El Maratón de València
Domingo 3 de diciembre. Te asomas a la calle. Tras un paseo te los encuentras: son los participantes en el Maratón de València. Allí, entre el suelo y el cielo, 33.000 inscritos inundan con su energía vital y emocional las calles y avenidas de la ciudad: una energía que se esposa con la procedente del público, de esos otros muchos miles que jalean y animan, que sostienen pancartas, que hacen sonar rítmicos tambores. La cabeza te echa humo cuando intentas calcular el total de kilómetros que, en conjunto, recorrerán estas personas tras calzarse una ruta que supera los 42 kilómetros: en todo caso, una cifra que permitiría dar la vuelta cerca de 38 veces al perímetro del planeta.
Y en la cabeza salta también la admiración cuando observas de cerca a los corredores. A esa mujer mayor, de apenas metro y medio de altura, que se codea con gente joven que le sobrepasa dos cabezas en vertical pero ni un gramo en entusiasmo. A esos jubilados que, tras el kilómetro 30, todavía contemplan con firmeza y determinación el doloroso tramo que les separa de la meta. A esos padres que, al tiempo que corren, empujan un carro de ruedas con su hijo discapacitado: quieren que esos niños abandonen el anonimato, sientan el viento de la carrera, la calidez del público, las rectas y los giros del trayecto. Un trayecto cubierto por espectadores depositarios de una empatía que, dirigida a propios y desconocidos, redescubre la ciudad como espacio amable. La ciudad como posesión de los ciudadanos, la ciudad sin coches ni autobuses, con el aire limpio y sin sonidos alarmantes. Una ciudad festiva y gozosa, con una alegría que no reclama ser exultante porque nace de la admiración hacia el ánimo, el sufrimiento, la fortaleza mental de los corredores ante la muralla de los 42 kilómetros.
¿Por qué ese sacrificio, ese esfuerzo agotador? El maratón debe poseer unas cualidades propias que lo distinguen de otras manifestaciones deportivas, que lo hacen atractivo para tantas y tan diversas gentes. La primera se halla en que el maratón no se percibe, por la inmensa mayoría de los corredores, como un deporte de ganadores y perdedores. Para ellos la primera satisfacción se encuentra en el simple hecho de participar, en lo que constituye, precisamente, la esencia del deporte; una esencia cada vez menos visible, esclavizada en muchos casos por los intereses publicitarios y los mercados deportivos.
Y una tercera característica del maratón: en éste, para el común de los participantes, el esfuerzo tiene un destinatario establecido. Ese destinatario es uno mismo y, acaso, la superación de la marca personal; o ni siquiera eso: basta con el simple hecho de estar presente, de haber superado con buenas vibraciones el largo tiempo de preparación que la prueba exige. La recompensa se encuentra en la autoestima y así lo perciben los amigos y familiares de los corredores cuando exprimen sus cuerdas vocales lanzándoles señales de aliento o cuando, ya en la meta, unos y otros se abrazan emocionados: lo he logrado, lo has logrado; el sueño, la ilusión, incluso la obsesión se han sublimado al constatar que la meta ha quedado atrás.
De este modo, los valencianos hemos construido nuestros propios “carros de fuego”; un evento, el del maratón, envuelto de aromas que combinan lo épico con lo festivo, la entrega con la satisfacción, el esfuerzo con la oportunidad y el altruismo. Que trenzan nuevos lazos de ciudadanía entre quienes pisan el asfalto y quienes les contemplan desde las aceras: todos dueños de una ciudad por un día pacificada, todos protagonistas de civilidad.
Manuel López Estornell
Publicado en Valencia Plaza