Nos tienen rodeados, pero no escaparán
Es imposible asimilar sosegadamente todo lo que pasa. La noticia de esta mañana ya es pasado. Los titulares de ayer ya pertenecen al tiempo de los dinosaurios. El amontonamiento nos nubla el cerebro y ejercemos una especie de selección muchas veces arbitraria (como por sorteo) de lo que nos ofrecen los medios.
Hace nada era un notición que el Rey emérito podría sentarse en el banquillo de los acusados por todos los desmanes que ha venido cometiendo desde que heredó el trono del dictador. Cuando veo a Felipe VI erguido orgulloso sobre esa herencia se me llevan los demonios con su pregunta eternamente endemoniada: ¿para qué sirve el rey en una democracia fuerte? Bueno, a lo mejor es que nuestra democracia tampoco es para el Guinness. Poco después (o antes, quién sabe) nos indignaba el asesinato del joven Samuel Luiz en A Coruña, y el mundo LGTBI se convertía en triste protagonista del criminal acontecimiento. Al mismo tiempo, esa huella cruelmente interminable de terrorismo contra las mujeres ocupaba nuestra preocupación principal, siempre a contracorriente porque aquí nunca ha habido otro terrorismo que no fuera el de ETA. Cuando escribo este artículo, un hombre asesinó a su mujer en la ciudad alicantina de La Vila Joiosa y luego se quitó la vida. Tres niños se quedaron esperando a su madre en el colegio y esa espera se convertirá, a partir de ahora, en una ausencia cruelmente interminable.
Las noticias sobre la pandemia auscultaban el miedo cotidiano y ahora mismo las olas van y vienen como en un mar hoy en calma y mañana con los inciviles remolinos de los dioses engullendo las naves de La Odisea o los coletazos de Moby Dick zarandeando las entrañas balleneras del Pequod. Pero estos dos años de dañina enfermedad invisibilizaron otras enfermedades que requerían atenciones urgentes y mucha gente se fue quedando lamentablemente en el camino. En el saco de la invisibilidad también quedó esa ristra de injusticias que son los desahucios. El virus “democrático” se demostraba (¿cómo podía ser de otra manera?) más clasista que aquella diputada del PP, Andrea Fabra, gritando en el Congreso “¡que se jodan!”, refiriéndose a sus enemigos de clase, o sea, a quienes curran en la precariedad para sobrevivir y no como ella, que vive del cuento, y su progenitor, ese Carlos Fabra que lo hizo (no sé si lo sigue haciendo, pero le siguen cayendo requisitorias judiciales) de los numerosos chanchullos que lo llevaron a la cárcel. Los desahucios siguen como antes, o más que antes. El nuevo Conseller de Vivienda del Gobierno Valenciano, Héctor Illueca, que formaba parte del equipo ministerial de Yolanda Díaz y al que conozco (para bien) desde hace muchos años, acaba de hacer una declaración de principios que me gusta: a quienes primero va a recibir es a los miembros de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca. Ojalá, como decían en Casablanca, sea el principio de una larga y fructífera relación. Y no sólo de amistad, precisamente. Desde aquí le deseo lo mejor al anterior Conseller y amigo Rubén Martínez Dalmau, que regresa a las aulas universitarias después de dos años de legislatura.
Cierro el paréntesis abierto con mi paisanaje y sigo con los interrogantes: quién se acuerda, entre tanta urgencia noticiable, de esa inmigración amontonada en sus destinos inciertos, de esos menores llegados a un supuesto paraíso en la más absoluta desposesión… Ahí queda un artículo inmenso de Javier de Lucas en infoLibre de hace un par de semanas en que aborda ese problema con una claridad admirable. Incluso la gente que trabaja pasa hambre y hoy mismo se discute –también entre los socios de gobierno– si se sube a 1.000 euros el salario mínimo interprofesional. La paradoja (y si me llaman demagogo me da igual) es que quienes deciden si ese salario llega a los 1.000 euros mensuales ganan diez veces más, en muchas ocasiones por jugar con sus maquinitas en los asientos parlamentarios o por mandar wasaps para reservar mesa en un restaurante con logo Michelin.
Como decía antes, teníamos en la cabeza el asesinato de Samuel Luiz y muchas agresiones que vinieron luego y llegan los de Vox amenazando con llevar a los tribunales a quienes relacionen ese partido con la violencia –a veces asesina– llevada a cabo contra el movimiento LGTBI. Pues que amenacen. Los discursos de odio tienen sus consecuencias. Y Vox, casi todo el PP y lo que queda (si es que queda algo) de Ciudadanos se inflan a banalizar (cuando no a negar rotundamente) esa violencia. La reciente denuncia por una falsa agresión homófoba presentada por un joven en el barrio madrileño de Malasaña ha sacado lo peor de esas derechas: el cinismo. La misma Díaz-Ayuso aprovecha esa falsedad para arremeter contra la izquierda y el Gobierno, mientras calla miserablemente cuando las agresiones y los asesinatos existen de verdad (prácticamente siempre) y el miedo se extiende cada vez más entre las mujeres y las personas que han elegido vivir su sexualidad en una libertad que nadie (y menos esas bestias pardas de la extrema derecha) puede arrebatarles.
Qué va quedando de toda esta ristra de titulares que acapararon nuestra atención un par de días y luego fueron sustituidos por otros lo mismo de importantes. Uno de los últimos escándalos lo protagoniza un cínico de campeonato: Carlos Lesmes, presidente del Consejo General del Poder Judicial. Amarrado al chollo de esa presidencia, cuando hace casi tres años que le tocaba abandonarla, exige ahora prisas al PSOE y el PP para la renovación de ese Consejo. No sé cuánto tiempo durará entre las noticias de primera página (no sé si todavía permanece ahí) el atraco de las eléctricas. En el verano porque el calor mataba a la gente. En el invierno será porque el frío también mata a la gente. Pero ahí seguimos, en la impunidad absoluta de esas empresas llenas de puertas giratorias y, nunca sabré por qué, la impotencia del gobierno a la hora de atajar esos injustos privilegios.
Vean, si no, lo último de ese negocio a lo bruto de las eléctricas, en el clarificador artículo de Alicia Gutiérrez en infoLibre este mismo jueves. Los tres grandes responsables de Iberdrola, Naturgy y Endesa se embolsaron en 2020, en pleno ataque del Covid-19, bastante más dinero que en 2019. Hablamos de que Ignacio Sánchez Galán, presidente de Iberdrola e imputado en el caso Villarejo por encargos de espionaje al comisario, ganó por una parte más de 6 millones de euros y por otra (acciones) más de 5 millones. El presidente de Naturgy, Francisco Reynes, llegó a los 2.158.000 euros, superando en 56.000 las ganancias de 2019. En Endesa, su consejero delegado, José Bogas, llegaría a los 2 millones y medio en diversas partidas. Pero la cosa no se detiene ahí. Ante la respuesta del Gobierno de ajustar las condiciones para rebajar la subida del recibo de la luz, y también propiciar un reajuste a la baja de los beneficios de las eléctricas, la Asociación de Empresas de Energía Eléctrica (aelec) ha respondido con amenazas, sobre todo la de cerrar las nucleares. Recuerdo cómo la ministra Teresa Ribera reclamaba hace unos días “empatía social” a esas empresas. Y me echo a llorar. La empatía, para esos aprovechados, es muy simple: cuántos ceros añaden cada año a la derecha de las inmensas cifras de sus beneficios. Se consideran intocables. Y habría que tocarlos de verdad. Soluciones existen. Otros países las han puesto en práctica. Ya va siendo hora de que se le pongan pegotes de silicona a las cerraduras de las puertas giratorias. Esta columna ya es (o eso me gustaría) un puntito de esa silicona. Un puntito, claro, sólo un insignificante puntito.
Con tanta aglomeración de noticias que no puedes digerir te alcanza una sensación de injusticia que se te come la moral. Esa maldita injusticia que cantaba como nadie Dámaso Alonso en Hijos de la ira: “¿De qué sima te yergues, sombra negra? / ¿Qué buscas?”. Y más adelante: “Hiere, hiere, sembradora del odio…”. El odio, sí. El odio. Y encima, Vox amenazando. Y a mí qué. Que amenacen. Escribir contra el odio, el suyo. Contra ellos. Eso hago. En uno de sus Cuadernos escribe José Saramago del odio que él mismo sufrió cuando el Ayuntamiento negó su nombre a la escuela de Mafra. “No se cansará nunca su odio, pero mi desprecio tampoco”. Así también el mío, mi desprecio, cuando escribo de esa extrema derecha que odia lo que toca, que lo ensucia, que lo pudre. Que lo pudre. Tampoco mi desprecio se cansa, aunque esté lo que escribo a no sé cuántas galaxias de cómo lo hacía ese maestro insobornable en la literatura y en la vida.
Las prisas mandan en el periodismo y en todo. Lo importante es ocupar el sitio central en el podio de la inmediatez. El rigor se pega puñetazos con llegar los primeros a la meta. Que tú muerdas a un pobre perro ya no es noticia porque cuando lo estén llevando al veterinario igual Díaz-Ayuso y Esperanza Aguirre han tomado Génova al asalto con doce de los suyos y Casado llora lágrimas de cocodrilo mientras Teodoro García Egea, su fiel escudero, dispara inocentes huesos de aceituna contra la tropa enemiga, bien pertrechada esa tropa con las armas de destrucción masiva que se trajo Aznar de Iraq cuando el trío de las Azores cantaba sus fechorías con acento fronterizo de Río Grande. Ironías aparte, vivimos tiempos de zozobra informativa. Pasan demasiadas cosas para que podamos gestionarlas con rigor y con tranquilidad. Las derechas lo tienen claro: fabricar mentiras a destajo para no dar tregua al gobierno de coalición. No tienen otro objetivo y lo aprovechan todo para conseguirlo. Casi todos los medios de comunicación, los grandes empresarios, el mundo financiero y la justicia están de su parte. ¡Menuda tropa!
Cuesta por todo eso no caer en la desgana, en el hartazgo, en ese cansancio que nos nubla a ratos el entendimiento: “Hay días en los que todo me cuesta”, escribe Noelia Pena en su sensacional novela La vida de las estrellas. Pero eso, que caigamos en el cansancio y el hartazgo, es lo que esas derechas persiguen: que les dejemos el camino libre para convertir la democracia en uno de sus numerosos y lamentables chiringuitos. Y eso, a pesar de las dificultades que se nos presentan a cada paso, no lo podemos consentir. Para nada lo podemos consentir. Repito aquí un grito de esperanza que me contó un amigo hace mucho tiempo y que ya he escrito no sé si aquí mismo alguna otra vez: “Nos tienen rodeados, pero no escaparán”. Pues eso.
Alfons Cervera
Artículo publicado en Infolibre