El gran Redford
Desolado por la deriva trumpista que pone en peligro todo aquello por lo que luchó, sus últimas palabras públicas nos avisan del peligro que todos corremos
“Nos enfrentamos a una crisis que nunca pensé que vería en mi vida: un ataque dictatorial del presidente Donald Trump a todo lo que representa este país”.
Desde su rancho en Utah, Sundance Kid, el pistolero de Dos hombres y un destino dispara por última vez. Sus balas son varias cartas públicas. La victoria de Trump es un anticlímax para él, no puede entender la victoria del malvado, la película de la Historia de los Estados Unidos no puede acabar así. “Esta noche, por primera vez desde que tengo memoria, me siento fuera de lugar en el país en el que nací y en la ciudadanía que he amado toda mi vida. ¿Cómo podemos esperar que la próxima generación dé un paso al frente, se interese por la vida pública y aspire a estar involucrada en ella, si lo único que le mostramos es cómo discutir, atacar y destruir al contrario?”.

Sundance dispara.
El cineasta respetado y admirado por sus colegas, alma máter del cine independiente americano, ecologista y activista climático, demócrata antirracista, creyente en los derechos civiles, la estrella que nunca se creyó capaz de ser un gran actor, ha muerto. Y con él, todos sus otros personajes. También el chico católico de origen irlandés, deportista y mal estudiante que terminó por guapo en la tele y luego en Broadway gracias al refugiado judío-alemán Mike Nichols (Michael Igor Peschkovsky). Redford era carne fresca para el Hollywood de siempre y lo ficharon en cuanto una cámara le vio sonreír. Pero es el tiempo de la guerra de Vietnam, el movimiento hippie, las revueltas estudiantiles del 69 y la crisis del petróleo; y en la meca del cine necesitaban crear a un hombre nuevo que reflejase el rostro de ese público también nuevo. Y tenía que ser bello, comprometido y moderno, o sea: Redford, que encarnó como nadie las contradicciones de esa época, que son las de todas las épocas. Su oportunidad vino del olfato de Joanne Woodard; la inmensa actriz le recomendó a su marido, Paul Newman, quien ya era una estrella y tenía derecho de veto en sus parejas cinematográficas. Ni Warren Beatty ni Steve McQueen: Sundance Kid tenía que ser ese californiano de increíble melena rubia.

Dioses del Olimpo.
Entre todos los grandes nombres de Hollywood, solo él puede ser elegante y a la vez rebelde como El gran Gatsby (1974) embutido en ese inolvidable traje rosa, el ostentoso millonario en tiempos de la Gran Depresión que gasta en fiestas antológicas para enamorar a una pijilla mientras esconde un pasado oscuro. Y un futuro aún más negro, porque a los don nadie que se atreven a hacer realidad el sueño americano se les castiga con la muerte. Corre el año 1974 y Jack Clayton, no por casualidad director de Los inocentes (1961), obra maestra del terror, se encarga de restregar al respetable la falsedad del capitalismo meritocrático. Y la historia de Fitzgerald le sienta a Redford como un guante, como el traje susodicho.

Le queda todo bien, hasta el rosa.
Y es que el personaje que bordaba era el del luchador contra todo y contra sí mismo. En Las aventuras de Jeremiah Johnson (Pollack, 1972), el trampero solitario se enfrenta a una eterna lucha contra la naturaleza que tanto amaba el propio Redford. El aventurero y su pulsión autodestructiva que supo sacar a la luz alguien como Sidney Pollack, eficaz director y actor sobresaliente con el que Redford trabajó más y mejor, aunque no fuera un gran intérprete sino un cineasta en todas sus acepciones. Puede que nunca fuera premiado como actor, pero se llevó el premio gordo de los Oscar a mejor película por Gente corriente (1980). Un drama dirigido con pulso, sobre todo por la dirección de actores, con unos supremos Donald Sutherland y Mary Tyler Moore, pero nunca a la altura de los dos monstruos con los que compitió: Toro Salvaje y El hombre elefante, Scorsese y Lynch en plenas facultades, que no son directores guapos pero sí mucho más grandiosos. Frente a ellos, dar el premio a Redford resultó escandaloso –aunque sea habitual en cualquier certamen, ejem–, pero es que las academias de cine aman a los actores que se ponen a dirigir, porque en realidad son ellos quienes las integran de manera mayoritaria.

Dame un Oscar y llámame guapo.
Siempre le interesó la política, y la historia de los Estados Unidos pasa por sus manos en las películas que dirige y produce: Vietnam, en Pacto de silencio (2012); Irak, en Leones por corderos (2007); o la guerra de secesión en La conspiración (2010). Pero es con su propio rostro con el que critica el sistema carcelario en Broobaker (Rosenberg, 1980), cuenta la intrahistoria de unas elecciones en El candidato (Ritchie, 1972) o el espionaje gubernamental en Los tres días del cóndor (Pollack, 1975). Y está el mito: el Watergate. “Yo escribí el guion de Todos los hombres del presidente”, llegó a decir tras el éxito apoteósico. William Goldman, otra estrella, pero del guion, no se hablaba con Redford desde aquellas declaraciones. El ego desmesurado del divo queda bien a la vista, también conocido por cuidar su imagen hasta el paroxismo. Durante el rodaje de El mejor (Levinson, 1984), Glen Close y Kim Bassinger se quejaron a producción porque el departamento de maquillaje estaba volcado en exclusiva en atender a Mr. Redford. También era famoso por dar la tabarra a los directores de fotografía y exigir el ángulo de cámara y la luz más favorecedora, a lo Sara Montiel; así se entiende un poco mejor el recauchutado de los últimos tiempos. Porque el bello se resistía a envejecer: “Me veo como un tipo de treinta años”, decía a los sesenta y muchos. Pero Redford se sabía y se conocía. A pesar de su estrellato, son pocas las películas en las que brilló como protagonista, y cuando realmente funcionaba era en pareja, un espejo mágico en el que ellas, las grandes actrices, se miran y se ven aún más radiantes y talentosas: Meryl Streep en Memorias de África (Pollack, 1985), Barbra Streisand en Tal cómo éramos (Pollack, 1973) o Jane Fonda en Descalzos por el parque (Saks, 1967). Y está su pareja preferida, la mejor de todas ellas; no es una mujer sino el otro guapo superlativo, y además mucho mejor actor, la estatua griega hecha carne llamada Paul Newman –que no necesitaba ni pasar por maquillaje–. El carisma de Newman y el encanto de Redford juntos y revueltos en una química explosiva –gracias, Joanne– estallaron en dos películas tan encantadoras e inolvidables como ellos: Dos hombres y un destino (1969) y El golpe (1973). George Roy Hill, su director, jamás volvió a ser bendecido por un éxito tan arrollador, no era posible sin los dos rufianes divinos.
Redford fue tan inteligente que no solo se dejó aconsejar por Newman en sus comienzos, sino que se hizo amigo íntimo de aquel tipo decente y cabal además de intérprete increíble, mágico. Y para chinchar a los envidiosos, un hombre de casi ochenta años bellísimo –sin retocar–, como apareció en su última película como actor: la sobrevalorada Camino a la Perdición (Mendes, 2002). Diez años después de la muerte de Newman, el amigo fiel declaró: “Pienso en él. Mi vida, incluso los Estados Unidos, han sido mejores gracias a él. Nuestra amistad continúa”.

La aventura es eterna.
Desolado por la deriva trumpista que pone en peligro todo aquello por lo que luchó, sus últimas palabras públicas nos avisan del peligro que todos corremos. Puede que sus enemigos crean haber vencido al aventurero y luchador infatigable, pero su imagen no puede morir, perdura para siempre igual al plano congelado del final de Dos hombres y un destino. Es el destino de la estrella total, como las del Big Bang, cuando el mundo salía de la oscuridad y esperaba, en silencio, la aparición de la luz. Ese chorro de luz se abre paso entre las tinieblas y posa sobre nosotros la sonrisa del elegido, que sigue viviendo en la eternidad de los dioses verdaderos.
Pilar Ruiz
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