Las lecciones de Felipe González
La noche del jueves 28 de octubre de 1982 comprendí que una virtud puede convertirse en un defecto grave. Fue una lección que me enseñó Felipe González. Yo había estado como interventor del Partido Comunista de España en una mesa electoral. Volví a la sede después del recuento con unos resultados muy humildes. Poco a poco se fueron confirmando unos datos que reunían de forma paradójica la alegría y la tristeza. Por primera vez iba a gobernar la izquierda, porque el PSOE había arrasado con una mayoría absoluta de 202 diputados y el 48 % de los votos. Pero nosotros quedábamos como una fuerza insignificante con 4 diputados y el 4 %. Un episodio final muy triste para el partido que había sostenido en la clandestinidad la lucha contra la dictadura franquista y había logrado, con las movilizaciones sindicales de Comisiones Obreras, que Fraga Iribarne no se saliera con la suya cuando quiso superar el subdesarrollo y alentar el crecimiento económico, pero manteniendo al mismo tiempo los marcos autoritarios del Régimen.
Si en otros lugares del mundo la palabra comunismo había supuesto una represión cruel e injustificable, las circunstancias hicieron que en España nombrase al ámbito colectivo más sólido de la lucha por la libertad. Sin embargo, los años heroicos de la clandestinidad, las cárceles, las torturas y las ejecuciones de la militancia, los sacrificios por la dignidad democrática, el arriesgado compromiso sindical y la labor de numerosísimos intelectuales vigilados por la policía, se quedaban por fin reducidos a un papel insignificante. Y la mayor responsabilidad correspondía a la propia dirección del PCE y a una virtud de la militancia convertida en un defecto suicida.
Las listas electorales comunistas de la democracia habían sido encabezadas en 1977 por figuras históricas tan destacadas como Dolores Ibárruri, Santiago Carrillo, Rafael Alberti o Ignacio Gallego. Respetar la historia, reconocer la labor de nuestros mayores, homenajear la memoria, estaba muy bien, pero supuso un error muy grave unir las ilusiones de la nueva democracia española a nombres que se identificaban con el pasado más doloroso de la Guerra Civil y del exilio. Representar a un país del que se había salido de muy mala forma 38 años antes era un disparate. Estoy convencido de que la historia de la Transición española hubiese sido muy distinta si la dirección del PCE no se hubiera encastillado, impidiendo el protagonismo de sus representantes más jóvenes, bien conectados con la vida real de España.
La lección de Felipe González fue darse cuenta de la situación y no mostrar respeto ninguno por la vieja dirección de su partido. En 1974, en el Congreso de Suresnes, logró que la militancia comprendiese que debía prepararse para los nuevos tiempos de la democracia y, ayudado por figuras como Nicolás Redondo, Enrique Múgica, Alfonso Guerra y Manuel Chaves, consiguió quitarse de en medio a la vieja guardia del exilio encabezada por Rodolfo Llopis. El PSOE supo leer la realidad de la nueva España. Sin haber tenido una significación importante en la lucha contra la dictadura, sin haber participado siquiera en la Junta Democrática que alentó Santiago Carrillo con liberales y monárquicos para hacer un pacto en favor de la democracia, el PSOE se convirtió de golpe en la referencia de la España progresista porque supo quitarle el protagonismo a sus viejos cuando se mostraron incapaces de comprender la nueva realidad.
Espero que la lección que dio el joven Felipe González en 1974 sirva ahora para que el nuevo PSOE haga poco caso al viejo Felipe González cuando, incapaz de comprender la realidad española, no duda en identificarse con las posiciones representadas por una derecha corrosiva. Estos días ha llegado a extremos difíciles de comprender. Criticar la política venezolana de Maduro es muy oportuno, pero utilizar esa crítica para embellecer la sangría feroz de Pinochet roza ya unos límites inaceptables. Y no se trata de demencia, sino de ideología. Lo que ha venido a decir Felipe González, volviendo a los años 70, es que acepta las dictaduras siempre que estén controladas y trabajen en favor del capitalismo. La verdad es que la fascinación de Felipe González por las grandes fortunas limitó mucho las posibilidades de la democracia en España durante sus tres mayorías absolutas. El país se modernizó, pero a costa de mantener muchos privilegios que lastraron su camino hacia la justicia social.
Por eso es conveniente recordar que los errores propios son graves cuando afectan a la marcha de un país. El peso de una vieja guardia y una dirección desfasada no sólo dañaron las posibilidades del PCE, sino también a la democracia en España. Eso terminé de comprenderlo el miércoles, 14 de diciembre de 1988, cuando uno de los personajes más admirables de nuestra historia reciente, Nicolás Redondo, secretario general de UGT, apoyó la huelga general, junto a Marcelino Camacho y Comisiones Obreras, para protestar contra el mercado laboral diseñado por un Felipe González que rebajaba los derechos laborales, abarataba el despido y potenciaba los contratos temporales.
Isabel Ayuso ha llamado bisoño a Feijóo por creerse que el PSOE de ahora es el mismo que el de Felipe González. La derecha neoliberal, piensa Ayuso, ya no puede entenderse con un PSOE que defiende la democracia social. Creo que tiene razón. Y espero que el PSOE haga ahora con Felipe González lo mismo que él hizo con Rodolfo Llopis.
Luis García Montero
Publicado en Infolibre