Amor en el supermercado
La “noticia” corrió como la pólvora. Usuarios de una red social manifestaron que en una conocida cadena de supermercados existía un espacio para ligar y una hora concreta para hacerlo. El amor podía surgir de entre las piñas o cerca de las manzanas. El lugar parecía acertado porque la sección de frutería-verdulería constituía un espacio que invitaba al relax con sus colores y olores. Nada que ver con la frialdad de los congelados o la asepsia de los detergentes.
A continuación, hubo diversas reacciones: desde las de los más crédulos, interesados en aprovechar la nueva sección de encuentros gratuitos, a los escépticos y avinagrados de oficio que vieron en la información una perspicaz maniobra publicitaria encaminada a ampliar la clientela del supermercado en la franja horaria recomendada.
En todo caso, la expectación ha sido notable y, por debajo de las presuntas intenciones empresariales y de las bromas y memes generados, se insinuaba una pregunta relevante: ¿existe un ansia de amor insatisfecha o, al menos, la perentoria necesidad de aplacar la soledad? Y, relacionada con la anterior, una segunda: junto a la sociedad del bienestar, ¿está surgiendo una nueva sociedad del malestar en la que la convivencia se agrieta y el aislamiento se expande?
Me resulta imposible responder con claridad de ideas a las anteriores cuestiones. Entre otras cosas porque a los economistas nos han cuadrado la cabeza a base de simplificaciones: el PIB sigue siendo la mejor medida del bienestar humano aunque contabilice en positivo la deforestación del Amazonas, el consumo de tabaco y los medicamentos para curar el cáncer de pulmón. No sorprende que lleveamos ya dos ganadores del Premio Nobel de Economía procedentes, no de las aulas de Economía, sino de las de Psicología: son los profesionales de esta materia los que nos están abriendo los ojos a la complejidad del ser humano y sus emociones.
Estoy de acuerdo en que la línea de ampliar fronteras cognitivas con nuevas piezas de conocimiento procedentes de otros campos, -historia, sociología, psicología, digitalización…-, será útil para superar las limitaciones metodológicas, conceptuales y teóricas que ahora nos agarrotan. Entender en concreto, aunque no sean las únicas, las raíces económicas de ese malestar que parece reflejado en algunos hechos bien conocidos. Por ejemplo, en el consumo español de medicamentos contra la ansiedad y la depresión, muy por encima de los estándares europeos. En el aumento del número de suicidios y de intentos frustrados, en especial entre los jóvenes. En la frecuencia con que buscamos determinada información en Internet: según el Índice Anual de Problemas Globales de Semrush (2024), en España los tres primeros temas más demandados (¿casualidad?) son la lucha contra las drogas, la salud pública y la salud mental.
Puede, de otra parte, que parte del malestar arraigue especialmente en los jóvenes como consecuencia, entre otras causas, de la frustración que provocan las aplicaciones destinadas a conocer a otras personas con intenciones de amistad…y algo más. Lo que, en general, había sido una actividad humana directa y espontánea se ha convertido ahora en un negocio para las tecnológicas que monetizan la información obtenida; un negocio atrapa-ánimos que ha desembocado en una creciente ansiedad por cosechar likes y en seguir a influencers que, sin considerar las consecuencias de sus palabras y ahítos de seguidores, aconsejan cómo presentarse en las redes para cosechar mayores probabilidades de éxito, una de las palabras totémicas de nuestro tiempo: un éxito consistente en una acumulación de artificiosidades que, añadida a la irrupción de la pornografía en la “educación sexual” de los adolescentes, genera estereotipos de fracaso que arrojan a la desesperanza a quienes se contemplan, a sí mismos, indignos de la zona de triunfo.
El antagonismo ganador-perdedor se presenta, asimismo, en otros ámbitos. Aun en aquellos lugares donde las condiciones materiales de la vida humana se encuentran protegidas por las administraciones públicas, han surgido asechanzas que oxidan la cesta de los sentimientos y coartan la aspiración humana a la felicidad. Incluso el consumismo ha tenido difícil conseguir nuevas sensaciones de satisfacción y, por ello, ha segmentado el mercado hasta aislar un conjunto de bienes y servicios sólo accesibles para el 1 por mil más rico de la población (yates de 130 metros, anillos de 3,5 millones de dólares, viajes espaciales y promesas de longevidad); y lo ha hecho, también, en los estratos inferiores de modo que, en un mismo colegio, los alumnos se distingan por su tenencia del último modelo de IPhone o por el logo de su ropa. No, no se vende un simple producto: se vende una categoría social que eleva al que puede lograrlo y humilla al que no puede conseguirlo.
En lo que respecta al tiempo de ocio, cuya consecución se contemplaba como una vía de liberación para las clases populares porque les permitía conocer los sabores de la educación y la cultura, se ha convertido en un enredo de plataformas, redes y ofertas morbosas que intentan atrapar la mayor parte del tiempo disponible de la gente y confinarla en su hogar: un método que alienta el aislamiento de la persona y de su pensamiento al reducir sus interacciones sociales. Una consecuencia simultánea al secuestro de su intimidad a partir de sus elecciones porque éstas permiten el conocimiento individualizado de los sesgos ideológicos y mercadológicos, estadio precursor de manipulaciones posteriores.
Los anteriores son simples ejemplos. Existen otros que tienen que ver con los nuevos miedos propulsados por la negatividad y el cultivo consciente del odio para utilizarlo como resorte de poder. Ante la presencia de unos u otros ejemplos no debería sorprendernos que exista un déficit de amor, como integrante que es de la felicidad. Quizás sí que tendríamos que crear nuevos espacios de encuentro para las personas que desean conocerse cara a cara, tal como son: sinceras, sencillas, afectivas y con un pensamiento propio capaz de distinguir entre razón y prejuicio.
Publicado en Valencia Plaza