¡ Ay, España !
Carlos Saura ponía su cámara y lo que había al otro lado del objetivo era su actriz favorita: un país entero
“Si quieres aprender a hacer cine, fíjate en las películas de Saura. Es quien mejor pone la cámara”, me dijo una vez un director que fue alumno suyo. Era verdad: cada plano de Saura es una lección para quien quiera aprender esa cosa rara de crear imágenes en movimiento.
Cuando en 2017 Agnès Varda recibió el premio Donostia y el Oscar honorífico, reclamó menos galardones y más dinero para seguir haciendo películas. Tenía 89 años; falleció apenas dos años después. Está claro: los grandes cineastas son cámaras vivas que no quieren premios sino seguir rodando. Carlos Saura murió un día antes de recibir el Goya de Honor de la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas de España, un premio con el que la profesión agradece a los veteranos –las más de las veces ya retirados– una vida entera dedicada a este oficio. Pero Saura era un cineasta en activo: su última película, el documental Las paredes hablan, acaba de estrenarse en salas.
El ojo que mira a través del objetivo y dispara. Saura ponía su cámara y lo que había al otro lado del objetivo era su actriz favorita: un país entero, o sea, España. Al principio en blanco y negro porque era más barato y porque un país en posguerra se veía así, en gamas de grises. No le gustaba lo que veía en las pantallas de aquella época, un cine “políticamente ineficaz. Socialmente falso. Intelectualmente ínfimo. Estéticamente nulo. Industrialmente raquítico”. La descripción acuñada en 1959 durante las Conversaciones de Salamanca, ahora haría las delicias de los odiadores oficiales de titiriteros que añoran la vuelta a aquella época siniestra. Ese cine rancio era España y aquel Nuevo Cine pretendía cambiarla. Toda una generación de creadores que aparecería en los libros de Historia del Arte si en ellos se estudiara el cine como una disciplina obligatoria más. Carlos Saura asomaría en cada examen como uno de los grandes artistas españoles de todos los tiempos, el gran cosechador de éxito y renombre internacional junto a Buñuel. ¿Herencia goyesca? Puede.
El maestro de maestros: algunas fuimos alumnas de quienes fueron sus alumnos. Mucho de lo que nos enseñaban venía, directamente, del profesor Carlos Saura. Y de sus cómplices: “Hacíamos cine metafórico… ¡Porque no nos quedaba más remedio!” Eso nos dijo Querejeta a los estudiantes de la ECAM delante de una botella de vino blanco a pesar de lo tempranero de la charla. La mirada gris, el pelo gris también, la cara de niño rebelde y astuto. Ah… Querejeta. El aliento divino. Sin él no existirían muchas de las películas de Saura ni las de tantos otros, también fundamentales para entender qué es y ha sido este país durante más de la mitad de un siglo. Elías Querejeta contaba la famosa anécdota del título de La caza, que iba a ser “La caza del conejo” y fue censurado porque a ver si eso del conejo iba por lo que tenemos las señoras en medio de las piernas. Ya ven, los censores franquistas sí que eran groseramente metafóricos en sus mentes desquiciadas. Elías soltaba una media sonrisa irónica, agradeciendo a aquellos cafres que mejoraran el título original, pero en la mirada le latía todavía el recuerdo doloroso. Y un puntito de envidia ante los jovenzuelos que tenía delante: “Estos cabroncetes no pueden ni imaginarse qué era aquello de la censura”. A todos los látigos mediáticos que nos dan la tabarra con la supuesta dictadura woke, habría que obligarles a ver De Salamanca a ninguna parte (De la Peña, 2002) en bucle y con el método Ludovico de La naranja mecánica –y sin colirio– para grabar en sus exiguas mentes la ristra de declaraciones de los nombres grandes del cine español que vivieron bajo una verdadera dictadura: ahí está Saura con su retranca aragonesa, juvenil como siempre, mientras Picazo o Martín Patino sueltan insultos gruesos contra esa gentuza (sic) del Régimen. También Mario Camus, alumno a quien Saura ofreció ser guionista de su primera película, Los Golfos (1960). Un trasunto de sí mismos: la juventud rota, fracturada, que intenta agarrarse al madero flotante de la antigua EOC (Escuela Oficial de Cine). Qué bien lo cuentan.
Todos ellos eran y aún son víctimas, damnificados. Son nuestros padres, la generación que sufrió en sus cuerpos, en sus mentes, las consecuencias de una guerra que no conocieron y fueron educados en un país silenciado, represaliado, feroz. Una sacristía oscura donde estaba prohibido pensar, hablar, besar, follar y hasta vivir si no era de la manera en que te dictaban. Pero algunos privilegiados –ellos mismos se consideran así, a pesar de las dificultades– podían hacer cine rebelado contra la paz de los muertos. Como en La caza (1966), la película que adoraba Sam Peckimpah y donde la presencia de Alfredo Mayo resulta elocuente porque el actor interpretó al héroe viril de Raza (Sáenz de Heredia, 1942). Saura lo convierte en un “ganador de la guerra” vulgar, violento, básico. Tras él aparece la caricatura pequeña y deforme del guionista travestido que escribió Raza: Franco, ese hombre.
Las películas de Saura no son solo suyas y pertenecen a los que están detrás de su cámara como Querejeta, Luis Cuadrado, Azcona, Luis de Pablo, Teo Escamilla, Cruz Novillo. Aunque la mayoría de la gente solo sabe de quien se planta delante de ella: Fernán Gómez, Jose María Prada, López Vázquez haciendo cosas serias antes de Mi querida señorita (Armiñán, 1973) quien nunca quiso hacer el personaje proto-trans y estaba muerto de miedo, contaba Jose Luis Borau, profesor como Saura en la antigua EOC. También está Emilio Gutiérrez Caba, un pipiolo en La caza y en el mismo año de Nueve cartas a Berta (Martín Patino, 1966). Y la Gerarda, Geraldine, que también veíamos de rusa en Doctor Zhivago (Lean, 1965) y que además era hija de Charlot, te decían los mayores. Eran las películas de nuestros padres, mucho tiempo antes de que supiéramos que existían los directores de cine, los guionistas, los operadores de cámara, de aprender a mirar a través de la linterna mágica. Esos rostros, voces, luces, músicas, planos de la prima Angélica en el jardín de las delicias junto a los lobos que matan a Ana mientras Rafaela Aparicio bebe peppermint frappé formaban un universo único y reconocible que salía de la tele, que era donde veíamos esas películas de los 60, 70 y primeros 80. Crecimos con ellas aunque entendimos mucho después lo que significaban. Luego vinieron, más, muchas más. Salidas del ojo de la cámara que pintaba –Carlos era hermano del pintor Antonio– o cantaba ópera, danzaba y bailaba flamenco mucho flamenco, esa otra pasión donde seguía revisando los mitos y contradicciones de lo español, sobre todo en la trilogía con Gades: Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986).
Saura colocó la cámara delante de la España que exilió a Goya en Burdeos (1999), que envió a san Juan de la Cruz a La noche más oscura (1989) perseguido por la Inquisición como la poli persigue a los quinquis –como a los golfos– de Deprisa, Deprisa (1981). Artistas y delincuentes en el punto de mira: no hay tantas diferencias.
La España casi en blanco y negro y de mirada torva parecida a la de La caza aparece otra vez en El séptimo día (2005). El político de turno, un presidente de Extremadura, quiso boicotear la película basada en los crímenes de Puerto Hurraco. Poco amigo de la libertad de expresión el tal prócer y buena muestra de las contradicciones de la generación de Saura, esa que vendió a los hijos y nietos que ellos y solo ellos eran la Democracia, que no tenía cara de mujer sino pinta de señorón con barba y chaqueta de pana o corbata o puerta giratoria, que convertía en mito la lucha antifranquista (la de algunos, no todos) sin pensar que en ella se dejaron pelos en la gatera y que, vampirizados por la misma dictadura que combatieron, llevaban dentro su semilla de intolerancia y frustración.
El país peligroso y arrebatado es el mismo de ¡Ay Carmela! (1990), muy capaz de asesinar a la mujer-amante-madre-patria-artista del texto teatral de Sanchís Sinisterra. La humanidad de Carmela y la pasión por su arte –pobre, popular– sería la verdadera España-ña-ña en otra película metafórica que no lo es. Cine a secas, del que dispara y da en el blanco.
Saura sigue tras la cámara, como siempre. Está colocada en el sitio perfecto –el único–. Encuadra y el motor comienza a moverse con los engranajes de la imaginación. La acción se llena de contradicción; pasado y presente, horror y belleza, amor y violencia, dolor y deseo. España.
Pilar Ruiz
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