A Quintero no le gustan las entrevistas
Hizo la mejor tele porque aquello que hacía en la pantalla no era tele, sino radio. El Silencio: así llamó a su productora y no pudo ponerle mejor nombre. Durante años hubo silencios de segundos que se hacían eternos en el prime time de Televisión Española donde hoy hay bocinas que anuncian que el tiempo del concurso se acaba o famosos cocinando un chuletón esferificado. También hubo durante aquellos años humo de cigarrillos y whiskies porque así es como mejor se charla. Y charlar era su oficio. Lo ejercía con maestría mediante el revolucionario método de escuchar al otro, al que no le quedaba más remedio que rellenar con reflexiones hechas a tumba abierta los silencios que el anfitrión dejaba sobre la mesa en forma de hospitalidad o de trampa, vaya usted a saber. “¿Qué es la felicidad?”, preguntaba y, dándole otro trago lento al whisky, declaraba clausurada su boca durante los próximos minutos en plan ahí lo llevas, fíjate que el pilotito de la cámara está en rojo. La felicidad televisiva y radiofónica era ser testigo del trabajo de Jesús Rodríguez Quintero (San Juan del Puerto, Huelva, 1940 – Ubrique, Cádiz, 2022).
Dicen que ganó mucho dinero y que siempre, fiel a la cita, se acababa arruinando con negocios que no iban a ningún lado. Quizá lo hacía intentando ser coherente con esas aperturas de programa en las que, al estilo Chaplin en El gran dictador, le explicaba a la audiencia sentada frente a la tele que el dinero corrompe. También el poder corrompe. Él, mientras las cámaras lo enfocaron, tuvo bastante poder y siempre lo usó bien. Siempre para defender la libertad, palabra por la que debe haber llorado mucho estos últimos años de retiro al verla tan prostituida. Siempre para señalar con el dedo al abusón y siempre para ponerse del lado del que sufre los abusos. Con su pañuelo al cuello y sus zapatillas de deporte caras y variopintas, faceta desconocida ya que los pies no se ven en pantalla, era habitual verlo pasear por las calles del centro de Sevilla. “Hoy he visto a Quintero por la Catedral”. “Yo lo vi ayer por el Barrio de Santa Cruz”. Las familias sevillanas jugaron durante un tiempo al Dónde está Wally local con un Wally extremadamente fácil de localizar entre la muchedumbre, porque no había por la calle otro como él. Si Quintero nunca hubiera aparecido en una pantalla de televisión, las familias sevillanas hubieran jugado a lo mismo: “He visto al tío del pañuelo y las zapatillas de colores por la zona de la Catedral”. “Yo lo vi ayer en Santa Cruz”. A aquella vaca sagrada que teníamos el gusto de tener por vecino pocos se atrevían a pararla y molestarla. Tal vez por miedo a que, al pedirle una foto o un autógrafo, al tipo le diera por encenderse un cigarrillo, mirarte a la cara y preguntarte si eras feliz, jodiéndote el resto del día.
Quintero es la historia del periodismo formada por las historias de quienes se sentaron frente a él. Quintero es mil historias que le rozaron. La mía es que intenté entrevistarlo obsesivamente en muchas ocasiones y que nunca se dejó. La vez que estuve más cerca fue aquella en la que conseguí sacarle a su representante Esther la promesa de que le iba a hacer la propuesta en firme de que nos viéramos, a pesar de que él le tenía dicho que no le gustaban las entrevistas. “A Jesús Quintero no le gustan las entrevistas”, pensé que sería un titular cojonudo para una entrevista con el gran maestro del género si me acababa diciendo que sí. Por supuesto dijo que no. Tiempo después, el destino, el karma, el duende del pañuelo o el genio de la lámpara llena de whisky, lo que fuese, me compensó. Vente mañana al Teatro Quintero –uno de los negocios que le arruinaron– que quiero que veas una cosa antes de que la estrenemos, me avisaron Gervasio y Mercedes, un productor y una directora de Sevilla. Aquella cosa era Mi Querida España, el mejor documental hecho hasta la fecha no ya sobre Quintero, sino sobre la España reciente, un trabajo construido sobre esas miles de historias de quienes se sentaron durante décadas frente al periodista. Tras hora y media en la sala de postproducción situada en las entrañas del Teatro que había sido ruina y sueño del mejor entrevistador de la historia de este país que no quiso aprender inglés y serlo de Europa o del mundo, la directora me preguntó qué me había parecido, qué partes quitaría y qué partes dejaría y yo le respondí que gracias.
Entre el lugar de nacimiento de Quintero y el de su muerte sólo hay 180 kilómetros. Entre un punto y otro del trayecto dejó momentos inolvidables de radio, de tele, de ratones coloraos y perros verdes, de personajes que para muchos eran memes y chistes y para él eran tesoros y amigos, de bendita locura. A ese tipo alto y elegante al que te cruzabas por las calles de Sevilla y al que hubieras mirado aunque no saliese por la tele, le hubiera pegado más morir en París, Londres o Nueva York después de una carrera llena de éxitos rotundos. La vida elegida por Quintero fue otra. Fue la de quedarse en su Andalucía para hacerla capital mundial de los mejores silencios y las mejores entrevistas, la de rechazar el éxito rotundo por la eficaz vía de ejercer ese tipo de libertad que cuesta y acabas pagando. Me alegra que me dijera que no a aquella entrevista. Porque a Quintero no le gustan las entrevistas.
Gerardo Tecé
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