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Berlusconi fabulado

Los cuentos políticamente incorrectos dedicados al Cavaliere de Iliata, del autor del comisario Montalbano

El bien público

Mientras estaba tumbado al sol, al Cavaliere le entró una necesidad urgente. Visto que la playa estaba desierta, se reparó tras un arbusto. En ese preciso instante vió pasar un escarabajo pelotero que, a duras penas, trajinaba hacia su nido una bola de estiércol.

“Te bastará para comer todo el invierno”, dijo il Cavaliere.

“No lo creo”, respondió el escarabajo. “Estamos todos preocupados. Este año, entre una cosa y otra, hemos recogido poca cosa. Corremos el riesgo de pasar hambre”.

“¡Aquí estoy yo!”, se prestó il Cavaliere.

E hizo sus necesidades, sobre las que se apelotonaron todos los escarabajos loando la generosidad del Cavaliere.

Fausto 2001

Un día un cuarentón ágil, elegante, bien vestido, repeinado, de tez brillante y tirante, y costosísimo maletín firmado en mano, consiguió que le recibiera il Cavaliere. El visitante le causó de inmediato buena impresión: a primera vista, parecía el típico dirigente-manager del partido que había fundado; podía ser una buena adquisición en vista de la próxima campaña electoral.

“¿En qué puedo serle útil?”, le preguntó il Cavaliere.

“¿A mí? A mí, en nada”, dijo el visitante. “Es a Ud. a quien yo puedo resultarle útil”.

Il Cavaliere se irritó. No tenía nada que desear, habida cuenta de que lo tenía todo.

“Debe haber un error”, dijo bruscamente.

“Ninguno, créame. Usted, ayer por la tarde, a las diecinueve trece exactamente, solo en su baño, mirándose al espejo, pensó: “Daría lo que fuera por recuperar mi pelo”. Y aquí me tiene para servirle”.

Sin darle tiempo a reaccionar, el visitante abrió el maletín, sacó una docena de dibujos y los puso sobre el escritorio: en cada uno de ellos, la cabeza del Cavaliere estaba coronada con un peinado distinto –rizado, liso u ondulado–, siempre pobladísimo.

“Elija el que más le guste. El contrato lo tengo aquí listo. Apenas lo haya firmado, encontrará en su cabeza el modelo deseado. Y le garantizo también que, hasta la muerte, no perderá ni un solo pelo”.

“¿A qué compañía representa?”, preguntó il Cavaliere.

“No represento a nadie más que a mí mismo. ¿Aún no ha entendido quién soy?”.

Lo dijo de tal modo que il Cavaliere entendió. El visitante era el Diablo en persona, luego todo lo que había dicho era cierto. Bastaba concluir el pacto y recuperaría su cabello.

“Entonces, según la tradición, Ud. querría mi alma a cambio”, dijo lentamente il Cavaliere.

El visitante lo miró, ligeramente sorprendido, pero no abrió la boca.

Il Cavaliere suspiró, se lo pensó un momento más, y después alargó la mano.

“Venga, firmemos el contrato”, dijo.

Entonces, el visitante se carcajeó de él.

“¿Su alma? ¿Ud. querría darme como contrapartida su alma? ¿Pero no sabe que desde hace tiempo ya no aceptamos más almas? Era un comercio que le gustaba a mi abuelo, que incurría en pérdidas, pobrecito, y que les gustaba aún más a los poetas, que se recreaban adornándolo”.

“Entonces, ¿qué es lo que quiere a cambio?”.

“El ochenta y cinco por ciento de cuanto posee: televisiones, empresas, periódicos, sociedades, villas, todo. Nuestra petición no es para nada exorbitante. Piense en lo bien que quedará en los carteles electorales. Seguro que gana la campaña”.

“En este caso, prefiero que me retoquen las fotografías”, dijo il Cavaliere.

Y lo despidió.

El incorregible

En sueños, Dios se apareció al Cavaliere. Éste lo reconoció inmediatamente, porque el Señor era exactamente igual que como lo representaban, con su tunicón y su gran barba blanca.

“He venido a verte”, dijo Dios, “para hacerte entender cómo tu desmedida ambición, tu inagotable sed de poder son absolutamente ridículas. Aunque llegases a conquistar el universo entero, no serías más que un don nadie. El universo, hijo mío, es finito”.

“¿En qué sentido?”, preguntó il Cavaliere.

“Ahora te lo explico”, respondió Dios. “Imagina que yo tengo una colección de miles y miles de botellas de champán. Voy y destapo una. Pues bien, lo que conocéis como Big Bang no sería sino el ruido del corcho al descorcharla, me sirvo un vaso, y ahora estoy a punto de beberlo. Las estrellas que vuestros astrónomos ven nacer y morir son simplemente burbujitas que se forman y explotan. Y tú estás dentro de ese vaso y ese vaso es tu universo. Pero en cuanto me beba mi champán, tu universo desaparecerá. ¿Lo entiendes?”.

“Perfectamente”, respondió il Cavaliere. “¿Y cuánto me vendría a costar esta colección vuestra?”

Los Evangelios de dos Apóstoles

De entre los muchos apóstoles que difundieron, de palabra y obra, el Verbo del Cavaliere, dos, Marcello y Cesare1, fueron a su vez autores de Evangelios que aún hoy nos permiten conocer y admirar su grandeza sobrenatural.

Entre los dos textos sacros existen, es cierto, discrepancias que, sin embargo, no invalidan la verdad sustancial de la narración.

Ambos concuerdan en el episodio del Cavaliere, quien a los 12 años, asaltado por algunos facinerosos sin Fe llamados comunistas, los ahuyentó, David redivivo, lanzándoles piedras y golpeándolos a todos en la frente, pues era el Señor quien guiaba su mano. Disienten, si bien sólo en un detalle, a propósito del hecho de que il Cavaliere hubiese caminado sobre las aguas, como Él mismo confió a un reducido grupo de apóstoles.

Mientras Marcello afirma que il Cavaliere dijo: “He caminado sobre las aguas”, Cesare cuenta que la frase exacta fue: “He atravesado aguas turbulentas”.

Sin embargo, los dos evangelistas concuerdan, en todo y por todo, en el milagro del joven que, habiendo entrado en estado de coma, despertó y recobró la conciencia al oír la voz del Cavaliere en una de sus prédicas.

Marcello y Cesare también coinciden a la perfección en el milagro conocido como la “conversión del Sanedrín”. Conducido por sus enemigos ante el Sanedrín para ser juzgado, il Cavaliere fue acusado de faltas que jamás había cometido y tuvo que sufrir duras condenas. Pero, algún tiempo después, il Cavaliere, ayudado por su apóstol Cesare, consiguió encontrarse cara a cara con los componentes del Sanedrín y habló con ellos largo y tendido haciendo que el Espíritu Santo los iluminara.

Al final no sólo proclamaron que estaba libre de toda culpa, pecado original incluido, sino que algunos de los antiguos perseguidores empezaron a seguirlo y se convirtieron en sus apóstoles. Los pocos réprobos del Sanedrín que siguieron satánicamente acusándolo tuvieron vida breve e infeliz.

Un detalle curioso y extraño: los dos evangelistas no hacen mención al milagro más clamoroso y conocido, el de la multiplicación de sus cientos de miles de millones.

Los esqueletos

Un palermitano cedió ante la insistencia de un amigo y fue a verlo al apacible pueblo del norte de Iliata donde éste vivía. Un día iban paseando por el campo, cuando el amigo le indicó una villa lejana: “Allí vive il Cavaliere”.

Justo en ese momento, el terreno se abrió y los dos cayeron en una profundísima sima. No se hicieron nada, pero entendieron que iba a resultarles imposible volver a la superficie. Se pusieron a pedir socorro, pero nadie acudía. Al cabo de un rato, el terreno se volvió a mover y delante de ellos apareció una abertura que parecía la entrada de una galería. No teniendo otra elección, la atravesaron.

Era una galería larguísima, y lo que vieron, les aterró. A lo largo de la pared, había cientos y cientos de esqueletos, iluminados todos por lamparitas.

Empezaron a recorrerla, temblorosos, inmersos en un tufo insoportable, porque, de algún hueso, aún pendían piltrafas putrefactas.

Caminaron y caminaron bajo la mirada de las cuencas vacías y el rictus de las calaveras.

Madonna santa, esto es peor que la cripta de los Capuchinos”, balbuceó el palermitano.

Tuvieron que sacar fuerzas de flaqueza, y después de haber recorrido kilómetros, vieron una puerta. Anhelantes, la abrieron. Y se encontraron en una lujosísima habitación. Se quedaron atónitos mirando por dónde habían llegado hasta allí. La puerta que habían abierto era la del armario del Cavaliere.

Cuento verdadero

Elegido por aclamación popular Presidente de todo (de la República, del Senado, de la Cámara, del Gobierno) il Cavaliere reunió a sus ministros y les dijo: “Desde hace tiempo tengo preparada la reforma de la Constitución. Tomad nota. El texto lo he enviado ya al Boletín Oficial del Estado”.

Diligentemente, los ministros se surtieron de papel y bolígrafo.

“Artículo 1º”, dictó el Presidente, “Iliata es una república fundada en los trabajos del Cavaliere”.

Los ministros asintieron.

“Artículo 2º”, prosiguió el Presidente. “El color rojo, símbolo del odiado comunismo, queda declarado inconstitucional, y, por lo tanto, abolido”.

“¿Qué hacemos con los Ferraris?, preguntó el ministro de Industria.

“Ningún problema. Se pintan de azul”, rebatió il Cavaliere.

“¿Y con la bandera tricolor?”, preguntó a su vez el ministro de Defensa.

“Seguirá siendo tricolor, sólo que se sustituirá el rojo por azul”, respondió cortante il Cavaliere.

Y así sucesivamente. Se establecieron multas costosísimas para todo aquel que, habiéndose visto implicado en algún accidente, mostrara públicamente el rojo de su sangre; haciendo uso de herbicidas se acabó con las rosas y demás flores rojas; la carne roja se retiró de los mercados, mientras el pescado azul se puso por las nubes; el único vino que quedó a la venta fue el blanco.

Sumergidos en todo aquel azul, los Iliatanos comenzaron bien pronto a sentir nostalgia del rojo, nostalgia que se agudizaba día tras día. Se produjeron los primeros atentados reivindicados por los GRAR (Grupos Revolucionarios Adoradores del Rojo). Los contrabandistas se hacían de oro, no con cigarrillos o inmigrantes clandestinos, sino con latas de salsa de tomate, absolutamente prohibidas en Iliata.

Hasta que una mañana, tras una tormenta violentísima, apareció en el cielo un gigantesco arco iris que cubrió por entero el país. El rojo de aquel arco iris no era solamente un color, sino un altísimo grito de rebelión, decidido y terso. Aquel arco iris señaló, también por aclamación popular, el fin del Cavaliere.

Il Cavaliere y la muerte

Il Cavaliere, yendo por esos mundos de Dios, se tropezó con una vieja esquelética, vestida de negro, con una larga hoz en la mano. La reconoció al punto y tiró de las riendas de su caballo, que se encabritó.

“¡Comunista asquerosa!”, murmuró.

La Muerte, que era de oído fino, lo oyó y se echó a reír.

“Me han llamado de todo, pero comunista, jamás. ¿Puede saberse por qué?”.

“¿Acaso hay alguien más comunista que tú? Tú consideras a todos por igual, ricos y pobres, guapos y feos, reyes y pordioseros. Y esto no es justo: los hombres no son iguales. Yo, por ejemplo, soy il Cavaliere, el hombre más rico de este país, millones de hombres me escuchan, me siguen…”.

“Basta, basta”, interrumpió la Muerte, que no era ni comunista ni liberal sino sólo una miserable mal nacida, “me has convencido. Tú eres digno de un trato especial, te tendré en consideración. Te voy a decir el año, mes, día, hora, el primer minuto y el segundo de tu muerte”.

Se lo dijo y desapareció.

Il Cavaliere, paralizado por el susto e incapaz de hacer nada, comenzó a contar los segundos que pasaban, pasaban, pasaban, pasaban…

Il Cavaliere y la manzana

De niño, o sea, cuando aún no era tal, el futuro Cavaliere vio a un amiguito suyo que estaba comiéndose una manzana grande.

Le entraron unas ganas irresistibles de comérsela. Haciendo como si nada, se acercó al amiguito, le quitó la manzana y se puso a morderla.

La tía monja del futuro Cavaliere, que era una santa mujer, al ver la escena, recriminó ásperamente a su sobrino.

“No he sido yo quien ha robado la manzana”, refutó el chaval, que seguía dando mordiscos a la fruta. “La culpa la tiene mi amigo, que se la ha dejado robar”.

Il Cavaliere y la zorra

En el país conocido como Iliata había un Cavaliere que se llevaba a muerte con la Zorra. No pasaba un día sin que il Cavaliere, a través de sus pregoneros, que eran muchos y muy bien pagados, no contase las maldades de la Zorra, ladrona, receptáculo de odio, perjura, mentirosa, de poco fiar, envidiosa de los bienes del Cavaliere y siempre pronta a birlárselos.

¿Y todo esto por qué? Sólo porque el pelaje de la Zorra era rojo y el Cavaliere, cual toro ante el engaño, se enfurecía apenas veía dicho color.

Un día, il Cavaliere, escondido, vio que la Zorra quería comerse un gran racimo de uva de una parra. La Zorra saltaba y saltaba con todas sus fuerzas, pero, por más que se esforzaba –casi hasta sentir espasmos- en dar brincos cada vez más altos, al rato acabó persuadiéndose de que aquel racimo resultaba inalcanzable para ella.

“¿Por qué seguir aquí malgastando energía?”, se preguntó. “Encima, seguro que esa uva está demasiado agria”.

Y se marchó.

Il Cavaliere, en su escondite, se convenció inmediatamente de la exquisitez de aquella uva y de que la Zorra había dicho que era agria sólo porque no había logrado alcanzarla.

Así, se acercó a la parra, y sin siquiera bajarse del caballo, tomó el racimo y se lo zampó de un solo bocado.

Se intoxicó. La uva estaba realmente agria.

El pelo, no el vicio.

En Iliata hubo un Cavaliere que, en pocos años, acumuló una fortuna inmensa. Un día algunos magistrados empezaron a interesarse por sus negocios. Y empezaron a lloverle, entre otras, acusaciones de falsedad en público documento, corrupción, concusión y evasión fiscal. Las primeras sentencias de condena no se hicieron esperar. Il Cavaliere, a través de sus periódicos, televisiones y diputados (había fundado un partido), desencadenó una violenta campaña contra los magistrados que lo investigaban acusándoles de ejercitar una justicia parcial. Él mismo calificó lo suyo de persecución política.

Tanto hizo y tanto dijo que muchos iliatenses terminaron por creerlo.

Después, un día (como nos sucede y nos sucederá a todos), murió.

En el más allá, lo invitaron a pasar a una cámara desangelada. Había una mesucha tras la cual, sentado en una silla de paja, se veía a un hombre maltrecho.

“¿Eres tú il Cavaliere?”, demandó el hombrecito.

“Me va Ud. a permitir”, dijo il Cavaliere irritado por toda aquella familiaridad.

“Antes de nada, dígame quién es usted”.

“Yo soy el Juez Supremo”, dijo en voz baja el hombrecito.

“¡Pues yo lo recuso!”, gritó de pronto il Cavaliere, que había perdido todo: pelo, carne y huesos, mas no el vicio.

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Andrea Camilleri, traducción de Gorka Larrabeiti
Este texto se publicó en rebelión.org
1 N. d. T.: La alusión al Senador Marcello dell’Utri y al Avvocato Cesare Previti, parece evidente.

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