La familia
A menudo me he preguntado por qué cuando uno contrae una relación de pareja tiene que extenderla al resto de familiares del otro como si todo fuese en el mismo lote. La explicación es sencilla, si vives con alguien a quien quieres no puedes evitar conocer a sus padres, hermanos, primos y allegados. Esto unas veces sale bien como en mi caso, pero en otras es un verdadero tostón cuando hay incompatibilidad de caracteres o existen pulsiones intervencionistas que condicionan la propia relación. Desde que me emparejé allá por el año 1986, mucho han cambiado las cosas en ese terreno, hasta tal extremo que hoy la mayoría de las parejas ya no pasan por la vicaría ni celebran grandes banquetes con cientos de invitados, lo que en tiempos se llamó bodorrio. También el tipo de familia ha variado y la diversidad se ha impuesto a la uniformidad de otros tiempos. Cosas magníficas de la libertad.
Sin embargo, afortunado y mucho en ese terreno, no quería hablar de la familia que nace de la unión voluntaria de dos personas, ascendentes y descendientes, sino de esa otra que se va construyendo desde la niñez por simpatía, admiración y agradecimiento. Esta mañana, viendo uno de los primeros conciertos de Joan Manuel Serrat en Estados Unidos, he llorado, me ha brotado de los ojos un río de lágrimas como hacía tiempo no ocurría. Con los años nos vamos endureciendo o, mejor dicho, preparándonos para lo que inexorablemente tiene que venir. Veía y oía a Serrat cantar en Nueva York con la misma gracia, la misma ilusión, la misma maestría con que lo vi por primera vez hace más de cincuenta años. Él y yo teníamos medio siglo menos, su sonrisa sigue siendo la misma, idéntica su sensibilidad, maravillosas para la eternidad sus canciones; yo he engordado, perdido el pelo y otras cosas que pronunciar no quiero, pero todavía guardo intacta la capacidad de emocionarme, tal como entonces. Al oír Aquellas pequeñas cosas cantada por el público ante la cara de satisfacción del Maestro, he sentido que me temblaba todo el cuerpo, que los recuerdos se me agolpaban uno tras otro, que en esa canción corta y bellísima compuesta por un joven de veintitantos años sigue estando el sentido de la vida, que es algo que ni se compra ni se vende porque no tiene precio y, por eso mismo, está lleno de valor, el valor del abrazo, del beso, de la risa, del llanto, de la complicidad, de la solidaridad, del recuerdo donde vive nuestra vida y la de aquellos que tanto quisimos y fuimos perdiendo.
Y es ahí, en ese punto donde uno se encuentra con lo más hondo de sus adentros, oyendo a Serrat, mirando su tranquilidad, su humanidad, su capacidad para irradiar sentido y sensibilidad, cuando me han venido al corazón otros miembros de mi familia y de tantas otras familias. He recordado la voz ronca, la dicción perfecta, la generosidad, la fuerza irresistible de los ojos de Juan Diego, de quien supe por primera vez cuando la huelga de actores que organizó junto a Juan Antonio Bardem y otros compañeros. Lo recuerdo en Triunfo, la revista preferida de mi padre, con su camiseta, con su valentía, con su vitalidad. Pedían una sola función diaria, un día de descanso semanal, el pago de los ensayos y desplazamientos. Imagínense, una barbaridad. La policía franquista irrumpió en el Teatro Bellas Artes, apaleó y detuvo a varios actores que salieron tras pagar unas multas disparatadas. Juan Diego llegó a ser conocido como El Pliegos porque todas las causas justas del mundo era su causa y siempre iba con su carpeta por las calles de Madrid pidiendo firmas e invitando a la gente a protestar. Luego, dos años después, apareció en televisión en un magnífico corto electoral pidiendo el voto para el Partido Comunista. La primera vez que lo vi en pantalla fue en La Criatura, una película de Eloy de la Iglesia en la que también salía otra persona de mi familia que había participado también en la huelga de actores. Era Ana Belén, aquella niña de Zampo y yo, que llegó a ser uno de los iconos de resistencia al franquismo y una de las personas más queridas por Juan Diego y por muchísimos de los que vivíamos en aquel país y en éste. Todavía recuerdo escenas de aquella película, que no era buena, pero en la que era un placer ver a Juan y Ana. A ella la quise desde que la vi en algunas novelas televisivas de última hora de la tarde; a él desde aquella huelga y desde que intervino en un debate sobre el franquismo en La Clave. Callado, con su sonrisa socarrona, aguardó su turno de palabra sin decir ni pío. Cuando llegó su hora, sacó un grueso libro, lo abrió y estaba hueco. Entonces dijo: “Este es el pensamiento de Franco”.
Nacemos, crecemos, maduramos y morimos. Algo parecido sucede con los frutos de los árboles. Empero, en nuestro transcurrir por la vida vamos siendo modelados por esa familia con la que no compartimos lazos de sangre pero que es tan necesaria como el aire que respiramos trece veces por minuto. Muchas veces es el azar quien te guía para formar esa familia maravillosa, otras los padres, los amigos o la naturaleza. Es una suerte, una gozada, una inmensa satisfacción tener como dentro de mi familia interior a Antonio Machado, Francisco Giner de los Ríos, Carlos Esplá, Luis Eduardo Aute, Joan Manuel Serrat, Pablo Guerrero, Emilio Lledó, Fernando Fernán Gómez, Ana Belén, Juan Diego, Silvio Rodríguez, Marcos Ana, Claudio Abbado, Bruce Springsteen, Charles Laughton, José Sacristán, Nina Morgan o el Canijo de Jerez.
Podrían haber sido otros, Manolo Escobar, el Fary, Arturo Fernández, Bertín Osborne, Pablo Motos, Mark Zuckerberg o Manuel Fraga Iribarne. No fue así, éstos fueron -son- parte de mis pesadillas, de mi tortura, de mi inanidad, siempre alrededor, en todos los medios, abofeteando lo bello, exaltando la vulgaridad más ramplona y deforme, el mal gusto. Buscar la belleza es también buscar la justicia, los palacios más bellos no lo son si en derredor suyo crecen las chabolas. Buscar la belleza no nos asegura encontrarla, pero en el trayecto hacia ella, en el intento, es magnífico contar con esa familia a la que no conoces pero que te ha ido llenando de sensaciones próximas a la plenitud. No menos bueno es el agradecimiento, la gratitud, el reconocimiento hacia quienes tanta belleza han creado mientras otros destruían la que ya estaba aquí.
Con el recuerdo perenne de Juan Diego como símbolo de esa familia, con el deseo de que El Rubius y Elon Musk no sean más que fantasmas de un mundo atroz que nunca culminará, abrazo la esperanza de que regrese la cordura, la fraternidad y la paz que merecen quienes vienen detrás, quienes todavía esperamos otro milagro de la primavera.
Pedro Luis Angosto
Publicado en Nueva Tribuna