«Las ciudades son tan buenas como lo son sus líderes»
La arquitectura no es solo arte o funcionalidad. También ha sido uno de los motores clave para entender los cambios sociales e incluso para propiciarlos. De hecho, en el siglo XXI, la arquitectura puede ser una de las piezas fundamentales para abordar la emergencia climática. Norman Foster (Mánchester, 1935) lo tiene muy presente. El arquitecto –uno de los grandes nombres del siglo XX y Premio Pritzker en 1999– es uno de los máximos exponentes de la innovación urbana. Al hilo de la exposición retrospectiva que le dedica el parisino Centro Pompidou, Foster desgrana qué futuro le espera a la arquitectura y, por tanto, a las ciudades que habitamos.
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El coche fue el rey del siglo XX. El diseño de nuestras ciudades y nuestros edificios se hizo pensando en sus necesidades, pero, si queremos sobrevivir al calentamiento global, el automóvil no puede continuar su reinado. ¿Qué debería regir al diseño urbano y la arquitectura de este nuevo siglo?
En nuestra era, la movilidad afecta a las personas, las cosas y la información. Al mismo tiempo, estamos viviendo el auge de la inteligencia artificial, que podría tener un efecto profundo en la ciudad del futuro. Si analizamos las tendencias de cambio en la movilidad, vemos que algunas ya están aquí, mientras que otras todavía están por llegar. Nos alejamos de los combustibles fósiles y vamos hacia vehículos de propulsión eléctrica. Todo esto sucede en un momento en el que las nuevas generaciones evitan tener coche en propiedad y prefieren optar por servicios de car sharing. Además, pisando los talones a la revolución de la bicicleta, llegan las motos y las bicicletas eléctricas. De fondo, asoma la perspectiva del uso de drones para el transporte aéreo de personas y cosas. El resultado es el de menos vehículos circulando al mismo tiempo, aunque la mayoría en constante movimiento, de forma silenciosa y segura. Esto permitiría liberar grandes espacios en las ciudades que podrían utilizarse para otros fines. Los aparcamientos de varias plantas podrían quedar obsoletos y en los próximos años, por ejemplo, convertirse en huertos urbanos. En la ciencia ficción del pasado, los monorraíles eran uno de los símbolos del futuro. Hoy en día, gracias a los avances en las baterías y los sistemas de propulsión eléctrica, puede que sean una opción cuando inevitablemente se reconsidere el transporte público en términos de comodidad y densidad. Disponer de más espacio público brinda una excelente oportunidad para plantar árboles a gran escala con los que mejorar el aspecto y bajar la temperatura de las ciudades gracias a su absorción de dióxido de carbono.
La historia indica que, después de una crisis como la pandemia de la COVID-19, las ciudades salen fortalecidas. ¿Cómo cree que será el desarrollo urbano? ¿Es la ciudad verde una realidad posible?
La historia nos dice que las ciudades cambian como respuesta ante una situación de crisis gracias al uso de nuevos materiales y métodos de construcción. En todos estos casos, las ciudades se han transformado para mejor. Por ejemplo, el Gran Incendio de Londres de 1666 obligó a crear los códigos de construcción que darían origen al ADN de la ciudad georgiana, con sus elegantes hileras de casas adosadas de ladrillo a prueba de incendios. La respuesta a la epidemia de cólera de mediados del siglo XIX fue la creación del Thames Embankment y el sistema de alcantarillado, que impidió que el Támesis se convirtiera en un desagüe a cielo abierto. En el mismo siglo, la preocupación por la salud dio lugar a un aumento del número de parques y jardines públicos, como ocurrió con Central Park en Nueva York. A principios de siglo, además, el transporte se hacía a caballo, por lo que las grandes ciudades se vieron desbordadas por el estiércol que amenazaba a la población con enfermedades y malos olores. El automóvil se erigió como salvador y limpió las calles antes de que acabara convirtiéndose a su vez en el villano contaminante de nuestro tiempo. Más recientemente, los smogs de Londres o Los Ángeles en los años 50 o 70 dieron lugar a la promulgación de las leyes de aire limpio y al cambio del carbón al gas.
¿Cuál podría ser el equivalente en nuestro futuro? Antes de la pandemia predije muchas de las tendencias positivas que estamos viendo, pero ahora hay algo nuevo: una «actitud» y una voluntad, incluso una impaciencia, a nivel popular por lograr un cambio positivo en las ciudades. Prueba de ello son las iniciativas llevadas a cabo durante la pandemia, como la creación de 650 kilómetros de carril bici en París, la ampliación de las aceras en las principales arterias de Londres o la toma espontánea y ad hoc de las calles por parte del comercio y la restauración. En otro momento, cualquiera de estos cambios hubiera sido objeto de largos e intensos debates. Respecto a si una ciudad más verde es una realidad posible, veamos tres ejemplos de las últimas dos décadas. El proyecto de Madrid Río recuperó 800 hectáreas de terreno gracias a la soterración de una autopista y la construcción de un nuevo parque de 8 kilómetros de longitud. El proyecto Big Dig, en Boston, eliminó una autopista elevada para dar lugar a más de 120 hectáreas de nuevos parques y espacios abiertos. Y en Seúl, la iniciativa Cheonggyecheon permitió recuperar un río que había sido cubierto en la década de 1950 y eliminar una autopista elevada para crear 100 hectáreas de espacio recreativo público en el centro de la ciudad. Todos estos proyectos, además de crear espacios públicos útiles, reducen la contaminación, mejoran la biodiversidad, revalorizan el mercado inmobiliario, mejoran la seguridad y, sorprendentemente, mejoran el tráfico.
Siempre he creído en el poder beneficioso de la belleza, el placer y nuestra conexión con la naturaleza, si bien estos imperativos han sido intuitivos y subjetivos durante décadas. No ha sido hasta hace poco que en los estudios científicos se han empezado a cuantificar los beneficios tangibles de algunas de estas cualidades, como los edificios que respiran, tienen vistas o reciben luz natural. Por ejemplo, ahora sabemos que los pacientes hospitalizados que tienen vistas a un jardín se recuperan más rápidamente y reciben el alta antes que aquellos cuya cama está frente a una pared blanca. Este es el poder del diseño. Un edificio es un organismo, no una máquina. Todo nuestro trabajo se basa en la creencia de que el contacto con la belleza y la naturaleza favorece un estilo de vida más sano, tanto física como mentalmente. Si el diseño es la respuesta a las necesidades materiales y espirituales de las personas, estoy convencido de que la arquitectura de calidad que trabaja en conexión con la naturaleza puede ofrecer más y ser más hermosa.
Durante su mandato, Trump firmó un decreto por el que se establecía la arquitectura clásica como el estilo preferente para los edificios públicos. Hoy en día, sin embargo, son las modernas zonas financieras de las capitales las que suelen ser un reflejo del poder. ¿Cómo cree que se reflejará la política en la arquitectura del futuro?
No debería ser una cuestión de estilo, sino de calidad. Las ciudades son tan buenas como lo son sus líderes. En este sentido, la política, la arquitectura y el urbanismo siempre estarán conectados, como así ha sido a lo largo de la historia. En la Antigua Grecia, los médicos hacían un juramento para defender los valores éticos y los ciudadanos se comprometían a dejar la ciudad mejor de lo que la habían encontrado. Esta fue la inspiración para la declaración de las Naciones Unidas que me pidieron encabezar en San Marino en 2022. Mi intención fue invitar a todas las partes a sumarse; no solo a arquitectos e ingenieros, sino también a gestores y políticos. Sus principios de sostenibilidad e inclusión se conectan a la planificación, el diseño urbano y la arquitectura. Son los ideales que han inspirado mi trabajo y el de mis compañeros de profesión en las últimas seis décadas.
Desgraciadamente, Ucrania puede ser uno de los laboratorios urbanos del futuro. ¿Cómo se debería reconstruir un país entero según sus principios arquitectónicos?
La guerra en Ucrania es una enorme tragedia. En abril de 2022, como con- secuencia de la guerra y en el marco del Foro de Alcaldes de Naciones Unidas, el alcalde de Járkov, Ihor Terekhov, me pidió que encabezara un plan para la re- construcción de la ciudad. Desde ese momento, la Fundación Norman Foster ha estado en contacto con los líderes de la comunidad local, los arquitectos y los profesionales de Ucrania para formar un equipo de trabajo multidisciplinar de asesores internacionales. Coordinados por la fundación y por la compañía Arup, el equipo está recabando datos, definiendo estrategias urbanas a largo plazo y creando proyectos piloto para su estudio inmediato. El equipo colabora desinteresadamente y el trabajo continúa. Se trata de un proceso continuo y participativo en el que la ONU se ha implicado en todo momento.
Ha dicho en varias ocasiones que la arquitectura se reduce básicamente al diseño, y es evidente que todas las ciudades empiezan a parecerse las unas a las otras: los rascacielos son iguales en todas partes y los centros de las ciudades se parecen cada vez más (incluso tienen las mismas tiendas). ¿Ha estandarizado la globalización –y, por tanto, de alguna manera, eliminado– el diseño, el estilo y la personalidad de cada lugar?
¿Cómo se define la naturaleza de un lugar? Es como intentar usar palabras para explicar un color; en realidad, lo reconoces cuando lo ves. El sentido del lugar es aquel que sientes y experimentas, consciente o inconscientemente, cuando estás ahí. Un lugar puede conectarte con tus recuerdos, con la historia, con la comunidad, con tu destino y tu identidad. La escala es casi infinita. Sin embargo, por lo general, la creación de lugares se asocia al mundo de los espacios urbanos: la infraestructura de las calles, plazas, carreteras, parques y puentes de nuestros pueblos y ciudades. El lugar está en el espíritu, aunque no tenga un origen espiritual. En muchos casos, un viaje atrás en el tiempo proporciona las claves para avanzar hacia el futuro. Tanto si se trata de un proyecto urbanístico como de un edificio, diseñamos teniendo en cuenta el pasado para responder a las necesidades actuales, si bien anticipándonos a un futuro todavía desconocido. Esto vale tanto para la búsqueda de un «lugar» como para la arquitectura de un edificio concreto y su aportación al espacio público.
Pelayo de las Heras y Raquel C. Picó
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