La doble humillación (1)
El partido más corrupto de España ha ganado las elecciones. Esos caballeros que saquearon España antes, durante y después de la burbuja han sacado pecho. Ese españolísimo, “aquí roban todos”, es nuestra marca del siglo, y debió de nacer en Catalunya, me temo, aunque sólo fuera porque tuvieron un presidente con tal desparpajo que cuando le descubrieron como delincuente apeló a las masas y ellas le dieron el aval de que a partir de aquel momento sería la medida de la honradez en política.
Todo eso sumado y revuelto se llama España, y tiene de Gran Padrino a Mariano Rajoy, un individuo atildado como corresponde a un registrador de propiedades ajenas, y que no pasará a la historia porque ya está en ella. Gesto altivo, silencios elocuentes y ese fruncido de ojos y frente, al unísono, que le convierte en el cínico más distinguido y discreto, sobre todo discreto, de cuantos presidieron los gobiernos desde la muerte del Caudillo.
Permítanme decirlo y sin rubor, a las claras: Rajoy es un crack. Lo que llevaba buscando la derecha de toda la vida desde que Fernández Miranda les coló a Adolfo Suárez. El que roba, roba; pero con carnet de caza. Si te pillan de furtivo, el problema es tuyo, aunque el dinero sea nuestro. Ni siquiera el más adulador del equipo que rodea a Mariano Rajoy pudo concebir que pudiera salir indemne de aquello que no logró ni Berlusconi. “¡A Berlusconi –aseguró Mariano, dejando caer sobre el mármol ese maldito seis doble que amenazaba con joderle la partida de dominó– le perdieron las mujeres!”.
¿Por qué votaron al PP, sabiendo no sólo lo que representa sino todo lo que ha hecho, ocultado o facilitado? Se podría explicar con una metáfora histórica arriesgada. Como la gente tiene la memoria corta y la lengua larga, conviene recordarles que de toda la Europa de nuestro entorno nadie robó más y con tanto descaro como la banca española, y aquellas entidades, tan familiares, que se daban en llamar cajas de ahorros, desvalijadas por los sucesivos partidos locales. Y sueldos directivos a lo Wall Street. No sólo robaron, sino que el fraude y el dolo, las sisas, su impunidad, su absoluta desvergüenza ante una ciudadanía que de pronto se encontró que no le amenazaba la miseria sino que ya estaba en ella. Para dejar el cuadro bien a la vista, el Estado, es decir nosotros, las víctimas, cubrimos sus vergüen- zas con cantidades astronómicas para que no quebraran y la mayoría ni siquiera tuvo el gesto de cambiar a los gerentes, a los líderes, sino que los ensalzamos por sus palabras de aliento y su confianza en el futuro de seguir robándonos.
Robar, diga lo que diga la más sofisticada jurisprudencia mercantil y financiera, que probablemente ni lo incluye en su vademécum, consiste en quitarle a uno lo que es suyo. De la forma que sea, pero quitárselo. Es como cuando usted lee el recibo de la luz y le dan ganas de salir corriendo a la oficina más cercana para que le aclaren los términos, después de pedir un numerito y que le chuleen durante toda la mañana, y salga convencido de que le han engañado pero que no tiene medios para enfrentarse a un monstruo empresarial. Un encanto de monstruo que además subvenciona la cultura, ayuda a intelectuales que de otra manera no podrían desarrollar su obra… y descuenta, imagino, a la Hacienda pública con ese invento moderno de las fundaciones, que no tiene nada que ver con las de Teresa de Ávila.
Vamos ya acercándonos al meollo. Disculpen las digresiones que tratan de aliviar la estafa social que sufrimos. Sabiendo lo que sabe, esa familia hipotecada hasta los biznietos, conociendo las sisas mensuales a las que se someten sus recibos, viviendo la angustia de unas pensiones que son como un monumento a la desvergüenza, enterada de que ningún país de Europa tiene tal cantidad de millonarios –a esto se llama demagogia, como antes, cuando veías una película española o italiana sobre pobres, se decía que era un cine deprimente y poco sano–, ¿a dónde creen que llevan sus humildes recursos?
El millonario es muy fácil de definir: hombre de negocios, financiero, o traficante, o las tres cosas, porque dinero que no se mueve, dinero que se muere. Pues bien, sabiendo todas esas cosas ¿dónde vamos usted y yo a depositar nuestros fondos, a usar las tarjetas de crédito, a cobrar las rentas de nuestros trabajos?… Pues al mismo lugar que a ciencia cierta conocemos como unos chorizos que ayer desvalijaron el país, que tuvimos que cubrir sus agujeros, que tuvimos que soportar su chulería de arrogantes con salarios de pasmo. ¡Vamos al banco!
¿Qué otra posibilidad hay? ¡El calcetín! ¡Debajo del colchón! ¿En el congelador de la nevera? Sospecharía de nosotros hasta el fontanero. “Oiga, señor, estos billetes están más fríos que los cubitos del gin-tonic”. El banco, la caja de ahorros, no son imprescindibles pero se han constituido en lo más necesario para poder vivir. Seguridad no dan ninguna. Tienen un pasado de juzgado de guardia. Pero aún a nadie se le ha ocurrido poner una caja fuerte en el lavabo. Porque sería un acto ridículo. No le pagan en billetes sino por transacciones.
Por eso ganó Mariano Rajoy y el más corrupto de los partidos españoles. ¿Qué hace usted con la mierda de dinero que le corresponde? ¿Y si tiene más de 65 años y una familia, se va a meter en inventos? Cuando llegamos a una situación donde no hay alternativa, donde votar al soldado Sánchez es como hacer una tortilla sin huevos, cuando los nuevos partidos ya no hablan de casta sino de clase política, uno entiende que quien es pobre está indefenso y acepta la corrupción como forma de paisaje social. Sucede en todo el mundo.
¿Quién representa mejor los intereses de la corrupción? Mariano Rajoy y los suyos. Ni le he votado ni le votaré en mi vida, pero eso importa muy poco, ya hay gente suficiente para darle su apoyo y en muchos casos mintiendo o clandestinamente –dudo yo mucho de que esos resultados espectaculares del PP en Barcelona, la Rosa de Fuego, haya alguien que tenga el valor de asumirlos–. En la ceguera de sólo mirarse en su propio espejo está la primera gran humillación de la izquierda. Nunca entendimos nada sobre aquel lema de la izquierda transformadora: dónde está el enemigo principal, y dónde el secundario.
No hay mayor error que minusvalorar al enemigo. O quizá sí, ¡equivocarse de enemigo! Que un político lea el diario Marca resulta para buena parte de la población culta de este país un rasgo de vulgaridad; entiéndase, si sólo lee eso. Los campos de fútbol están llenos, por demás, de intelectuales que se pirran por hacer de Manolo Vázquez Montalbán. Catedráticos de universidad que consideran su obra maestra de la historiografía un folleto, más falaz que su autor, donde cuenta las gestas de su equipo. Ese es el caldo de cultivo de Rajoy, igual que lo fue el de Pujol; los travestís políticos.
Aparece de pronto un peligro ridículo, el de los fantasmas derrotados, para quienes volver a los Cuadernos de la cárcel de Gramsci, el comunista italiano que tanto se tradujo en España y que tan poca influencia tuvo, creen que les va a servir de algo que vaya más allá de una cita brillante y una idea luminosa. Se acabó la verbena, y llegó la política.
Esta ha sido la primera humillación de una izquierda tan expedita que hasta se erigían en líderes gracias a un eximio pensamiento populista, un oxímoron, una contradicción en los términos. Ya contaremos la otra, aún más sangrante. La enunció, en la plaza del Museo Reina Sofía de Madrid, una militante en pleno parlamento escolástico de Pablo Iglesias sobre lo caliente y lo frío: “¡Estos resultados electorales son una mierda!”. Y se hizo el silencio.
Artículo publicado en La Vanguardia.