El mandarinato exige sumisión
SABATINAS INTEMPESTIVAS
Como vivimos en tiempos donde la mediocridad se considera cool y la parla de los idiotas se denomina “corrección política” resulta lógico que en el fragor de tanta rosa y tanto aspirante a mandarín se nos haya pasado que el 23 de abril, aniversario con toda probabilidad equivocado del fallecimiento de Cervantes, ocurrió algo insólito en nuestro mundo literario.
Un escritor de Barcelona, poco respetado por la ciudad porque como es sabido hay que empezar diciendo que somos la hostia y que tenemos literatos, poetas, ensayistas, sociólogos capaces de ganar todos los premios si no fuera por la envidia y el miedo que nos tienen. Sólo nos falta un Nobel. Bastaría con que algún agudo reportero, eso sí, patriota, hiciera las cuentas de cuánto se gastó, a nuestra costa, aquel Molt Honorable rapíñelo y comisionista, en traducir y promover en Suecia las obras de aquella gran pluma de avestruz que fue Baltasar Porcel.
Pues bien, Juan Goytisolo, barcelonés de 84 años, cuyo sólo nombre provoca flatos y flemas de odio o desdén en esta ciudad, a la que elogió Cervantes y de la que recibió el desprecio de su más acendrada institución cultural, Òmnium, dicho sea sin ofender a los conversos. Cuando hace años este mismo periódico, La Vanguardia, dedicó una encuesta a valorar el Quijote, una notable figura de esa cultura salida de la explotación charnega, el sopicaldo y la colonia barata, exclamó urbi et orbe que El Quijote era un libro ínfimo comparado con Tirant lo Blanc. (cito de memoria).
Premio Cervantes 2014, el más peleado de la lengua castellana y tan otorgado a pelafustanes y cucañeros, le fue concedido a Juan Goytisolo, y le correspondía, pues, intervenir ante las instituciones, civiles, militares, y delincuenciales. Fue la hostia. Nosotros, siempre tan nuestros, estábamos entre la rosa y el best seller, y eso ocurría en Madrid, pasado el Ebro y la Franja de Poniente.
Primero fue la ruptura con el protocolo, o con los protocolos, que fueron muchos. El protocolo se inventó como exigencia de los poderosos para humillación de los gentiles; un ritual que marca distancias. Ha de vestirse de pingüino para la ocasión porque los señores tienen por costumbre hacerlo en sus celebraciones y si te admiten por una vez entre ellos es para que los imites, no para que te diferencies. Juan Goytisolo se presentó con una chaqueta verde suave, corbata rayada a juego y pantalón gris oscuro.
El homenajeado era él, por su dilatada obra literaria, y no los Reyes, ni el ministro Wert, ni el avieso misacantano y preboste de la dinastía de los trepadores literarios ágrafos y con fortuna, don Víctor García de la Concha, presidente ayer de la Real Academia y hoy del Instituto Cervantes, entre otras regalías. ¡Horror! Goytisolo empezó su disertación titulada “A la llana y sin rodeos”, y en verdad que lo cumplió. Ni el ritual agradecimiento a sus majestades y demás autoridades allí presentes. Sólo una evocación a su maestro Francisco Márquez Villanueva, español cervantino, estudioso de aquella época gracias a que vivió en EE.UU. y que derramó sus saberes, a lo que sé, sin mucho éxito, entre el ganado académico hispano.
Tercera y brutal ruptura con lo protocolario. El lenguaje de su intervención y el decoro de su tiempo. ¡Diez minutos!, tres folios, algo tan insólito para la farragosidad del gremio mandarinesco, que dejó al personal tan descolocado que el propio ministro Wert, que se había hecho preparar una intervención estelar para manipular los versos de viejos amigos del homenajeado y despreciables enemigos de personajes como él -Gil de Biedma y Ángel González, poetas-, no sabía a qué carta quedarse. No ganamos para idiotas, crecen más que las setas y aunque no llueva.
Juan Goytisolo constituye, en mi opinión, la tercera anomalía literaria de nuestra ninguneada cultura del siglo XX. En su contundente intervención, sin fisuras ni mangoneos churriguerescos, introduce un neologismo con fortuna: “cervantear”. Pues ahí está el eje vertebrador de nuestra mejor literatura. Escribir porque hace falta y se quiere y se ha sentido, y no para la gloria de la que el propio Cervantes nunca disfrutó. “Volver a Cervantes y asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura, tal es la lección del Quijote”. Es lo que los del Òmnium Cultural no entenderán nunca porque está fuera de su alcance mental y de las aspiraciones de su patrimonio intelectual. Por eso esta sociedad local nuestra está demediada entre la frivolidad y la frustración de una mediocridad sin asumir, metida aún en el armario de las vergüenzas.
Decir ante aquel personal apingüinado que “nuestra marca España vive hoy bajo el umbral de la pobreza”, o que aspirar a “ser noticia” constituye una expresión obscena expresamente indicada para los parásitos de la literatura. Y para terminar, un colofón audaz y temerario: “Digamos bien algo que podemos. Los contaminados por nuestro primer escritor -Cervantes- no nos resignamos a la injusticia”.
Conforme le vieron venir, con chaqueta y corbata, tranquilo y sombrío, poco locuaz, atento pero despistado, subiendo al altar mayor, que es lo que parece el púlpito del paraninfo de Alcalá de Henares, flanqueado por dos maceros en traje de gala, y así que empezaron a escucharle se les erizaron los cabellos y alguna peluca. El alcalde de Alcalá de Henares, un cenutrio del PP, Javier Bello -confío que no sea descendiente de aquel gran periodista hoy olvidado, como tantos, Luis Bello, que no era alcalaíno pero sí de la Castilla profunda, Alba de Tormes, y es sabido que la especie se deteriora mucho-, tras contemplar el espectáculo llegó a la conclusión que el mundo, es decir, su mundo se había vuelto loco. Unos reyes jóvenes charlando con un tipo ataviado de menestral chaqueta verde, fuera de todo protocolo, sin dar las gracias a nadie, principio capital para que el mandarinato adquiera esa categoría que el gran Camilo José Cela hubiera podido resumir en un juego de abalorios que rompía con la costumbre, que no siempre es la tradición: donde cago no pago.
Y el alcalde Javier Bello, en su desconsuelo ante el mundo que viene y que el flanero Rajoy no sabe afrontar, oyó, con esos oídos atentos al poder y sus protocolos. “Un discurso demoledor, donde mentó a Podemos¿ y usó la palabra mierda ¡dentro del paraninfo!”. Fue demasiado. Se negó, rompiendo la tradición, que no el protocolo, a acompañarle en el almuerzo. Al fin y a la postre el alcalde no tenía ni idea de quién era aquel pájaro esquivo de la chaqueta verde al que todos parecían respetar. Y así acabó la cosa en Alcalá de Henares, sede del Cervantes.
El diario Abc, depositario desvaído de las esencias hispanas Madrid-Sevilla, dedicó a Juan Goytisolo artículos memorables de sus columnistas más salomónicos. Un tal Ruiz Quintano, haciendo de heredero voluntario de González Ruano, apuntaba a su obsesión de chico de derechas por falta de otra oferta -“cheque sí, chaqué no”-. Tan agudo que podrían incorporarle al Polònia de TV3; la traducción es lo de menos. Pero el mejor fue ese chico que se inició con un libro exultante, Coños, que promocionó Umbral, otra perla, y como los coños no dan para vivir, a menos que uno tenga brío y se dedique al proxenetismo, se pasó al papa Wojtyla y al santoral de un creyente obtuso aunque sólo fuera en el terreno de los libros y las televisiones. El Gobierno del PP -su partido sin rumbo y con presidente apocado- había ejecutado “un gesto diarreico y genuflexo” al otorgar a Juan Goytisolo el premio Cervantes.
Y la mierda, qué pasa con la mierda que tanto impresionó al alcalde de Alcalá y demás autoridades. Fue una referencia feliz a los Cien años de soledad de García Márquez, que le venía al caso como una conclusión definitiva a los oyentes y a los periodistas que casi sin excepción manipularon el acto: “Alcanzar la vejez es comprobar la vacuidad y lo ilusorio de nuestras vidas, esa ‘exquisita mierda de la gloria’”.
Gregorio Morán.
Artículo publicado en La Vanguardia.