Abrir el melón de la masculinidad
La mayoría de la población sigue entendiendo lo masculino de una forma concreta e inamovible, supeditada a comportamientos y valores que pasan, fundamentalmente, por el rechazo a la feminidad
La primera vez que llamé maricón a alguien fue en el patio del colegio, a la tierna edad de siete, quizá ocho años. Solo mi yo de entonces podría intentar explicar qué le llevó a hacerlo, pero lo que desencadenó ha permanecido en mi memoria porque es una de esas lecciones que dejan marca: el otro niño, que debía rondar mi edad, se me encaró y me dijo que si volvía a llamarlo así me iba a partir la cara. Yo agaché la cabeza y le pedí perdón y, en cuestión de segundos, el maricón, el afeminado, el poco hombre, pasé a ser yo. Aún tardaría muchos años en entender bien el significado de aquella palabra que no dejaba de escuchar a mi alrededor: los no seas marica de mis amigos; el mariquita de los chistes de mi tío; el serás maricón socarrón de mi abuelo; el maricón del pueblo, en singular, situado fuera de la vida en común, condenado desde que tengo uso de razón a la otredad. El poder que la palabra ejercía sobre nosotros era inabarcable. A medio camino entre el mito y la amenaza, nos ponía frente a una realidad desagradable: si no cumples las normas, corres el riesgo de ser apartado, expulsado de la sociedad. Nadie sabía muy bien de qué normas se trataba y en qué medida había que cumplirlas, y era precisamente en esa falta de respuestas, en lo ambiguo del asunto, donde nos íbamos haciendo hombres.
La vida siguió su curso hasta la adolescencia, esa etapa en la vida de todo hombre –que se identifica a sí mismo como más o menos heterosexual– en la que uno se ve empujado a llevar su masculinidad al exceso y deja todo a un lado para centrarse en una única tarea: competir contra otros hombres. Una competición que para algunos se detiene o atenúa años después y para la mayoría dura prácticamente toda la vida. Es la historia de la masculinidad, una que no se sabe muy bien dónde empezó ni dónde queremos –si es que queremos– que acabe. Mi objetivo aquí es simple: en un mundo en constante disputa por el género, en el que el feminismo parece haberse estancado y el debate en torno a las personas trans está en plena ebullición, resulta fundamental entender de dónde venimos para poder avanzar en alguna dirección. Y, con independencia del actual state of affairs del género, es en la masculinidad donde encontramos la principal fuente de información para explicarnos como sociedad: nuestras relaciones, nuestras jerarquías, nuestros trabajos, nuestras sexualidades, nuestras conquistas y hostilidades.
La posición central del hombre en todo relato sobre la humanidad es evidente, del mismo modo que lo es su definición como opuesto de la feminidad. Uno no es un hombre porque sí, sino precisamente porque no es mujer. He aquí la gran contradicción de nuestro tiempo: a pesar de la defensa férrea del carácter biológico del género –lo que llamamos el sexo– que se hace en nuestras sociedades, el hombre aprende desde niño que para ser un hombre no basta con tener pene y testículos, sino que ha de demostrar que, efectivamente, es un hombre. A nadie debería sorprenderle que el mundo tienda a girar en torno al falo: todos descubrimos en la infancia la concepción histórica de que un hombre castrado no es un hombre, sino otra cosa más difusa, algo a caballo entre lo ridículo y lo indescifrable. A esta idea le sigue la del hombre que es menos hombre porque la tiene pequeña, porque no se le levanta, porque la tiene torcida, porque no le funciona. El pene también ha encontrado su propio espacio en la cultura del trabajo y el modelo capitalista: los hombres ponemos la polla encima de la mesa para hacernos valer, para demostrar que estamos por encima de otras personas, que tenemos poder, que podemos ejercerlo. Todas estas apreciaciones de índole cuasi religiosa sobre el pene se mueven constantemente en torno a la difusa línea que separa al hombre del no-hombre. Dado que nacer con pene no garantiza que los demás te vean como a un verdadero hombre, su opuesto no resulta suficiente para hacer frente a esta anomalía: si uno no es una mujer porque tiene pene y testículos, pero tampoco es un hombre porque no se comporta como tal, ¿qué es entonces? Nace así el mariquita, el maricón, el gay, el homosexual. Más allá de denominar la atracción hacia personas del mismo sexo, estas etiquetas sirven al hombre para distanciarse de cualquier tipo de feminidad, sentando las bases de una masculinidad cuadriculada y creando en torno a ella una coraza de implicaciones nefastas para su desarrollo emocional. Son numerosos los investigadores que han estudiado estas conductas. Eric Anderson, sociólogo experto en masculinidad y deporte, lo llama homohisteria –miedo a ser considerado homosexual– y es la causa de que los hombres limiten la forma en que expresan su género e intimidad; en otras palabras, su capacidad para tener relaciones emocionales profundas con otros hombres heterosexuales. Según la pensadora feminista Eve Kosofsky Sedgwick, se trata de pánico homosexual: el pavor que siente un hombre ante la presión social de ser considerado en cualquier momento homosexual y quedar expuesto ante los demás. Para Michael Kimmel, uno de los principales académicos en el campo de las masculinidades, los hombres aprenden desde jóvenes a devaluar a las mujeres al tiempo que desarrollan el miedo a ser percibidos como homosexuales; la homofobia, dice, es el temor a que otros nos desenmascaren, a que revelen al mundo y a nosotros mismos que no encajamos, que no somos hombres de verdad.
En su brillante ensayo El deseo de cambiar, bell hooks cuenta cómo su audiencia se reía cuando, durante una charla, describía nuestro sistema político como un “patriarcado imperial-capitalista supremacista blanco”. Para hooks, esa risa denota el tipo de terrorismo social que tan acostumbrados estamos a autoinfligirnos, como si el problema estuviera en las palabras y no en el sistema que describen. Es cierto que cualquier propuesta de cambio que aspire a ser mayoritaria debe empezar por explicarse a sí misma sin provocar risa; es aún más cierto, sin embargo, que una de las razones de que sigamos atrapados en la dicotomía patriarcal de hombres contra mujeres –cuando, en realidad, se trata del patriarcado contra mujeres y hombres– es que no somos capaces de llamar a las cosas por su nombre. La encrucijada de la masculinidad va más allá del género: es una cuestión sociocultural en la que el poder y su ejercicio lo condicionan todo. Si a ojos de los demás la pertenencia de un hombre al género masculino es voluble –es decir, si la masculinidad está determinada por una serie de factores culturales–, ¿en qué posición deja eso al género en general? ¿De qué hablamos realmente cuando hablamos de masculinidad y feminidad? Abrir el melón de la masculinidad pasa, irremediablemente, por abrir otros melones menos evidentes.
Este artefacto a medio camino entre la memoria, el ensayo y la crítica cultural no es un recetario. Tampoco es un libro de grandes respuestas a las grandes preguntas del hombre. No es, ni por asomo, un diccionario de masculinidades. Creo sinceramente que una escritura que pretenda ser útil frente a la producción de discurso, poder y silencios que dan forma a nuestra realidad debe alejarse, en la medida de lo posible, de la gravedad de los tratamientos patológicos y las soluciones grandilocuentes. Cantaba Rocío Jurado en “Punto de Partida”: “Y yo quisiera encontrarnos cara a cara / retomar desde la herida / atrevernos desde cero / sin reservas ni mentiras”. Aspiro, por encima de romper o deconstruir al hombre, a esas ideas más simples: al reencuentro, la sanación, la sinceridad con uno mismo. ¿Acaso puede haber algo más trascendental, más revolucionario para el hombre moderno, tan perdido y asustado de sí mismo.
Manuel Gare
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