explosión pirotécnica de la protesta, a la borrachera libertaria del motín. Una natural inclinación que explica por qué con seis millones de parados, con 60.000 jóvenes que han abandonado el país desde 2009 ante la falta de futuro, con la corrupción carcomiendo los pedestales de hasta la intocable Rita Barberá, con la Casa Real engordando cuentas en Suiza, con más de 11 desahucios diarios y con un suicidio cada tres horas, en la agotada España, en fin, todavía no ha estallado la insurrección.
Ha habido, eso sí, revueltas efervescentes como el 15M o las huelgas generales, explosiones de indignación en un país siempre dispuesto a la catarsis, que más que amenazar las estructuras del sistema se han limitado a señalar con el dedo acusador de la desesperanza. Y no es poca cosa para una sociedad a la que PP y PSOE preferirían ver en estado de coma hasta que arrecie el temporal o, en el peor de los casos, se lleve todo por delante. Esta prevención ante la calle, a su vez, nos permite comprender el histerismo con que los populares, con la florida oratoria de Esteban González-Pons y la desinteresada colaboración de Rosa Díez, se han entregado a denunciar la campaña de escrache con el que las Plataformas de Afectados por las Hipotecas denuncian el drama de miles de personas.
En realidad, la gente de orden no soporta los tumultos. Sobre todo, si no han sido organizados por la autoridad competente, militar, por supuesto. O por los burócratas de Bruselas y el Fondo Monetario Internacional, que con su elegante formación en la Escuela de Chicago han sabido transformar su escrache de acoso y derribo social en una seductora danza de mantis religiosa. En el resto de casos se presentirá el riesgo de que en cualquier reunión callejera con más de tres personas, se esconda algún Mateo Morral reconvertido hoy para el imaginario mediático en promotor de la kaleborroka. Temores, por otro lado, a los que no han dejado de sacar partido hábilmente a lo largo de la historia, para intentar desarticular la protesta con la excusa de reprimir las criminales acciones de alguna Mano Negra o el nihilismo vandálico de algún Cojo Mantecas.
Quién sabe, quizás esa prevención frente a la gente esté detrás del distanciamiento físico asumido en los últimos tiempos por el propio presidente del Gobierno. Su miedo a que entre los periodistas que asisten a sus comparecencias se oculte alguna bomba Orsini en forma de pregunta inconveniente, le habría llevado a manifestarse ante sus súbditos refugiados tras la barrera protectora de una televisión. Aunque, posiblemente, su comportamiento responde más bien a esa extraña mutación que están experimentando las instituciones. Es así como Mariano Rajoy se metamorfosea frente a los ciudadanos en una pantalla de plasma como paso previo a su transformación definitiva en ectoplasma, esa materia indeterminada que se encuentra en las geografías parasicológicas donde los grandes partidos parecen empeñados en enterrar la política española a pasos agigantados.
Claro que no faltarán quienes pretendan descubrir alguna virtud entre tanta descomposición. Ahí están, sin ir más lejos, los selectos analistas que estos días ven en la imputación de la infanta Cristina de Borbón una prueba de que, en el fondo, el Estado de Derecho funciona. Todo un consuelo. El mismo que tiene un enfermo al descubrir que el personal más cualificado del hospital donde está ingresado es el responsable de las autopsias.
José Manuel Rambla.