El cuento de Marisol; el sueño de Pepa Flores
Érase una vez, en un cálido lugar del sur, una niña muy alegre, muy dulce y muy valiente, a quien todo el mundo quería porque a todos alegraba con sus cantes y sus bailes, su gracia y su corazón risueño. Un día, atraído por los rumores que corrían sobre ella, un rey de un reino lejano llegó al pueblo de la niña en su carroza. El rey ofreció a sus padres, que eran muy humildes, un trato: se llevaría a la niña con él, bailaría, cantaría y actuaría para él, y ésta recibiría a cambio fortuna, fama y un porvenir de oro. Sus padres aceptaron. La niña, que quería ser artista, aceptó. Y el rey, nada más subir a la carroza, le impuso la primera condición: “Te llamarás Marisol”. Ahí la niña se puso un poco seria. Pero, tras pensarlo bien, respondió que sí, así me llamaré. Y partieron.
Como en todos los cuentos, sin embargo (como en todos los sueños), una carroza puede convertirse en calabaza, un palacio en laberinto. Ésa es, con variantes, la versión que contaría mucho después la niña, cuando ya no era tal –pongamos que con 31 años–: “Tenía miedo a todo en aquella casa. No podía ni rechistar”. El rey –ogro o “segundo padre”, según el momento o la perspectiva– respondería: “Dice que la tuve secuestrada, que no la dejé vivir su adolescencia. Es el precio que suelen pagar los niños precoces”.
El precio que suelen pagar los niños, en los cuentos, al internarse en el bosque o en la casa de chocolate de la bruja.
La niña cumplió este año, el 4 de febrero, setenta años. Hace mucho que no se llama Marisol, que vive un cuento muy distinto, vuelta a su hogar del sur. Pero todavía, hoy, si alguien reconoce sus ojos azul salvaje en algún sitio, puede ponerse a gritar como si estuviera contemplando a la Virgen. Que es exactamente lo que fue aquella niña, luego mujer, para toda España y parte del mundo, durante mucho tiempo.
La pregunta que debemos hacernos es: ¿quién estaba cumpliendo un sueño realmente, con aquel cuento: ella, su familia, el rey de la carroza, las multitudes que proyectaron en ella sus propios anhelos, de infinitos color y forma…? Puede que todos a la vez, y nadie en realidad.
Pero a finales de los años 50, en España, ciertas ensoñaciones, por delirantes, se dejaban sólo para la hora de dormir. Josefa Flores González había nacido, en 1948, en el barrio de la Victoria, en Málaga, en una de esas corralas con ropa tendida y olor a puchero en que todos se mezclan con todos y las madres llaman a gritos a los niños cuando oscurece. La cría también absorbía todo, desde sus vecinos gitanos a las clases de baile de las nenas pudientes que espiaba por las ventanas, empezando por la afición flamenca en su propia casa. Cuando tomó la comunión, contaba el biógrafo Javier Barriero, le hicieron los rulos con cables de la luz “cortados en cachitos”. “El traje, el misal y el rosario fueron alquilados”.
Quería ser “como Lola Flores”, le dijo al por entonces jovencísimo periodista Tico Medina cuando éste la entrevistó fugazmente en 1959, tras una actuación con los Coros y Danzas de Málaga en TVE. Pero, siendo aún aquel pajarillo con fuerza de huracán, lo cierto es que estaba ya “más rascada que la estera de un baño”. Las palabras son suyas y se las refirió al mismo Medina muchos años después, a cuenta de ciertos (sórdidos) episodios vividos ya a los ocho años, ocho, como bailaora de cuadro flamenco itinerante. “…Y querían hacer de mí el modelo de niña inocente, conformista y buena, para que fuera la referencia de todos los niños de nuestra generación”. …Y vive dios que lo consiguieron.
La consiguió, sobre todo, el empresario y productor Manuel Goyanes, que, tras verla aquel día en televisión, vislumbró algo que sólo puede la gente de su estirpe –los de un ojo aquí y otro en el año que viene–: un filón con que reproducir el éxito de niño cantor-cinematográfico a lo Joselito. Le salió algo mucho mayor. Al llevársela a Madrid en la carroza, o avión, junto con la madre, la puso a tocar todos los palos (baile, canto, idiomas, equitación), pero la hierba no crece donde no puede, y Pepita Flores, o la Pepi, como empezó a llamarla la familia adoptiva Goyanes, venía ya de serie con una intuición artística de las de ver crecer la hierba. La convirtieron en la Hija de España.
Porque pareciera que aquella España estaba deseando que le contaran aquel cuento, que Pepa Flores-Marisol estaba deseando protagonizarlo, y que el padrino Goyanes había olfateado de manera profética aquel (lucrativo) idilio, dispuesto a organizar por todo lo alto la boda, o mejor dicho comunión, en el altar del entretenimiento familiar masivo del simpático franquismo desarrollista.
Simpatiquísimo, inocente, virginal: Un rayo de luz (1960) se llamó la primera aparición en pantalla de la niña prodigiosa, a quien habían aclarado el pelo, castaño oscuro en origen, para sacar el máximo partido a la luminosidad desarmante de su rostro. La misma palabra lo decía: Marisol. Un angelito rubio de ojos azules, tierno y revoltoso, pícara de buenos sentimientos, que rimaba absolutamente con lo que las niñas de entonces, retoños últimos de posguerra, podían aspirar a ser. Que es lo mismo que decir lo que la España de entonces pretendía ser, o aparentar: un sueño de Hollywood y a la vez de andar por casa en que todo el mundo podía comprarse un Seiscientos, los policías eran amables señores al servicio de usted para cruzar la calle y la vida era una tómbola, tom-tom-tómbola, de luz y de color, en la que no se fusilaba a nadie.
Es lo que reflejaron sus películas, con unas historias que, si bien chorreaban mermelada en cada plano, conectaban con todos los públicos por ciertos detalles muy astutos que serían probablemente el secreto del éxito: la gente entronizó a Marisol en icono popular (“la niña que todos los padres querrían tener”, solía decirse) porque no hacía distinción entre la persona y el personaje, entre la niña audaz de la pantalla y la niña pobre que había franqueado desde la misma calle (desde sus mismas calles) la escalinata del palacio hasta cruzar el umbral del sueño redentor de la miseria.
Pero, de nuevo, ese sueño tuvo para ella también el reverso oculto de lo que luego denunciaría como adolescencia robada, o “explotada”. Si la llevaban a una fiesta con los capitostes del régimen, por ejemplo, Goyanes improvisaba una amenización con la muchacha como títere: ella sabía que aparecería una guitarra de algún sitio y que le harían inevitablemente cantar y bailar. Ser Marisol, en fin, las veinticuatro horas del día. El mánager, tutor y patriarca impulsó una maquinaria de merchandising en torno a su figura –trabajo extra para ella– digna de estudio, admiración o espanto, según. El memorial de los agravios contra la familia protectora engordaría con el tiempo, entreverándose el amor y el odio. Goyanes repondría: “Gracias a ese ‘encierro’ la Pepi ganó millones de pesetas y sacó de la miseria a su familia”. (Qué caro sale tantas veces el dinero.)
Trataron de conservarla en lo posible como niña, apretándole el corsé, no fuera nadie a pensar que había pechos debajo, pero cuando dio el estirón final sólo fue cosa de adaptar el guión para convertirla ahora en la Novia de España, en “la nuera” –porque el tema era casarla– “que todos los padres querrían tener”. Talento descomunal, simpatía sin trampa ni cartón, belleza subyugante: hasta las que la envidiaban no podían evitar quererla. Para cuando efectivamente se casó tenía 21 años y el afortunado marido también se llamaba Goyanes, Carlos: el hijo del padrino, en lo que suponía la culminación de la jugada maestra del empresario. Ella estuvo a punto de desmayarse, como en las películas, porque en realidad quería y no quería hacer aquello.
“La crueldad de esta historia consiste en que Marisol se ha hecho mujer delante del patio de butacas y su desarrollo físico y espiritual se ha producido como un espectáculo”, escribió en su día Manuel Vicent. Por ejemplo: el momento en que le vino su primera regla fue en mitad de un escenario, en Barcelona –contó a Barreiro–: “Se me fue manchando el traje poco a poco, cada vez más, a la vista de todo el mundo. Una señora que estaba en primera fila subió y me puso un abrigo encima”. Esa señora del abrigo era exactamente el público, el país: una España que la adoró sin condiciones y que de tanto amor casi la mata, haciéndole subir a actuar una y otra vez y socorriéndola, en última instancia, en la función de fin de curso –la fortuna nos guarde de lo que la gente quiere de nosotros, dijimos a cuenta de Amy Winehouse–. A los 15 años le dio una úlcera.
Puede uno cumplir un sueño y no cumplirlo a la vez. Quizás fuera ésa la crueldad, la tragedia o tragicomedia íntima de Pepa Flores durante las décadas en que reinó como mito popular aquí y en el extranjero: soledades aparte, el estar y no estar interpretando el cuento, el sueño, la película que quería, cantando y no cantando la canción que le pertenecía. Su carrera, a partir de los 20 años, tratando cada vez con mayor esfuerzo de dejar atrás la imagen de niña buena para encontrar un sitio propio en la interpretación y la música, reflejó seguramente esa disonancia. Algo extraño ocurría para que, aparte sus grandísimos réditos de popularidad y ciertos éxitos puntuales, la Pepa Flores adulta no reinase en el cine y la canción como parecía estar escrito, dando –escribió el crítico A. Fernández Santos– “un porcentaje mínimo de lo que lleva dentro”.
Pudo ser por distracción, por desidia, por hartazgo; por las injerencias (irritantes) de sus apoderados durante demasiado tiempo; por errores de cálculo artístico (fatales a veces, sobre todo en el cine); por su abrazo cuasi-religioso a la causa comunista tras su unión (a fuego) con el bailarín Antonio Gades, algo que de seguro le causaría problemas de imagen, a pesar de que si alguien conservaba aquí una imagen prístina, virginal, cayeran picas, chuzos de punta o fotos en Interviú (que tiró un millón de ejemplares con su desnudo en portada, año 1976) era ella.
Pero sería, sobre todo, porque sus verdaderos anhelos tiraban cada vez con más fuerza en otra dirección: su origen, su gente, su intimidad tranquila. Retirarse, como hizo con Gades, a la costa de Levante, para no pensar en otra cosa que ser madre y disfrutarlo (“el reencuentro con aquella niña que nunca pude ser”). Empezar a contarse otro cuento distinto.
Visto ahora, podría decirse que todo obedeció muy pronto a un proceso, lento pero decidido, de demolición de su propia imagen, de rebelión contra lo que había sido: la bellísima joven de 25 años, pantera rubia con vaqueros, que leía a Tagore y vacilaba con ternura a los periodistas, sepultando a la niña de Ha llegado un ángel; la mujer declaradamente comunista, que casi vomitaba recordando sus audiencias con las hijas de Franco, donando las piezas de los premios que le habían dado precisamente como diezmo para la causa anti-franquista. “En mis inicios se me grabó en la mente que yo era Marisol para sacar adelante a mi familia. No disfrutaba. Ahora no tengo necesidad de fingir. He empezado hace poco a ser yo pero todavía me contradigo”.
Porque se trata, éste y cualquier sueño, de llegar a ser quien uno es, y no lo que otros esperan que seas. Marisol fue desvaneciéndose conforme Pepa Flores conquistaba la varita mágica de su propia vida; lo cual implicaba conjurar el encantamiento, abandonar el palacio, dejar los montes y volverse al mar sin dar explicaciones a nadie. Hizo su último disco en 1983, y su última película en 1985. Desde entonces su ausencia fue creciendo hasta hacerse absoluta, estruendosa. Le han seguido ofreciendo barbaridades de dinero por aparecer aquí o allá, pero nada. El suyo es uno de los silencios más dignos y más elocuentes, de los que más podríamos aprender en este mundo histérico y sin brújula. La niña prodigio, la sexymbol de una era, el primer icono popular de una sociedad que soñaba con que pasara la carroza del destino por su puerta, acabó descubriendo, como en los cuentos, que el tesoro había estado siempre enterrado bajo sus pies:
“Cumple ardientemente tu papel y entrégate de lleno a la labor. Aléjate de toda duda inútil, toda idea de imposibilidad que te hayan inculcado. Perfecciónate en aquello que puedes hacer bien y perfecciona el cachito de mundo que te toca trabajar. Vuelca todo tu amor en ese metro cuadrado que ocupa tu existencia. No lo abandones”.
Miguel Angel Ortega Lucas
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