Amigos de infancia
Los amigos son la parte dulce de la vida, no una prolongación de la amarga. En otras palabras: no caben reproches, rencores ni registros de agravios. Tampoco obligaciones ni agendas. No es que a los amigos se les perdone todo, es que ni siquiera hay que propiciar situaciones que requieran perdón.
Se acercaron al terminar la charla, en compañía de esos asistentes tímidos que nunca preguntan en el turno de ídem, pero abordan al conferenciante cuando éste se ha quitado el micrófono para susurrarle tres o cuatro cosas en la intimidad. Allí era muy fácil el abordaje, pues el sarao transcurría al aire libre, en una pradera de los Alpes italianos, y no había foro por el que hacer mutis. Era una pandilla de amigos cincuentones de viaje por las montañas. Me propusieron invitarme a una cerveza en el bar del refugio y charlar un rato, pues les interesaba mucho lo que había expuesto sobre el fin de la vida rural, el desarraigo contemporáneo y esas cosas. A mí me interesaban ellos, qué carajos hacían allí, en ese culo del mundo, y por qué seguían con tanta atención los parlamentos de un grupo de escritores europeos pudiendo hacer cualquier otra cosa con sus vidas.
Eran una banda muy simpática de señores con la cabeza bien sentada. Uno era arquitecto; otro, ingeniero jefe de una marca de automóviles; el de más allá, catedrático de humanidades… Eran amigos de la infancia, crecidos en una ciudad italiana pequeña de provincias en la que ninguno vivía ya. La vida los había desperdigado por Milán, Roma y el extranjero, por eso se reservaban unos días cada dos veranos o así para hacer un viaje juntos, sin parejas ni hijos. Parecía el comienzo de una de esas películas de la crisis de los cuarenta, con los viejos amigos encerrados en una cabaña. Esas pelis suelen desembocar en melodrama (si alguien destapa la caja de los truenos y cita los agravios y los tabúes) o en terror (si un monstruo sale del bosque y se los come a todos). Cuando uno de los amigos amanece muerto al segundo día, la trama desemboca en Diez negritos, y el asesino es el único del que no sospechábamos nada. Me aseguraron que aún no habían matado a nadie y que el plan era comer, beber, pasear y reír, y tenían prohibido contarse las angustias de su vida allá abajo. Seguían el sabio precepto del actor Antonio Gamero: «A mis amigos no les cuento mis penas, que los divierta su puta madre». Por eso se los veía tan a gusto, tan en familia de verdad, pura armonía.
Tal vez ayudaba que la vida los había desperdigado geográficamente, pero no biográficamente. Se habían convertido en profesionales que brillaban en lo suyo, con sus carreritas apañadas. No había nadie que hubiera dejado los estudios o cuya vida discordase mucho con el resto. Ni siquiera el grupo de Amici miei, la comedia italiana que más justicia les hacía, estaba tan bien avenido (me refiero a una exitosísima serie de pelis de los años setenta que narra las barrabasadas de un grupo de cincuentones gamberros: inolvidable la escena de la estación de Milán, cuando reparten bofetadas a los viajeros asomados a las ventanillas al partir el tren). El más bruto y necio de los personajes, el tendero Necci, era el más rico, y el único noble, el conde Mascetti (un Ugo Tognazzi en la cumbre de su vis cómica), vivía arruinado en un sótano mohoso. Por bufa que fuese aquella película, era mucho más verosímil que estos excursionistas alpinos al retratar a un grupo de amigos de la infancia que se siguen tratando en la madurez. Lo habitual, por pura cuestión de probabilidades, es que esos amigos que lo fueron tan solo porque se sentaban juntos en el colegio se vayan diferenciando mucho unos de otros, conforme se separan en los desvíos de la vida y uno va a FP y otro hace un doctorado, y a unos les va bien y otros son unos tristes.
Parecían tan ficticios que daban envidia. Bueno, los envidiaba yo, que no tengo amigos de infancia y jamás me he asomado a una reunión de antiguos alumnos. Mantener un grupo así requiere un trabajo y una constancia contrarios a mi forma de entender la amistad y el amor, que se basa en un mandamiento (además del de Gamero): si hay que esforzarse, no merece la pena. No creo que las relaciones haya que trabajárselas, detesto la idea del sacrificio. Deploro la metáfora de cultivar amistades. Se cultivan las cebollas, los hijos, los saberes, los gustos estéticos y las vocaciones profesionales. Los amigos y los amores, en cambio, se disfrutan. No hay que regarlos ni abonarlos ni esperar que broten, están ya ahí, puestos sobre la mesa, en sazón. Los amigos son la parte dulce de la vida, no una prolongación de la amarga. En otras palabras: no caben reproches, rencores ni registros de agravios. Tampoco obligaciones ni agendas. No es que a los amigos se les perdone todo, es que ni siquiera hay que propiciar situaciones que requieran perdón.
El sacrificio no alude a los profesionales de la amistad, como mi querido Edu Galán, que ha hecho de la amistad un arte refinadísimo y una dedicación a tiempo completo. Pero Galán no se esfuerza, le sale así. Cuando organiza un fin de semana en Asturias y agasaja a sus cuates con comida y vino no está sacrificándose, sino gozando como el que más. Por amistad esforzada me refiero a esas relaciones en las que hay que medir las palabras, callarse las opiniones y mantener el decoro, sin relajarse jamás, sin aceptar al otro ni dejar que el otro te acepte. Es natural perder a amigos por enfriamiento y distancia, pero es intolerable perderlos por votar a partidos diferentes o chorradas análogas. Si eso sucede –y lo escribe alguien que ha perdido amigos por publicar columnas de opinión–, es que la amistad era una alucinación cordial. Uno de los dos supuestos amigos se estaba engañando.
Para que los amigos de toda la vida sigan siéndolo en la senectud se requiere también un esfuerzo. Alguien debe mantener viva la panda, actualizando los vínculos y cambiando las amarras al poste del pasado, que se desgastan mucho con los años. Un grupo de amigos de la infancia es como una casa de pueblo: necesita manos de pintura y reformas periódicas, aunque solo se disfrute una semana al año. Supongo que compensa reencontrarse en esa semana, constatar no solo que la casa sigue en pie, sino que uno mismo aguanta, que no todo se ha hundido en el naufragio cínico de la edad y que aquel yo lejanísimo e infantil late constante, aunque a veces su latido sea débil y no se encuentre su pulso. Claro que, para ello, te tiene que gustar tu infancia. Tiene que saberte buena la magdalena de Proust, y a mí me sabe a amoníaco. El pasado es una patria de la que todos salimos, pero unos salen de ella exiliados, muy a su pesar, y otros huimos con alegría y sin mirar atrás. Los que hemos encontrado nuestra patria en los amigos que aparecen de adulto no solemos encajar en las pandas de toda la vida. Constatar que el niño aquel sigue vivo en el cuerpo del mayor no nos reconcilia, sino que nos perturba. Abandonamos a ese niño hace tiempo y confiamos en que muriese debidamente. Es escalofriante comprobar que sigue respirando.
Aun así, desde la plenitud del presente, desde esa casa de nueva planta que nos hemos comprado y donde somos felices porque no recuerda para nada a los veranos escolares, envidio a esos cincuentones que no se temen a sí mismos y son capaces de ir y volver a su pasado con la misma alegría con la que suben y bajan esas montañas de los Alpes. Me cuentan que han aparcado los coches en el otro valle, a dos horas de caminata, y que pasado mañana emprenderán el regreso. Cada cual se montará en su auto y se desperdigarán por el mapa de Italia, cada cual a su familia y a su despacho. Qué paz, qué maravilla, qué forma tan filosófica de vivir. Qué lástima que ninguno sea escritor y nadie haga con su historia un libro sin melodrama, sin terror y sin crimen.
Sergio del Molino
Publicado en Ethic