Ser sólo padre
Mi contribución al bien común, a la historia de la humanidad y a la posteridad se concentra en esa personita que lleva la mitad de mi código genético. Si me definiera de cualquier otra forma, le estaría traicionando.
Hay una idea del feminismo de segunda ola, poderosísima de puro sencilla (históricamente, las cosas más elementales han sido las más difíciles de enunciar): la mujer no es solo una madre. Separar la maternidad de la condición femenina es una premisa básica de la liberación de la mujer que algunos feminismos de la diferencia tienden a despreciar. Resistirse a ser reducidas a madres –potenciales o en acto– e insistir en que la identidad de cualquier mujer se construye con muchas otras cosas, entre las cuales puede o no estar la maternidad, y que esta no tiene por qué encabezar la lista ni subordinar otros rasgos, es una conquista innegociable.
Tengo amigas que padecen mucha exposición pública y guardan casi en secreto su condición de madres porque no quieren que influya en la imagen que el mundo se hace de ellas. Cuando las miran, quieren que aprecien a las profesionales soberbias que son, no a unas madrazas. Y yo las entiendo, desde el privilegio de una masculinidad donde nadie me va a medir por el rasero de los hijos. Puedo tenerlos o no tenerlos, y presumir de ellos o callarme, sin que eso afecte en nada a la valoración que los demás hacen de mí. A mis amigas, eso no les pasa: aunque el discurso antinatalista abunde por todos los foros, esparciendo la especie de que la sociedad obliga a las mujeres a ser madres, cualquiera sabe que la maternidad es una maldición para quienes tienen ambiciones profesionales o, simplemente, aspiran a trabajar en igualdad con los hombres.
Por eso, entre otras razones, hay que insistir mucho en esa premisa que separa la maternidad de la mujer. Su poder liberador traspasa la condición femenina y nos alcanza a todos, dándonos fuerza para definirnos como nos dé la gana. Así, desde mi barba y mis testículos, yo puedo desandar ese camino y reducirme a ser sólo un padre.
He hecho algunas cosas interesantes en mi vida. Si me muriera ahora mismo, lo haría feliz, en paz y orgulloso por mi trabajo y su eco en la sociedad. Al monstruo de mi ego no le falta alimento, lo tengo bien cebado de reconocimientos, y podría poner mis libros y el resumen de mi carrera en un escaparate y decirles a los paseantes: «miradme, esto soy yo». Pero les estaría mintiendo, porque ocultaría el único motivo de orgullo real que tengo.
No me importaría ser reducido al padre de Daniel (o al papá de Daniel, como me llaman sus amigos del colegio, borrándome hasta el nombre). No solo no protestaría, gritándole al cielo que soy algo más que un progenitor, sino que sacaría pecho. De todas las cosas que he logrado en la vida, ninguna es tan buena como él. Su existencia da por justificada la mía, la satura de sentido.
Una preocupación tópica y melindrosa de algunos que se plantean tener hijos es si es justo engordar un planeta superpoblado con una persona más. O peor: si tienen derecho a traer a otro desdichado in hac lacrimae valle. Paparruchas. Yo tengo la certeza de que he mejorado el mundo. Este planeta es mejor desde que mi hijo vive en él. Su mera presencia lo hace más divertido, más inteligente, más amable y más gozoso. Conforme crece, mi hijo se revela como un buen tipo que alegra la vida de sus amigos y apunta trazas de ciudadano sensacional, mucho mejor ciudadano de lo que seré yo jamás, curioso e interpelado por los sufrimientos ajenos. No conozco mejor compañía que la suya. Con nadie me lo paso mejor (y entre mis amigos se cuentan algunas de las personas más divertidas y listas de España y Portugal).
Cuando me gasta una broma y me río hasta que me da flato, doy por bien empleada la revolución neolítica. A la mierda Yuval Noah Harari y su teoría de que el homo sapiens solo ha causado dolor desde que se hizo sedentario y renunció a cazar y a recolectar.
Si me definiera de cualquier otra forma, le estaría traicionando. Mi contribución al bien común, a la historia de la humanidad y a la posteridad se concentra en esa personita que lleva la mitad de mi código genético. Lo proclamo por todas aquellas madres que no pueden decir algo así sin que las llamen falangistas, retrógradas o brujas católicas que quieren volver a encerrar a la mujer en la cocina, de donde solo podría salir para ir al paritorio. Lo digo desde la libertad de mi privilegio masculino, que me deja proclamarme lo que me dé la gana sin que caigan maldiciones sobre mí. No hago proselitismo, allá cada cual con sus orgullos y vergüenzas. Me importa poco si la tasa de natalidad baja o sube. Tan solo digo que, cuando me escriban una elegía fúnebre, no hará falta que investiguen mi currículum en Google ni que copien bien los títulos de mis libros. Con que anoten que engendré a Daniel (ni tan siquiera que lo crié, no me quiero arrogar más mérito que el de su mera existencia), estarán contando una vida bien vivida.
Sergio del Molino
Publicado en Ethic