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La España de las persianas bajadas

Una mujer con las persianas bajadas y un ventilador en su casa, en una imagen de archivo. Xavier Jubierre

Un paseo por una calle española en agosto, con las persianas cerradas en casas y comercios. Gente que no puede salir de vacaciones, trabajadores turísticos, pequeños negocios familiares, crisis climática y ciudades convertidas en “islas de calor”…

En pleno ferragosto, cuesta encontrar una persiana levantada en mi barrio, lo mismo en los pisos que en los comercios. La persiana, seña de identidad españolísima (en el resto de Europa no saben ni cómo se baja una), cae en agosto cual guillotina como metáfora de todo un país cerrado por vacaciones. Y el columnista aburrido se da un paseo y hace un poco de sociología persianera, como un diablo cojuelo que en vez de levantar los tejados subiese las persianas para ver qué ocultan. La España de las persianas bajadas, vamos con ella.

Primero me fijo en las persianas de tiendas y bares. Salvo que vivas en zona turística, la semana del 15 de agosto es la elegida por el pequeño comercio para echar la persiana. Mientras franquicias, supermercados y chinos siguen abiertos, los pequeños negocios familiares aprovechan estos días para coger un descanso. Pero fíjate en los carteles informativos que pegan en sus persianas, ese folio escrito a mano con las fechas de cierre: cada año menos días. Muy pocos pueden permitirse un agosto entero, la mayoría dos semanas, diez días uniendo el puente de agosto, una semana con el fin de semana anterior… Algún día tenemos que hablar de la supervivencia del pequeño comercio, que solo parece posible mediante la autoexplotación del dueño y su familia de lunes a sábado (y algún domingo, por la bendita “libertad de horarios”), con jornadas esclavas (ir al merca de madrugada, tener el bar abierto el día entero) y, con suerte, un par de semanas de vacaciones al año. Dan ganas de abrir una frutería, sí.

Continúo mi paseo y me fijo ahora en los pisos: la práctica totalidad de persianas están bajadas todo el día, creando esa sensación de barrio fantasma, ciudad cerrada por vacaciones. ¿Todo el mundo se ha ido? Nada de eso: en muchos pisos seguimos dentro. Una de cada tres familias no puede permitirse ni una semana de vacaciones, ese dato que cada año por estas fechas aprovecha el telediario para llenar unos cuantos minutos de periodismo compasivo. Entre las familias monoparentales, más de la mitad no sabe lo que son unas vacaciones. Repito: más de la mitad de familias con un solo progenitor (madre, mayormente) no puede salir de vacaciones. Volvemos a zancadas hacia el pasado, cuando había niños que veían el mar por primera vez ya de adultos.

Y en esto, como en todo, las vacaciones también van por barrios: seguramente habrá zonas de tu ciudad donde son mayoría las familias que permanecen todo el verano tras las persianas bajadas. Ahí están los “barrios hartos” de mi ciudad, Sevilla, barrios obreros abandonados por las administraciones y que además sufren cortes de luz en los días de más calor. Ah, y un dato gracioso: las comunidades autónomas con mayor porcentaje de familias sin vacaciones son Andalucía y Canarias. Esto es, las comunidades más turísticas; es decir, las que más se “benefician” de la riqueza turística.

Hablando de riqueza turística, al mirar las persianas bajadas no podemos olvidarnos de los trabajadores veraniegos. Nos creemos que todo el mundo tiene vacaciones en verano, y resulta que millones de trabajadores pasan el verano sosteniendo la primera industria nacional. Los temporeros del sol y playa. Y muchos de ellos tampoco es que tengan muchas vacaciones fuera de temporada, que el sector servicio es conocido por sus sueldos bajos y condiciones precarias.

Toda esa gente, familias pobres y trabajadores veraniegos, están ahí mientras paseo, tras esas persianas bajadas. Yo mismo, como buen trabajador autónomo, que las vacaciones de los autónomos también tienen su guasa. Todos con la casa a oscuras, como se contaba antiguamente de las familias que no podían permitirse salir de vacaciones y cerraban todo para que los vecinos pensaran que estaban en la playa. Pero ahora no es por vergüenza social: es que no hay manera de soportar el calor veraniego. Y quienes no pueden pagarse una semana de vacaciones suelen ser los mismos que no pueden encender el aire acondicionado, o que viven en pisos de peor calidad, mal aislados, con ventanas viejas que no quitan el frío en invierno ni el calor en verano. En mi casa cambiamos todas las ventanas hace un año, y vaya si se nota. Pero viendo la factura (y esperando todavía la prometida subvención casi un año después), ya te digo yo que muchas familias no pueden pagarse unas ventanas buenas.

Si te fijas, las persianas son una cosa de pobre: mira todas esas casas ideales que llenan los suplementos dominicales y los programas televisivos de lujo inmobiliario, y que alimentan nuestro sueño aspiracional. Ninguna tiene persianas. Casoplones junto al mar o en el bosque, siempre con enormes ventanales, una pared entera transparente, panorámica. Ni cortinas, vaya. Yo las veo y pienso lo que debe costar climatizar una casa-invernadero en pleno verano español, pero supongo que si tienes dinero para vivir ahí, la factura de la luz es calderilla.

La persiana bajada es de pobre, sí, pero es lo más sostenible ambientalmente. De madres a hijos aprendimos que en verano, sobre todo en el sur de España, hay que oscurecer la casa por la mañana y no abrir una rendija hasta la noche. Sabiduría popular ecológica, como el botijo. La forma más barata de quitarle grados a tu casa y no tener que enchufar el aire ya a media mañana. Es lo que deberíamos hacer todos, claro. Viajar menos, viajar más cerca, climatizar las casas de manera natural. El problema es que, como en todo, el esfuerzo en la crisis climática está muy mal repartido: mientras la mayoría bajamos la persiana y volamos menos, o regresamos a los campings (disfrazados ahora de glampings), hay una minoría que vive en casas de cristal y viaja todo lo que puede y cada vez más lejos.

Y hablando de crisis climática, un problema añadido: cómo mantener fresca tu casa cuando vives en una “isla de calor”. Nuestras ciudades no están preparadas para la emergencia climática en la que vivimos. Nuestro urbanismo va en dirección contraria, aumentando los grados urbanos y exigiendo por tanto más consumo de aire acondicionado en casas, comercios, centros de trabajo y transporte. Un bucle del que no sabemos salir: todos esos aparatos de aire funcionando a la vez recalientan las ciudades, lo que obliga a encender más aparatos de aire…

Y aquí termina mi paseo de sociólogo aficionado. Corro a refugiarme en mi salón en penumbra, con mi persiana bien bajada. Ánimo.

Isaac Rosa
Publicado en ElDiario.es

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