Todo a la vez en todas partes y algo más
Todo a la vez en todas partes. Como el lector conoce, éste es el título de la película que ha cosechado siete Oscar, entre ellos los de mayor repercusión popular. Difícilmente se me hubiera ocurrido pensar, en cualquier otro momento, que este artículo se iniciaría con una crítica de cine. Me anima a ello saber que a un profesional, como Carlos Boyero, le ha costado hasta tres veces llegar al final del film. A servidor le ha costado todavía más. Una cinta que, pese a ser pregonada por expertos y recibir diversos galardones previos, carece de lógica, estética y argumento comprensible. Hay quien lo justifica hablando del metaverso o de universos paralelos, pero toda esta retórica me recuerda la que se servía para aderezar la filmografía de algunos directores en aquellos cinefórums de los años setenta que proyectaban sesudas obras de arte y ensayo: un cine que, según se nos decía, ocultaba simbolismos, complejas y abstractas explicaciones de la realidad, profundidades que apenas podían descubrir los sabios con sensibilidad suficiente.
En tales momentos, los más guardábamos un tímido silencio, hijo a partes iguales de la ignorancia, la timidez y el respeto que nos merecían los conductores de las sesiones. Abandonábamos la sala, ya fuese de cine o de alguna residencia de estudiantes, asintiendo a las manifestaciones de los más atrevidos (y probablemente sensibles eruditos) que, con seguridad dogmática, expresaban su admiración y señalaban alguna escena, adjudicándole laudatorias y rimbombantes apreciaciones. Más o menos al mismo tiempo nos ocurrió algo parecido con una abundante literatura ensayística que saltaba del materialismo histórico al desapego de lo material, del psicoanálisis al existencialismo y del nihilismo a la lógica matemática. Un batiburrillo que nos hería el amor propio con nuevas lanzadas de vergonzante ignorancia y nos golpeaba las meninges sin que se prendiera la luz necesaria para la comprensión de tan elevados saberes. Desde entonces, soy algo más que reacio a los productos intelectuales de profundidad insondable que no lleven consigo un buen y claro libro de instrucciones.
Viene a cuento esta digresión porque mucho me temo que Todo a la vez en todas partes constituye una versión actual de aquellas creaciones, visuales o ensayísticas, que nos vendían a precio de complejo de inferioridad. Pero con la adición de una maldad: la de testar cuánto y qué aguantamos sin protestar. Un ejercicio de comprobación que ya se ensayó en los peores tiempos de la corrupción para calibrar el alcance de la impunidad. Un tipo de prueba que se encuentra presente en el actual uso del lenguaje, con el empleo de expresiones agresivas y amenazantes incluso en los círculos donde la palabra lo es casi todo, como el Congreso o los parlamentos autonómicos. Un terreno de maniobras que identifica el nivel de resistencia de las personas ante el uso de la falsedad, la insolencia y la descalificación sin fundamento y, en particular, de la proveniente de las redes sociales y los medios de comunicación agrupados bajo el signo de la intransigencia. Un conjunto de experiencias que permiten un cálculo aproximado del nivel de influencia que somos capaces de digerir en diferentes situaciones y mediante el uso de diversos filtros. Un trabajo que segmenta a la población por su propensión al morbo, el odio, la irritabilidad o la facilidad de manipulación, entre otras variables emocionales. Una tarea que, en el caso de la película mencionada, estima hasta qué punto la avalancha de juicios encomiásticos y premios cosechados es capaz de sustituir nuestras opiniones personales por una teórica y mayoritaria opinión pública fiel hasta las cachas a tal engendro cinematográfico.
Estas artes de manipulación son las aplicadas, asimismo, por quienes, con sus productos digitales, desean desplazar las capacidades humanas que todos conocemos y aplicamos en nuestras vidas. De ellas forma parte la imaginación; pero, ahora, el metaverso se ofrece como cómoda alternativa: ¿para qué crear un mundo imaginario mediante nuestra mente si, tras la elección de un avatar, podemos desplazarnos por las galerías y escenarios que el dueño del metaverso nos ofrece, aportando una abundancia de escenas que cubren las demandas de los más caprichosos sin más que emplear unas gafas de visión aumentada? Un metaverso que, idealmente, puede contener, durante el tiempo que deseemos, el recuerdo de la dura realidad amasada con las harinas de la hipoteca, el empleo precario, la lejana emancipación, la conciliación averiada o las desgracias familiares. Mejor huir, aun cuando sea durante un rato, que soportar las espinas de la rememoración. Mejor oxidar la facultad de imaginar e intercambiarla por esa nueva especie de soma que parece tomado de Aldous Huxley en Un mundo feliz.
Tal parece como si el negocio de neutralizar algunos cimientos de lo que entendemos por ser humano, -capacidad crítica, imaginación, gestión de nuestras libertades individuales desde el respeto a los demás-, avanzara a marchas forzadas. Y, para ratificarlo, más allá de las urgencias económicas que están provocando vibraciones dolorosas en las empresas tecnológicas, nos es dado observar, mediante sucesivas entregas, ese nuevo producto de la inteligencia artificial, -la AI generativa-, que produce documentos y otros materiales a la medida de lo solicitado por el usuario. Todavía cometiendo errores y con escapes de lenguaje inapropiado, pero bajo la promesa de que pronto evitará que tengamos que bucear en nuestro cerebro cuando precisemos, por ejemplo, redactar un artículo como éste, -le aseguro que, de momento, no es el caso-, o construcciones literarias más complejas: otro mordisco al ejercicio de nuestra mente, a la oxigenación del lenguaje que utilizamos, a la búsqueda de la creatividad, a la comprensión por uno mismo de lo que le rodea y su explicación a otros seres humanos.
Manipulación de los juicios críticos, acostumbrarnos al lenguaje extremo y a los malos humores sociales para que éstos dispongan de nuevos activistas, ahuyentar la imaginación, disipar la propia realidad, desconectarnos de la creatividad… y sólo estamos al principio.
Manuel López Estornell
Publicado en Valencia Plaza