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El periodismo como género de ficción

El periodismo ha terminado por convertirse en un género de ficción, de ahí su creciente descrédito ciudadano. Siempre existió un periodismo amarillo, un periodismo sensacionalista y partidista como el de William Randolph Hearst, pero, por popular que fuera entre sectores funcionalmente analfabetos, la mayoría de la profesión lo contemplaba con desprecio y abominaba de sus métodos. Las noticias, pensaba esa mayoría siguiendo a Pulitzer, hay que contrastarlas muy bien antes de publicarlas. En último caso, más vale no dar una noticia dudosa que dar una noticia falsa.

Estos eran los valores de un periodismo que hoy es minoritario, casi marginal, ante la primacía del espectáculo, la tiranía de la audiencia y los ingresos y el servicio a poderes oscuros. Pero ya no es así, sobre todo en nuestra querida España. Acabamos de comprobarlo con el caso Ferreras-Villarejo. En un almuerzo de compadreo entre un showman televisivo y un comisario de las cloacas del Estado, el primero reconoce que ha dado pábulo en su programa a una noticia tan evidentemente falsa que a él mismo le parecía un montaje muy burdo. También se lo parecía al comisario, que aclara que él no la ha fabricado, que lo ha hecho un colega torpón.

Pero la noticia se difundió en la tele, dañó enormemente al difamado  –Pablo Iglesias– y ahora, cuando se ha conocido cómo se gestó, el showman se justifica diciendo que, bueno, le dio la palabra a la víctima para que la desmintiera.  Y lo peor es que buena parte de la profesión actual cree que semejante práctica es de recibo. Y no lo es, en absoluto. Yo no puedo publicar un rumor o bulo maligno sin chequearlo muy mucho, tan solo porque me lo ha soplado alguien, un amiguete. Si aceptamos tal forma de proceder, el mundo será aún más duro de lo que es. Cualquiera de nosotros tendrá licencia para afirmar, aunque sea en nuestras redes sociales, que Fulano o Mengana se financia a través de una infecta red de pedofilia. Con decir que me lo ha dicho un vecino y ofrecerle luego a Fulano o Mengana la posibilidad de desmentirlo, ya estaremos libres de culpa. Espantoso, ¿no?

No es de recibo, no. En una viñeta publicada en eldiario.es, lo ha contado muy bien Manel Fontdevila. Se ve la caricatura del sudoroso showman en cuestión, que exclama “¡Ostras!” al ver que se le ha olvidado algo que tiene en una chuleta escrita en la palma de su mano: “El periodismo se hace ANTES de dar la noticia, no DESPUÉS”. Así es: el periodismo consiste en verificar a fondo las decenas de supuestas informaciones que un profesional o un medio recibe al día, como hicieron meticulosamente los compañeros del caso Watergate. No en difundirlas de inmediato porque son llamativas, porque entretienen a tu público o porque dañan a alguien al que le tienes mucha tirria, y luego ya se verá.

La escena en sí del compadreo da para un capítulo de una serie que podría llamarse Babylon Madrid. Acompañados por el máximo directivo de un poderoso grupo editorial y audiovisual, el showman y el comisario se piropean mutuamente, elogian al capo del panfleto digital ultra que ha hecho rodar el bulo y acuerdan que la misión de unos y otros es salvar al Estado. Nieto e hijo de periodistas, tío y esposo de periodistas, periodista yo mismo desde hace más de cuarenta años, jamás había escuchado que nuestra misión fuera salvar al Estado. Para eso hay muchos otros: políticos, policías, jueces, espías… Siempre había escuchado que nuestro oficio consiste en contar noticias ciertas y relevantes, de preferencia las que los poderosos no quieren que se aireen, las que empoderan a la ciudadanía y mejoran la democracia.

En fin, está claro que Pedro J. ha ganado la batalla. El logroñés, que siempre actuó bajo el principio de no dejar que la realidad le arruinara un titular explosivo, se inventó en 2004 el mayor relato de ficción de la historia del periodismo español. Los atentados del 11M habrían sido fruto de una conspiración en la que participaban ETA, los socialistas de Zapatero y hasta Iñaki Gabilondo, ¿recuerdan? En otros países, eso le hubiera costado la carrera, pero, como ustedes saben, ahí sigue. Como siguió pontificando una reinona de nuestras mañanas televisivas, pese a ser descubierta con las manos en la masa en el plagio de una novela. Y como seguirá el showman.

¿Y quién repara a las víctimas de las calumnias del periodismo de ficción? ¿Cómo se las compensa del daño reputacional, del dolor sufrido, de las oportunidades perdidas? La pregunta, pueden imaginarlo, es meramente retórica. No estamos hablando de un rey, un banquero, un gran empresario o un juez del Supremo. Estamos hablando de pobres o rojos. Que se jodan, pues.

Javier Valenzuela
Publicado en Infolibre

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