Ahogados de tercera
En la famosa escena final de Titanic, de James Cameron, Kate Winslet le pide a su amante Leonardo Di Caprio, muerto de frío y de agotamiento en las heladas aguas del Atlántico, que no la abandone al tiempo que, muy suavemente, empuja el cadáver mar adentro para que se hunda cuanto antes. Slavoj Zizek glosa la escena en el documental Pervert’s Guide to Ideology y subraya el simbolismo con que se presentan las relaciones de clase en una película tan brillantemente zafia. La clase alta, con sus jóvenes herederas, sus viejas arpías y sus canallas de opereta, canibaliza a los pobres emigrantes que viajan en las entrañas del trasatlántico; el joven vagabundo pletórico de vida baila con la aburrida niña rica inyectándole, durante una única noche de pasión, energía y recuerdos suficientes como para afrontar el resto de su vacua y larga existencia. Su muerte es el holocausto ofrecido para renovar la especie de los millonarios, del mismo modo que los vampiros necesitan sorber la sangre de sus víctimas.
En aguas del Mediterráneo se hunde un Titanic sigiloso y cutre cada poco tiempo, docenas y docenas de Titanics con su triste carga de Di Caprios anónimos, Di Caprios famélicos, Di Caprios de piel negra, miles y miles de hombres, mujeres y niños. La millonaria Kate Winslet ya no viaja a bordo, toma el sol tumbada al sol en las playa de Italia y de España, convenientemente horrorizada por esa cíclica tragedia que la estremece lo justo para recordarle el valor y el sabor de la vida. Por lo demás, Kate Winslet, en el papel de Europa, hace los mismos gestos que la joven heredera subida a su barca, llora un poquito por el muerto mientras lo aleja hacia las profundidades, con una pelota de goma a ser posible. Luego, la subida de los tipos de interés, la crisis griega, el peligro de la inflación, un avión estrellado en medio de los Alpes o un niñato asesino con una ballesta reclama su atención hasta el próximo naufragio.
El hundimiento del Titanic profetizó el siglo que se avecinaba por varias razones, desde la soberbia tecnológica hasta la orquesta que puso banda sonora a la catástrofe, y no fue la menor el hecho de que la repercusión mediática de la noticia -su tratamiento en la prensa de la época, en la literatura y en el cine- adoptase la perspectiva de una tragedia de clase alta. Hoy los Titanics que cruzan a rastras el Mediterráneo no son altivos trasatlánticos de primera clase sino viejos pesqueros sobrecargados y fletados por las mafias, humildes pateras y gabarras desarboladas. Ya no los hunde un iceberg a la deriva sino el hacinamiento, el exceso de pasajeros, el hambre, el pánico, la codicia de los traficantes, la abulia criminal de esta Europa anémica cuyos valores de libertad, igualdad y fraternidad hace mucho que naufragaron en el océano de los índices bursátiles.
Cuando Renzi y Hollande reclaman una cumbre europea para atajar la falta de respuesta eficaz ante un desastre recurrente, en realidad están pidiendo un bálsamo contra la mala conciencia. “Los europeos nos jugamos nuestro crédito si no somos capaces de evitar estas dramáticas situaciones”, ha dicho Mariano, el único hombre sobre la tierra que todavía no sabe a ciencia cierta lo que una cuchilla puede hacer sobre la carne humana. En su aséptica frase de condolencia tal vez el único término auténtico sea “crédito”, aunque no se refiera exactamente a ese tipo de crédito. Mientras tanto, y como recordaba Lorca, el mar es el único que recuerda de pronto el nombre de todos sus ahogados.
David Torres.
Artículo publicado en Público.