La avaricia rompe el saco
Parece que poco a poco se calma la sexta ola de esta pandemia que nos ha obligado como sociedad a mirarnos en el espejo. Por encima de los detalles, las variantes, los murmullos y los matices, hay algunas realidades generales que flotan en el agua a la vista de cualquier mirada que se detenga un minuto a observar el mar. No sé si es verdad que de todas las crisis se aprende, pero todas ellas nos invitan a tomar conciencia del lugar que habitamos y de la responsabilidad de nuestras decisiones.
En medio de la felicidad instalada como decreto en los anuncios de televisión, el virus irrumpió con sus amenazas para recordarnos nuestras debilidades de seres mortales. La dinámica fue tan abrumadora que la dignidad y el respeto que merece cada muerte, una por una, cada despedida de un ser humano, se borró bajo las estadísticas, las cifras, los altibajos y algunas decisiones homicidas. Que la Comunidad de Madrid sustituyera las decisiones médicas y ordenase no tratar hospitalariamente a los ancianos de las residencias, pasará a nuestra historia como una de las mayores infamias políticas que hemos vivido en democracia.
Dos lecciones nos dejó la herida: el valor decisivo de los cuidados como fundamento de una comunidad y el poder de la sabiduría humana. Cuidarse, comprender que el bienestar individual depende de la organización colectiva, reconocer los vínculos y articular las decisiones es la verdadera razón de la convivencia. Cuidarse entre padres, hijos y abuelos o entre los miembros de una comunidad es la razón de un contrato social democrático que colocó juntas las palabras libertad, igualdad y fraternidad.
También ha sido admirable la sabiduría humana y el poder de su ciencia que en muy poco tiempo ha reaccionado contra el virus. A los hospitales llegaron formas eficaces de tratamiento y a los brazos vacunas salvadoras. Las dos buenas lecciones de la pandemia, los cuidados y la sabiduría, se han encarnado en el sacrificio permanente del personal médico que nos asiste.
La pandemia, por desgracia, nos ha dado otra lección: el peso de la avaricia en nuestra sociedad. Que los cuidados y la sabiduría se conviertan en un negocio sin escrúpulos parece ya una inercia asumida. Si la pandemia pudo ser una descalificación humana del neoliberalismo, el neoliberalismo ha impuesto su lógica por encima de los seres humanos y el bien social.
El virus sorprendió a España en un proceso de años que había deteriorado los servicios públicos para convertir la salud y los cuidados en el negocio de las empresas privadas. La asistencia sanitaria española es la mejor demostración de la falsa idea de que el sector privado es más eficaz que el público. Si se trata de cuidar a la gente, el espacio público es siempre un tesoro compartido. Si se trata de ganar dinero, un avaro es siempre el mayor emprendedor. La desatención pública de las residencias y los centros de salud supone una agresión a la convivencia. El personal sanitario que se contrató con prisas en la crisis para parchear un sector dañado se ve ahora despedido sin escrúpulos.
Y, además, asistimos a un doble espectáculo corrosivo. Las vacunas se convierten en un negocio multimillonario y la autoridad social no tiene fuerza para defender los remedios como un bien común y un derecho universal. La brecha entre países ricos y países pobres es estremecedora, tanto como la debilidad de la política democrática en los países ricos a la hora de fijar que la sabiduría humana debe ponerse al servicio del bien público si se trata de salvar vidas.
No parece que la vuelta a la normalidad vaya a arreglar las cosas. Tal vez la pandemia sea un motivo más para recordarnos que la avaricia rompe el saco y que este planeta, si quiere sobrevivir, debería tomarse en serio la dignidad de los cuidados y de la sabiduría humana. Se trata, por otra parte, de la única manera de articular el Estado y la libertad, las normas y las conciencias individuales. El negacionismo democrático es también un virus muy peligroso en la actualidad. Nos roza las fronteras exteriores e interiores. La Europa neoliberal no supone una defensa ante los totalitarismos, sino una deriva hacia ellos.
Luis García Montero
Publicado en Infolibre