El disputado voto de los hombres enfadados
No hacen falta conspiranoias, terraplanismo, naves del misterio, ni fascistas disfrazados de ‘influencers’ para buscar explicaciones. Es el capitalismo, el patriarcal, insaciable, colonial y violento capitalismo
Yo tenía unos amigos –no diré cuántos ni quiénes, elegante que es una– con los que alguna vez compartí muchas cosas. Puede que clase, o botellones en el parque, apuntes, pancartas, veranos, y lo que surgiera. Algunos eran brillantes: tipos listos, atractivos, militantes estrella, de esos que sentaban cátedra en cada reunión citando a Marx y que después depredaban compañeras, una tras otra, asamblea tras asamblea. Otros no eran tan deslumbrantes, pero eran tipos decentes, incluso a pesar de que la vida les hubiera repartido unas cartas malísimas. En fin, amigos.
Hoy ya no lo son. Las conversaciones hace tiempo que se convirtieron en diálogos cargados de resentimiento y de reproches, en los que buscaban en mí, en nosotras, un aliviadero de su rabia y sus frustraciones. Empecé a ver en ellos patrones comunes: el uso de una jerga de motes y apodos cargados de desprecio para referirse a casi todo, sobre todo a las mujeres –“charos”, por ser suave, por ejemplo– pero también a algunos hombres –“mansos”, “eunucos”, “sojas”–, y con interés por los mismos temas que repetían machaconamente donde se les iban colando palabrejas delatoras –“globalismo”, “reemplazo”, “paguitas”…–, usando argumentos calcados para defenderlos, cargados de falacias, de “y tú más” y de horizontes catastróficos. Intuía en ellos la frustración de quien pierde las partidas, de quien ya no es protagonista ni de su propia vida, la íntima y deshonrosa envidia que te carcome cuando crees que a otros les ha ido, injustamente, mejor que a ti. Todos comparten la misma ingente cantidad de horas y horas metidos en YouTube, en Twitter, en grupos de Telegram donde se revuelcan en su argumentario junto a otros desconocidos, igual de frustrados y de rabiosos que ellos. Igual de solos. Ya apenas les quedan amigos de verdad, de esos de tomarse una caña, conversar por teléfono o dar un paseo, pero ¿quién quiere amigos cuando tiene YouTube?
Percibo en ellos, además, una urgente necesidad de tener razón. Escogen selectiva y torticeramente los temas sobre los que polemizar –ayudas sociales, violencia sexual, fiscalidad, ecologismo– para retorcerlos hasta llevarlos a extremos esperpénticos donde es imposible rebatirlos. Usan estadísticas cuya fuente desconocen, capturas del BOE sacadas de contexto, documentos “secretos” que creen a pies juntillas o experiencias personales (su vecino el okupa, su cuñado el divorciado denunciado sin motivos por su ex, o ellos mismos, “curritos” exprimidos por el Estado…) para fundamentar lo que piensan. Ellos, en la epifanía de haber descubierto la verdad, recriminan a quien les escucha o discrepa ser socialmemócratas, sueltavioladores, acunapenes, o el clásico feminazi. Su antipolítica, que ellos disfrazan de denuncia a la corrupción, se agarra al viejísimo “todos son iguales” para cargar contra todo, pero especialmente, contra quienes tuvieron más cerca, más aún si son mujeres. Y poco a poco, aquel amigo con el que compartiste camisetas del Che, conciertos o vacaciones se convierte en alguien con quien no querrías pasar ni un minuto porque se ha convertido en todo lo que odias, y en todo lo que te odia.
Y de aquellos foros, estos escaños. Muchos pensaban que este fenómeno de liderazgos digitales basados en ser el coche escoba de los hombres enfadados y frustrados, de los pijos radicalizados en las redes y del lumpenproletariat en busca de altavoz no tendría traslación en votos, en escaños o en políticas públicas, o que simplemente, lo absorberían los sospechosos habituales. Hoy, tras los resultados electorales de las elecciones europeas, muchas personas se preguntan de donde sale “la sorpresa de la noche”: ese tipo grimoso con logotipo de ardilla y tres escaños cuyo nombre no diré no porque sea Voldemort, ni porque le tenga miedo, sino porque simplemente, no quiero alimentar su algoritmo. Y ninguna deberíamos. Porque la clave está ahí, y su crecimiento, como hongos tras la lluvia, no es casual, ni espontáneo, ni “viral”, ni natural. Se equivoca quien piense que esta “manosfera” no tiene patrocinadores ni padrinos, porque los tiene, como se equivocan de cabo a rabo quienes lo tachan de sorpresa o de algo inesperado.
Las primeras y las únicas que se tomaron en serio este fenómeno hace ya años fueron las ciberfeministas. De haberlas leído, de haberlas escuchado, de haber creído en ellas con honestidad y no con oportunismo, las tertulias y los periódicos no se llenarían hoy de indignados preguntándose cómo puede ser que un tipejo mediocre venido de Ciudadanos sorpase a la izquierda hablando de que los tomates tienen más papeles que los migrantes. Las mejores investigaciones sobre estos temas vienen firmados por ellas, y existen gracias a su activismo y a su trabajo: no me canso de recomendar leer a Laura Bates, que se infiltró en sus redes; los trabajos de Elisa García, de Silvia Díaz, o de Asun Bernárdez y Yanna Franco, que han analizado la misoginia digital española, germen y núcleo irradiador de este fascismo turboliberal y anabolizado. También el de las hacktivistas y feministas digitales –no os perdáis Las redes son nuestras, de Marta G. Franco– que siguen empujando por ganar internet para las buenas. Porque, ahora que tanto os gusta citar a Niëmoller y el dichoso poema, antes de ir a por la democracia, fueron a por nosotras.
Justo hace una semana se hacía viral en Twitter un hilo –supuestamente firmado por alguien progresista– que culpaba del giro reaccionario de los hombres jóvenes en muchas partes de Europa, cómo no, a las feministas, a su avance en derechos y a sus estrategias de comunicación online. Aparentemente, y según este análisis, querer ser un sujeto social y político potente, montarse podcasts para hablar de nosotras, hacer memes en las redes haciendo bromas con “José Luis”, o peor aún, organizarnos para combatir la violencia sexual que vivimos y atrevernos a llegar a un Ministerio y hacer política de Estado es la razón por la cual miles de señores abrazan la reacción ultra y las tesis que, con más o menos sutileza y maquillaje, justifican que los pobres se mueran de hambre, que los migrantes se ahoguen en las playas, que los críos revienten bajo las bombas, que la gente LGTBIQ se lleve una hostia por la calle o que las mujeres se jodan si las violan por ser unas casquivanas.
Puede que el diagnóstico consuele a muchos, pero es falaz y sobre todo, estéril. Hace poco, en una firma de libros, un tipo con quien compartí caseta y que dijo ser poeta, pero solo me pareció un borracho, me preguntó si las feministas habíamos escrito otro libro sobre “cómo debían comportarse los hombres”. Yo le contesté que ese libro, sinceramente, no nos toca. Ni el mío ni el de muchas de mis compañeras va de eso, sino precisamente, de cómo nos hemos organizado para disputar futuros mejores, con o sin ellos. Insisto, si me lo permitís, en esta columna atropellada entre el café y las prisas del día después: ante los “ayayays”, el catastrofismo y los agoreros, queda disputar las redes, no alimentar a las bestias, y hacer antifascismo con los hechos y no con la calculadora electoral. Claro que hay camino. Ellas sí han articulado el ¿qué hacer? –que diría aquel– y tienen respuestas y herramientas pese a toda la violencia sufrida, o precisamente por eso. Hay una batalla que dar en muchos espacios, pero sobre todo, en las redes, una batalla –perdón por la metáfora bélica de los tiempos– que no entiende de prime time ni de tertulias de televisión y que se da en códigos que desconocen la mayoría de los spin doctors, que la han despreciado demasiado tiempo. No hacen falta conspiranoias, terraplanismo, naves del misterio ni fascistas disfrazados de influencers para buscar explicaciones al disputado voto de los hombres enfadados. Es el capitalismo, el patriarcal, insaciable, colonial y violento capitalismo. Como si eso no fuera ya suficientemente aterrador.
Irene Zugasti
Publicado en Ctxt