Aquellas elecciones de 1977
Esta semana se han cumplido 40 años de las elecciones democráticas de 1977. No me gusta utilizar el estribillo de “primeras elecciones”, porque en España hubo democracia entre 1931 y 1936, algo que muchos medios de información tienden a olvidar como si ese periodo no formarse parte de nuestra historia.
Ay…, pasan los años y pasa la historia sobre las vidas personales y las naciones. A veces la historia pasa con más rapidez que los años y a veces los años corren mucho más que la historia. En medio de estas contradicciones, que son bromas del tiempo, el ser humano procura orientarse. Somos un esfuerzo permanente de orientación.
Baudelaire lo escribió en Las flores del mal. El París que lo había hecho a su imagen y semejanza se había deshecho antes que él. Así que el poeta estaba huérfano, condenado al vacío entre el paso de los años y de la historia. Si la paralización del tiempo es un peligro y resulta incompatible con el deseo, la velocidad nos condena al diálogo con los lugares desaparecidos. Uno mismo puede ser un lugar desaparecido.
El tiempo y la historia han pasado sobre el estudiante universitario que yo era cuando se convocaron las elecciones de junio de 1977. También han pasado sobre España. Pero el ayer forma parte del presente porque las personas y las naciones necesitan orientarse, establecer una negociación y una coherencia que ordene su pasado y su futuro.
No es extraño que los debates provocados por los cambios políticos de los últimos años hayan vuelto sus ojos a la Transición. Hay quien la sacraliza como un marco perfecto de acuerdos; hay quien la considera un nido de fracasos y traiciones. Las coyunturas imponen ideas rápidas sobre el pasado e impiden una reflexión seria.
Como mi dedicación laboral es la Historia de la Literatura, estoy acostumbrado a vivir los procesos de la sociedad española a través de los libros. Lo que pasó en España en 1977 estaba ya fraguándose en escena recogidas por el teatro de Buero Vallejo, la narrativa de Max Aux y Francisco Ayala o la poesía de Ángel González y Gil de Biedma en los años 60. El paso del subdesarrollo al consumo del capitalismo avanzado necesitaba una modernización que sacase a España de la autarquía franquista.
Aunque la democracia era una prioridad para todos los que sufrían una dictadura asfixiante, había dos posibilidades enfrentadas. El movimiento obrero y estudiantil buscaba una democracia transformadora de calado social; las élites económicas del franquismo intentaban perpetuarse y conectar con el capitalismo europeo a cambio de renunciar a algunos de sus privilegios. Ganaron las élites bajo la metáfora de la monarquía.
En la historia hay traidores y héroes, pero sus movimientos no se deben a la traición y al heroísmo, sino a las correlaciones de fuerzas. Convertir la Transición en un fracaso completo es tan injusto como situarla en un espacio sagrado, sin deficiencias y contradicciones. Estas posturas fáciles sólo son posibles en un desconocimiento inocente o interesado de la historia. Una democracia con injusticias heredadas del franquismo no es lo mismo que el franquismo. Tampoco es un ejemplo que deba perpetuarse como único marco real para España.
En los debates culturales, los partidarios de la ruptura suelen identificar la alternativa a la Transición con fenómenos antisistema, como el uso de las drogas, la exaltación del irracionalismo, las pintadas callejeras y el culto a la enfermedad. Suelen pasar desapercibidas otras batallas más profundas, que yo viví en los años 80, como la defensa de Benito Pérez Galdós frente a los que querían acabar con la novela realista de calado social, o la reivindicación de Blas de Otero frente a los que pensaban que integrarse en la modernidad europea suponía defender la inspiración y el estilo frente al compromiso, o la escritura de una versión de la guerra civil que no se basase en la equidistancia, esa idea de que todos fueron lo mismo de malos tan útil para justificar la bondad borbónica sin exigirle responsabilidades a nadie y sin el justo amparo de las víctimas. Ahí se estaban dando las verdaderas batallas culturales, aunque no ocupasen un lugar vistoso en el ruido de la contracultura.
A 40 años vista, sólo me atrevo a apuntar 4 ideas en mi agenda íntima de orientaciones para situarme en la velocidad y la lentitud o en el paso del tiempo y de la historia:
1.- El orgullo de los márgenes puede ser una consecuencia de la derrota, pero no una aspiración de vida. La batalla está en el punto de vista con el que se interpretan los centros, no en la leyenda antisistema de los márgenes.
2.- Se equivocan siempre los viejos cuando intentan negar la nueva realidad de la juventud.
3.- Resultan muy poco de fiar los jóvenes que no guardan ningún respeto por la herencia de sus mayores.
4.- A mí me pasa con el comunismo español igual que a Baudelaire con París: me hizo y se ha deshecho antes que yo.
Luis García Montero
Artículo publicado en Infolibre