La Ley de Garantía de la Libertad Sexual ha desatado esta semana una tormenta política y mediática porque su entrada en vigor ha posibilitado que condenados por delitos sexuales puedan solicitar una revisión de penas ya impuestas. Varios tribunales han aplicado reducciones que han incluido excarcelaciones y han saltado todas las alarmas. En un contexto político como el nuestro, en el que el punitivismo ha permeado el sentido común, nada activa más nuestra sensación de inseguridad que la idea de delincuentes saliendo de las cárceles. Es más, son justamente este tipo de delitos, los delitos de violencia sexual, los que en las democracias actuales más fácilmente desencadenan la demanda social de fuertes castigos. En el caso español, tras sucesivas reformas que recargaron nuestro Código Penal, algunas penas para los delitos de violación han llegado a equipararse a las penas por homicidio. La violencia sexual contra las mujeres es muy a menudo la baza perfecta para defender las políticas penales más duras y como muestra de ello sólo hace falta mirar cómo las extremas derechas la usan para criminalizar a poblaciones migrantes y defender la prisión permanente o la pena de muerte. Cómo abordar hoy, en nuestro presente político, la violencia sexual, qué discursos construir sobre ello y qué políticas públicas poner en marcha es una de las cuestiones políticas más sensibles y delicadas a las que nos enfrentamos desde los feminismos. En ello nos jugamos la posibilidad de escapar a los marcos de las extremas derechas o el riesgo de caer por entero dentro de ellos y colaborar en el avance de sentidos comunes punitivos y reaccionarios.
La Ley integral de Garantía de la Libertad Sexual ha sido criticada por numerosas feministas porque consideramos que implica un aumento del punitivismo. Es una ley que entiende que la libertad sexual se garantiza desde la política penal y que supone una ampliación de las conductas delictivas: endurece penas anteriores e introduce castigos que antes no existían. Estas críticas las hicimos no solo muchas feministas, sino también la judicatura progresista. Jueces y Juezas para la Democracia criticó “un endurecimiento de un marco penal ya muy severo” y el Grupo de Estudios de Política Criminal advirtió, en la misma línea, que ”la respuesta penal se ha endurecido en un marco en el que las penas ya estaban sobredimensionadas tras sucesivas reformas del Código Penal”. En términos generales, los informes señalaron el aumento penal global y, en efecto, siendo esta la tónica general, quedaron más escoradas las pocas llamadas de atención que algunos juristas hicieron sobre la posibilidad de que la fusión de los delitos de agresión y abuso abriera también la puerta a un efecto no buscado por el legislador: una rebaja de algunas condenas. Hoy la discusión mediática se centra en este efecto colateral imprevisto, lo que permite hablar de chapuzas, buscar quién tiene la culpa de qué y analizar esto en relación con el culebrón interno al Gobierno de coalición. Un ejemplo de qué quiere decir que los árboles no permitan ver el bosque: para hacer un análisis político del fondo de la cuestión y buscar salidas posibles es preciso volver a abrir la mirada y localizar no tanto dónde está el error individual particular, sino cuál es el problema general.
El problema no es que algunas penas, por cierto no muchas, puedan verse reducidas con una reforma penal —algo cuya resolución final tendrá que esperar al Tribunal Supremo—, el drama es que esto solo pueda ser una gigantesca hecatombe política y electoral. El problema es que, teniendo uno de los códigos penales más duros de Europa, resulte incluso directamente inconcebible que una reforma penal sobre delitos sexuales pudiera rebajar algunas penas (cuando, por cierto, incrementa otras). El problema es justamente que identifiquemos que lo peor que puede pasar y lo que más desprotege a las mujeres es una moderación de las condenas, como si acaso la protección de las mujeres dependiera de la dureza de las penas. Si algo debemos aprender de las últimas décadas es que una política que pretende enfrentar la violencia machista desde el ámbito penal es una política fracasada. Los problemas estructurales —y la violencia de género lo es— no se solucionan con castigos y es la creencia en la centralidad del castigo y la imposibilidad de pensar políticas más allá de lo penal, lo que nos ha conducido a una respuesta institucional ineficaz. Deberíamos estar reduciendo el peso de las respuestas penales y reforzando todas las políticas económicas, redistributivas, sociales, educativas, culturales que sirven para prevenir en vez de castigar. Probablemente, la mediatización del feminismo y una política institucional hecha al calor de polémicas judiciales ha tenido efectos perversos. En un clima como el que tenemos son rentables a corto plazo las políticas de la alarma y la respuesta rápida, pero esas no son las que salvan vidas. Lo que ha ocurrido estos días ha situado una vez más el debate sobre la violencia machista en el ámbito penal y ha puesto a la sociedad a pedir penas más duras en lugar de aportar soluciones más eficaces para las mujeres.
Venimos desde hace años cargando las tintas en una dirección que ahora sólo puede volverse contra nosotras y que ha abonado el terreno para que sean las derechas las que van a recoger las ganancias. Si este Gobierno hubiera apostado por una política feminista no punitiva, hoy estaríamos en condiciones de defender que el problema fundamental no es en ningún caso que bajen las penas, que eso no tiene por qué hacer mala a una ley, ni eso implica en absoluto una ley que proteja menos a las mujeres. Pero mantener la apuesta punitiva, incorporada en el corazón de esta reforma legal, ha hecho que hoy tengamos, aparte de un Código Penal engrosado, un debate situado en marcos conservadores totalmente funcionales a los mensajes de alarma social que el Partido Popular y Vox van a lanzar sin descanso.
Que los árboles no nos impidan ver el bosque quiere decir hacernos estas preguntas: ¿Qué sería un feminismo capaz de ganarle a la extrema derecha? ¿Cómo demostrar que existe otra política posible a sus discursos revanchistas y vengativos? ¿Cómo neutralizar los intentos de instrumentalizar la violencia contra las mujeres al servicio del racismo y el autoritarismo penal? ¿Cómo construir sentidos comunes alternativos a los que alimentan a Vox? Son preguntas urgentes en nuestro contexto político general y hay que darles respuesta. Jamás se puede utilizar el feminismo para aprobar códigos penales aún más duros, jamás se puede llamar feminismo al punitivismo y jamás se puede llamar machismo al garantismo penal. Los árboles en esta crisis son algunas condenas recortadas, el bosque el endiablado marco generalizado de populismo penal en el que nos sumergimos cada vez más. Y si algo da pruebas del entuerto en el que estamos es que el propio Ministerio de Igualdad haya emprendido una huida hacia adelante que pasa por identificar la limitación penal y las interpretaciones jurídicas menos duras con la “justicia patriarcal”. Es obvio que la judicatura incorpora prejuicios machistas y que la formación es necesaria, pero la aplicación de la norma más favorable para los condenados (y su retroactividad si les beneficia) es un principio básico del derecho penal que todo gobierno de izquierdas debe legitimar y defender. Nuestra mirada no ha de fijarse en la intención de quienes hoy piden rebajas de condenas o quienes las conceden —sin duda algunos de ellos machistas—. Nuestra obligación es pensar en los efectos de todo esto. Si algo refuerza el carácter autoritario, castigador y patriarcal del Poder Judicial es dejar de defender desde el feminismo el derecho penal mínimo, las garantías jurídicas y los principios constitucionales que justamente la derecha punitiva pretende abolir. ¿Desde cuándo ha asumido la izquierda que la respuesta es la represión, el castigo y el Código Penal y no la reinserción y la transformación de la sociedad? Cuando tenemos a las puertas una reacción dispuesta a usar la violencia machista como excusa para sus políticas autoritarias, dejemos de hacer estos peligrosos discursos y salgamos de una vez de este enfangado clima punitivo dentro de cuyas redes ni las mujeres ni el feminismo ni las izquierdas ni las mayorías sociales tienen nada que ganar. El debate sobre las penas nos mete de lleno en el marco de la derecha, salgamos urgentemente de ese lugar.
Clara Serra es filósofa e investigadora en la Universitat de Barcelona; Paloma Uría es doctora y militante feminista; Cristina Garaizabal es activista feminista y psicóloga; Noemi Parra es Profesora de Trabajo Social de la ULPGC. Firman también este artículo Empar Pineda, Nanina Santos, Maria Nebot, Mamen Briz, Sara Rodriguez, Concha García, Josetxu Ribiere, Alba Pez, Maria Teresa Marquez, Belén González, Isabel Cercenado, Jara Cosculluela, Zelia Garcia y Miquel Missé.
Artículo publicado en El Pais