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El debate

Un debate electoral, si es un cara a cara entre dos candidatos, se tiene que ver como lo que es: ¿Un espacio donde se enfrentan dos ideologías? ¿Un lugar donde se puede comprobar en qué medidas se concretan las diferencias ideológicas y programáticas de ambos contendientes? Sí. Cierto… pero poco.

Lo principal de un debate de ese tipo es que, al final, alguno de los participantes quede como ganador, lo cual lo convierte en una especie de combate de circo romano, donde los gladiadores tienen claro que han de saber teatralizar sus movimientos y golpes.  Porque se trata de eso, del espectáculo. Lo importante de tales debates es que, a partir del día siguiente de haberse realizado, ya se pueda hablar de vencedor y vencido. No se trata de que los argumentos del uno o del otro sean mejores o más convincentes, sino de que lo hayan parecido.

Los medios y los partidos que montan estos debates lo hacen partiendo de la certeza de que, dado que los ciudadanos en el mejor de los casos, no pueden retener la multitud de cifras y datos que se manejan, ni tampoco sepan y/o carezcan de información suficiente de los temas que se tratan y hablan, perciban que este o aquel candidato parezca tener algo o toda la razón en lo que dicen defender. Un ejemplo claro de lo que afirmo es la hábil trampa mortal en la que Ana Pastor metió a Sánchez al preguntarle a Feijó si él hubiese reconocido la soberanía de Marruecos sobre el Sáhara Occidental. Feijó, bien asesorado, (¿por la misma Ana Pastor? ¿Por Miguel Ángel Rodríguez? ¿Por los dos?) tiró la pelota al tejado de Sánchez con la excusa de que este no había informado al Parlamento ni al Senado del porqué ni para qué de ese pacto realizado en la más absoluta oscuridad y en el más vergonzoso de los secretos. Feijó, “inocentemente”, aseguró que no podía hablar de ese tema porque al igual que el resto de los españoles desconocía los términos de tal pacto, invitando a Sánchez, su firmante, que lo contase… y ahí no es que lo pilló, es que lo atropelló. ¿Cómo iba a explicar Sánchez que había traicionado al pueblo saharaui para que los americanos consiguiesen, a cambio, que Marruecos reconociera al Estado de Israel?

Según opiniones, Feijó quedó mejor porque dijo una tal cantidad de mentiras y datos falsos con tanto aplomo y seriedad, que hizo imposible a Sánchez, por falta de tiempo, rebatir tanta basura y falsedades. Esta gente son especialistas en ello, hasta el punto de continuar, a día de hoy, con su manipuladora afirmación de que Zapatero congeló las pensiones, cosas que jamás hizo. Argumento que Feijó no dudó en utilizar.

En este país los debates nunca han interesado a los partidos del Sistema. No me refiero, obviamente, a este simulacro del lunes pasado, sino a los que se deberían estar realizando con regularidad en las televisiones públicas durante todo el tiempo, desde la llamada Transición Democrática hasta hoy. ¿Por qué puntualizo al decir que se deben hacer en las televisiones públicas? Pues porque, en principio, son las menos sospechosas y porque son las más reformables. Las privadas tienen dueño… y los dueños… dueños son.

Los debates deberían ser obligatoriamente temáticos y temporales, abiertos a todos los partidos, sin ningún tipo de restricciones para nadie, cada quince días mínimo, en horarios asequibles a los españoles que trabajan y con una dirección profesional seria y de consenso.

Sé que habrá mucha gente que piense que esos temas no interesan al gran público, que son aburridos y que nunca solucionan nada. Yo pienso que, al revés, que cuando el ciudadano telespectador se diese cuenta de que ahí se habla de sus vidas, de sus necesidades, de sus derechos, y también por qué en muchos casos, “no se pueden atender” esos derechos y necesidades, desaparecerían de sus pantallas las Rociítos, las Tamaras y sus madres.

Convencido estoy de que, si las cosas fuesen así, debates como el del lunes, amañados, pactados y cuajados de mentiras y artimañas más teatrales que serias, no serían posibles. Lo que hacen falta son muchos debates de verdad, para hacer de los españoles un pueblo más implicado y participativo en su propio desarrollo, más formado en aquello que nos interesa a la ciudadanía… y que aprendiésemos que ser adscrito, simpatizante, o seguidor de tal o cual partido político, nada tiene que ver con ser del Atlétic, del Valencia o del Barça.

Miguel Álvarez

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