El futuro no es tan impredecible como dicen
Frente a la «política del poder» está la Gran Política, que plantea los enfrentamientos como «problemas a resolver» en beneficio de toda la sociedad.
De acuerdo, el futuro es imprevisible, pero de él sabemos al menos una cosa con certeza: nos planteará problemas. Si piensa que esta es una conclusión trivial, se equivoca. La dinámica problema-solución es el gran motor de la historia. La cultura es solo el conjunto de soluciones que una sociedad ha inventado y transmitido a lo largo del tiempo. El ordenador en que escribo, la mesa que lo sostiene, la ventana a través de la cual veo la terraza y las casas de enfrente: son soluciones a problemas. También lo son el lenguaje, las ciencias, las costumbres, las religiones, la tecnología, las instituciones. Muchas de nuestras normas son resúmenes contundentes de soluciones a problemas ya olvidados. Soluciones que podrían explicarse, pero cuya eficacia aumenta si se imponen por la vía expeditiva de la obligación moral.
Si inevitablemente vamos a tener que enfrentarnos con problemas, parece sensato prepararnos para salir bien del trance. Esa es la función principal de la inteligencia. Es cierto que los problemas pueden ser de muy distinto tipo –físicos, afectivos, sociales, económicos, políticos, técnicos– pero creo que se puede elaborar una Ciencia general de la resolución de problemas. Por cierto, ese fue el sueño de la inteligencia artificial, que comenzó en 1957 con el programa General Problem Solver, diseñado por Newell, Shaw y Simon. Se veía claro cuál era el objetivo, aunque en aquel momento estuviera muy lejos de conseguirlo.
Los problemas humanos tienen que ver con la acción. En ella influye, sin duda, el conocimiento, pero también las necesidades, deseos, expectativas, emociones.
Como indica la etimología, pro-blema es algo que aparece frente a nosotros y nos impide el paso. Un ser inerte no tiene problemas. Solo los tienen los seres dirigidos a un fin. Esto hace que toda solución tenga un aspecto cognitivo y también un aspecto conativo y emocional. Todos tienen que ser considerados por la Ciencia general de resolución de los problemas. Es posible describir las competencias que habría de tener una inteligencia resuelta, es decir, capaz de avanzar con resolución y de resolver problemas. Es nuestra mejor herramienta para enfrentarnos al futuro, y debería introducirse en todos los niveles educativos. Hasta ahora, cada disciplina se encarga de resolver los de su campo (matemáticas, economía, ciencias, artes, medicina, ingeniería, etc.). La psicología y las terapias se encargan de los problemas personales. Hay buenos tratados de cada uno de ellos. Pero deberíamos ir más allá y desarrollar en cada persona su competencia heurística, solucionadora, que incluiría también los problemas de la vida cotidiana.
Como aplicación de esta tesis he dedicado mi último libro Historia universal de las soluciones a estudiar los problemas que afectan más profundamente a la vida de las personas, aquellos que surgen de la necesidad que tenemos de buscar nuestra felicidad en la ciudad, en la polis. Me refiero, claro está, a los problemas políticos. Contemplada desde la altura de El Panóptico, la historia de la organización de los grupos sociales es, sin duda, la historia de las estructuras de poder, desde las primeras jefaturas hasta los Estados más complejos. En un principio, los grupos familiares elegían a un jefe para que resolviera un problema concreto, fundamentalmente la guerra. Pero la complejidad de la ciudad hizo necesaria una organización estable, una administración, y ese aparato fue hipostasiándose, alcanzando una existencia aparte.
El origen divino del poder consumaba esa fractura. La «sociedad política» se separó de la «sociedad civil». Tuvo su propia lógica: la razón de Estado. El poder, como explicó brillantemente Bertrand de Jouvenel, tiende irremediablemente a expandirse. La gloria de un gobernante es ampliar su dominio. El elogio que hace Baltasar Gracián de Fernando el Católico, al que considera modelo de políticos, es que consiguió expandir su poder hasta donde su ambición le permitía.
Frente a la política como gestión del poder, siempre ha habido otra concepción de la política. Su finalidad debía ser la «felicidad pública», la felicidad del ciudadano. La llamo Gran Política, para distinguirla de la «política del poder», y aparece en Aristóteles, en la noción escolástica del «bien común», en la «pública felicidad» de la Ilustración, o en el Estado del bienestar. Pero esa línea se quiebra una y otra vez. Se ha ido consolidando en la política interna de las naciones democráticas, pero la «política del poder», la «Realpolitik», la «Machpolitik», se impone en las tiranías y en la política internacional. Esta política ha creado un mundo de legitimaciones que constituye una «confabulación de lo irremediable». Maquiavelo describió crudamente la situación: si los hombres fueran buenos podía gobernar el príncipe justo, pero no lo son. Por eso tiene que gobernar el príncipe implacable. La política está separada de la ética. No se puede gobernar con las manos limpias (Sartre). El genio político no está sometido a la moral cotidiana (Ortega). El que la Economía tenga preocupaciones éticas es un peligro para la libertad (Friedman). Las cosas son así y no tienen remedio. Los desafueros del poder son irremediables.
Uno de los elementos esenciales a esta confabulación es plantear la política en términos de amigo/enemigo. Esta fue la idea expuesta por Carl Schmitt. Que un pensador nazi haya sido aceptado por políticos de la derecha y de la izquierda (en España, por Fraga y Pablo Iglesias, por ejemplo) revela que identificó la esencia de una idea de la política, la arcaica, la basada en el poder. Tiene como consecuencia plantear los inevitables enfrentamientos humanos como «conflictos» en los que lo importante es aniquilar al enemigo. El poderoso tiene que legitimar la guerra, que es la máxima expresión del poder. Sin ella no hay victoria.
La Gran Política en cambio plantea los enfrentamientos como «problemas a resolver». Mientras que el conflicto es un juego de suma cero, en el que el ganador se lleva todo, el problema es un juego de suma positiva, en la que todas las pretensiones legítimas deben encontrar acomodo, deben «ajustarse», es decir, resolverse con justicia.
La justicia no aparece aquí como un patrón ya establecido, como un metro de platino iridiado que puede medir la acción. Es el conjunto de las mejores soluciones que se nos han ocurrido para resolver los problemas de la convivencia. Unas soluciones imperfectas, permanentemente mejorables, que son la gran demostración del Talento Político.
Porque esta es la cuestión. Para poder implantar la Gran Política, para arrinconar la «política del poder» e imponer la «política de las soluciones», necesitamos desarrollar la inteligencia política. El gran político es el que es capaz de convertir conflictos en problemas. Pero ¿cómo podíamos fomentar ese talento? Investigar cómo se han formado y se forman los gobernantes es revelador. Se han educado en la lucha por el poder, en el modo de ascender en el escalafón de los partidos o de otras organizaciones, en atraer partidarios, en tejer redes de influencia, en rodearse de una élite de seguidores. No es una buena escuela, porque nada de ello garantiza que tengan la capacidad de resolver problemas.
Dada esta situación, he emprendido un «experimento intelectual». ¿Cómo podría funcionar una Academia del Talento Político, de la que salieran los políticos que nos gustaría que nos gobernaran? ¿Cómo deberían ser esos políticos?
Al comenzar este experimento surgió la primera dificultad. ¿Qué significaba «político»? Identificar «político» con los que se dedican a gobernar supone separar la «sociedad política» de la «sociedad civil». Pero eso, como hemos visto, es la esencia de la «política del poder». Para la Gran Política, «político» es el habitante de la polis. Todos somos, pues, políticos. Solo después se introduce una bifurcación. Hay políticos que quieren dedicarse a gobernar, y hay políticos que solo aspiran a ser ciudadanos. Pero ambos son políticos, y deben saber ejercer su propio poder. Así pues, la Academia del Talento Político tiene dos grandes secciones: la Escuela de Gobernantes y la Escuela de Gobernados, es decir, de ciudadanos. Ambas son necesarias para desarrollar el talento político.
El experimento mental continúa. ¿Cuáles son las competencias políticas que deben tener el gobernante y el ciudadano? ¿Cómo se distribuye el poder entre ellos? ¿Qué sucede con las élites que rodean al poder? ¿Cómo conseguir que la política sea un juego de suma positiva? ¿Al decir que el poder corrompe siempre, nos referimos también al poder ciudadano? Si tienen curiosidad por seguir la marcha del experimento pueden verlo en www.academiadeltalentopolitico.es.
José Antonio Marina
Publicado en Ethic
marzo 16th, 2024 at 10:12 am
Creo que en este país es más urgente l Escuela de Gogern
marzo 16th, 2024 at 10:13 am
Creo que en este país es más urgente la Escuela de Gobernados