El problema no es que sean ricos, sino riquísimos, ineficientes y a costa de los demás
Hace unos días mi compañera y amiga Carmen Lizárraga, profesora Titular de Economía Aplicada de la Universidad de Granada, publicó un comentario en Twitter señalando la abismal diferencia de ingresos entre los dueños de Inditex y Mercadona y sus trabajadores. Era una manera rápida, como no puede ser de otra forma en esa red social, de llamar la atención sobre las enormes diferencias de ingresos que se dan en el seno de las empresas, algo que muchos economistas bastante ortodoxos han reconocido siempre como una fuente de ineficiencias y pérdida de productividad, tal y como ella misma se encargó de señalar en un artículo posterior (aquí).
Lo curioso del caso fue la tremenda reacción que suscitó su comentario, desde los insultos más o menos habituales hasta las acusaciones de comunista, bolivariana, ignorante, radical… simplemente porque, tras limitarse a proporcionar los datos de ingresos, recurrió a la ironía escribiendo: «¿Como se llama la película? Con el sudor de los de abajo».
Lo cierto, sin embargo, es que nada de esas supuestas ventajas responden a la realidad.
- En nuestra época hay más milmillonarios (o su equivalente en términos reales) que nunca. En 1996 había 423 en todo el mundo, mientras que, según la revista Forbes, en marzo de este año eran 2.095, cinco veces más (aquí). De ellos, 24 en España, muy por debajo de los 651 de Estados Unidos, 390 de China, 110 de Alemania o 39 de Francia y 36 de Italia.
- La riqueza de los milmillonarios también alcanza hoy día el porcentaje más alto sobre la riqueza total del último siglo y quizá de la historia: esas 2.095 personas representan el 0,00003% de la población mundial mientras que su riqueza equivale al 12% del producto bruto anual de todo el planeta. En Estados Unidos, las 614 personas más ricas tienen una riqueza equivalente a la que poseen los 165 millones que constituyen la mitad más pobre de su población.
- No es verdad que la riqueza de los milmillonarios sea el resultado de su innovación o de que sean capaces de incorporar avances que supongan mejoras en el crecimiento económico o el empleo. Hay una prueba evidente, precisamente en estos últimos meses de pandemia: desde el último mes de marzo al 7 de diciembre, el patrimonio neto de los 651 milmillonarios estadounidenses ha aumentado en un billón de dólares, al pasar de 2,95 billones a 4,01 billones (datos aquí). ¿Qué innovación puede justificar esa barbaridad?
Otras investigaciones también han demostrado que la innovación ha cambiado de pautas en los últimos cincuenta años. En los setenta del siglo pasado sí era cierto que se producía mayoritariamente en el seno o por impulso de compañías privadas, lo que justificaría sus beneficios extraordinarios. Actualmente, por el contrario, se sabe que alrededor de las dos terceras partes de la innovación se produce en el seno o bajo el impulso de equipos en donde están presentes fondos gubernamentales o que cuentan con una importante aportación de fondos públicos (datos aquí). Y eso no solo contrasta con los mayores beneficios extraordinarios que se reciben ahora sino también con la menor contribución fiscal que hacen las empresas y grandes patrimonios: en los años sesenta y setenta del siglo pasado (con menos beneficios) proporcionaban el 30% de los ingresos públicos de Estados Unidos y ahora sólo el 10%. - Tampoco es verdad que los más ricos del planeta, esas 2.095 personas (sin contar a quienes tienen patrimonios escondidos, dictadores, o delincuentes internacionales), hayan acumulado su enorme riqueza solo gracias a su mérito o esfuerzo personal o contribuyendo a que la economía sea más eficiente y competitiva.
Según las investigaciones de Thomas Piketty y otros investigadores, en Estados Unidos el 60% de la riqueza se hereda y en Europa alrededor del 55% (aquí). Y el economista estadounidense Robert Reich muestra que el origen de las fortunas más grandes del planeta no es precisamente el mérito, la innovación o la mayor eficiencia sino, además de la herencia, el poder del mercado que aniquila la competencia, la información privilegiada y el pago a los políticos para conseguir leyes y normas favorables a sus intereses (aquí). - También se ha demostrado que no es cierto que se produzca un supuesto efecto positivo de la desigualdad y de la existencia de personas muy ricas sobre el resto de la economía (el llamado «efecto derrame»). No es verdad, como se quiere hacer creer, que cuanto más superricos haya, más riqueza se «derrama» sobre el conjunto de la sociedad.
Así lo demuestra una investigación de David Hope y Julian Limberg de la London School of Economics and Political Science (aquí). Según han podido demostrar, es falso que sea bueno para la economía que haya superricos y que sus fortunas estén cada día más exentas de impuestos. Después de estudiar lo ocurrido en 18 países de la OCDE durante los últimos 50 años, concluyen que, allí donde han bajado los impuestos, la desigualdad ha aumentado porque las rebajas impositivas solo han beneficiado al grupo que posee el 1% más elevado de la renta. Y en su investigación han comprobado que menos impuestos y más desigualdad va unido a menos crecimiento económico y a más desempleo, de donde deducen que no hay que tener miedo a subir los impuestos a los superricos (en concreto, en estos momentos de crisis por la epidemia) porque eso no va a producir menos actividad o menos empleo, sino todo lo contrario. - Tampoco es verdad que mucha mayor riqueza vaya unida a una gran filantropía por parte de los superricos. Es significativo, por ejemplo, que cuando Bill y Melinda Gates y Warren Buffet propusieron a otros millonarios donar el 50% de su riqueza durante diez años a fondos de beneficencia sólo consiguieron reclutar a 211, uno de cada diez de los 2.095 milmillonarios del planeta. Y eso, sin entrar a considerar que ese tipo de filantropía no es, en realidad, sino una forma de privatizar la solidaridad que al final supone una merma de ingresos para la provisión de bienes públicos esenciales y para las organizaciones más pequeñas o independientes y que, lógicamente, lleva consigo el control de quien recibe las ayudas, lo que las envilece, a veces, de forma sustancial.
El coste y la bárbara irracionalidad de la desmesurada concentración de la riqueza de nuestros días se percibe con un simple dato sobre la mayor fortuna del planeta, la que posee el dueño de Amazon, Jeff Bezos: su riqueza ha aumentado en 74.000 millones de dólares del 18 de marzo al 7 de diciembre del año 2020. Eso quiere decir que si ese incremento de ingresos para él solo se hubiera repartido entre todas las personas que emplea Amazon en todo el mundo, poco más de 1,2 millones, cada una de ellas hubiera recibido unos 62.000 dólares mientras que Bezos hubiera seguido siendo en diciembre igual de superrico que hace diez meses.
Es lógico que los grandes milmillonarios oculten el origen de sus grandes fortunas; que no reconozcan lo decisivo que ha sido a la hora de acumularla la disposición de bienes y recursos públicos por los que no están dispuestos a pagar. Pero lo que no se puede negar es que, en general, la concentración tan extraordinaria de la riqueza que se ha producido en los últimos años ha ido acompañada -en la economía- de menos actividad, de más crisis, de menos empleo, de peor provisión de bienes públicos imprescindibles, y de mercados más concentrados y, por tanto, más ineficientes. Y, desde otros puntos de vista, de menos derechos individuales y sociales, de más injusticias y de menos democracia porque ha aumentado el poder de quienes pueden decidir al margen de la política representativa gracias a su control sobre los partidos, los medios de comunicación y las fuentes de creación de opinión y formación.
Conseguir que no ya los ricos, sino lo riquísimos que dominan el planeta, contribuyan como los demás al mantenimiento de la sociedad, que se desincentiven y penalicen sus abusos de poder en los mercados, que se persiga y castigue su torticera influencia en la política o que se fomente la meritocracia y se penalice la gran herencia no es, a la vista de la situación a la que hemos llegado, ni siquiera un objetivo político o ideológico, sino un imperativo ético que debiera defender cualquier persona sensible, honesta y concernida por el futuro del planeta y de las generaciones futuras.
Juan Torres López
Artículo publicado en Público