Ante unas palabras desafortunadas del líder de la oposición
En la reciente sesión de Cortes el Sr. Pablo Casado se ha referido a la guerra civil. La ha caracterizado como una lucha entre quienes «querían democracia sin ley» y quienes «querían ley sin democracia». Las reacciones contrarias han sido fulminantes. Merece un suspenso en Historia de España y, quizá, también en Historia del Derecho.
En las raras ocasiones en que me he sentido inducido a referirme al líder de la oposición he subrayado una cualidad que siempre me ha dejado ojiplático: fue un estudiante de Derecho tan superdotado que aprobó la segunda mitad de la licenciatura de una tirada y en un curso. Yo me he preciado de mi buena memoria (hoy algo peor de lo que fue) pero confieso que no hubiera sido capaz de tal proeza. No estudié Derecho pero sí llegué a saberme de memoria la Ley de Sociedades Anónimas de 1951 más las disposiciones sobre otros tipos de sociedades mercantiles del Código de Comercio de la época. Y, ciertamente, memoricé como un papagayo todos los temas (salvo uno) de las oposiciones a un cuerpo de la Administración y los tres primeros ejercicios (tres horas de duración) de las de Cátedra.
Es decir, imagino que el Sr. Casado, dotado de envidiables facultades tan hipermnésicas como se decía que las tenía quien fue ministro de (Des)información y Turismo y fundador del antecedente de su partido, preparó a conciencia su intervención en el Parlamento (si bien da la impresión por las imágenes que he visto que, prudente orador, se llevó consigo algunas cuartillas). Por aquello de los nervios.
Después de haberme dejado las pestañas en casi cuarenta archivos españoles y extranjeros a lo largo de unos treinta años estudiando los orígenes y desarrollo de la guerra civil y de la subsiguiente dictadura me siento en condiciones de lanzar al Sr. Casado, o a sus historiadores de corte, un pequeño desafío: que demuestre documentalmente su doble aserto.
La guerra civil no se produjo espontáneamente. Fue el resultado de una conspiración monárquica, militar y fascista. Comenzó tibiamente en el primer año de vida de la República, tomó viento en el extranjero al siguiente y, tras la amnistía otorgada por el primer Gobierno Lerroux, sus responsables se trasladaron a España. A partir de 1934 se aproximaron a la Italia fascista y crearon una organización subversiva en el seno del Ejército. En octubre de 1935 se informó a Mussolini que, si las izquierdas volvían al poder aunque fuese por medio de elecciones, los monárquicos y militares se sublevarían. Así, pues, de generación como respuesta a los desórdenes públicos en la primavera de 1936, rien de rien.
El asalto al régimen democrático y al gobierno constitucional fue liderado por militares y políticos monárquicos, más o menos fascistizados, que lo justificaron con pretextos espurios: entre ellos, la amenaza roja (incluso soviética) que supuestamente se cernía sobre la patria. Con la idea de seguir las desangeladas palabras de uno de los conspiradores y alcanzar la victoria tras una guerra corta.
¡Ay! Una parte del pueblo español no rindió las armas y tampoco anticipó los casos de Austria o Checoslovaquia años más tarde. El gobierno legítimo se vio, no obstante, dejado en la estacada por sus aliados naturales: franceses, británicos y norteamericanos y condenado a su suerte en virtud de la política de no intervención. Naturalmente, con el indisimulado regocijo de nazis y fascistas que fueron poco a poco acentuando su ya bien demostrado desprecio a las democracias. Cero patatero, pues, al señor Casado en la primera parte de su desafortunada formulación.
Un cero quizá matizado en la segunda, porque los sublevados retorcieron torticeramente la ley, declararon como tales a quienes no se les unieron y empezaron, desde el primer momento, una «limpia» sin paralelo en la historia de España. Bajo el manto de una hoy inconcebible subversión del derecho, apoyado después por el Francoprinzip (aplicación castiza del Führerprinzip). Y, sin olvidar, bendecidos por la Iglesia católica española de la época.
Los sublevados se dotaron de una ley, la suya, fuera de todo control que no fuera el propio. Con ella en la mano subsistieron hasta prácticamente 1948. Entonces se dignaron sustituir el bando de guerra por otro sistema en el que solo varió la invocación jurídica porque, aunque la guerra había terminado casi diez años antes, la campaña contra el rojo debía continuar.
En resumen: es arriesgado querer subsumir en una frase de pocas palabras más de cuarenta años de historia. Hay que tener para ello una habilidad especial. El Sr. Casado es muy dueño de creer que la tiene. Debe, sin embargo, aguantar que mucha gente, y entre ella muchos historiadores, pensemos que la ha destilado en una formulación escasamente afortunada. Sugerencia: que lea más historia o busque mejores preparadores de discursos.
Ángel Viñas
Artículo publicado en Público