La crisis de Norteamérica el Día de Reyes del 2021 será, esta sí, una crisis histórica. Será histórica porque marcará el futuro desarrollo del país y quizás de parte del mundo. La causa de todo ello no son los negros, ni los hispanos, ni los hippies, ni los movimientos feministas que tanto han preocupado a las sucesivas administraciones norteamericanas. Son los blancos. Son las masas de ciudadanos blancos que crecieron en un país en donde el color de la piel, por el solo hecho de estar menos pigmentada, les otorgaba ventajas, puestos de trabajo y simpatía. A ellos, habitantes del Medio Oeste, obreros en los cinturones del óxido, no les era necesario estudiar nada, ¿para qué? Tenían suficiente con ser blancos. Mientras, los demás, mujeres, negros, asiáticos e hispanos, si no estudiaban, estaban condenados a la delincuencia, la marginación, la prostitución o la miseria. Hubo un tiempo en que este excedente de población blanca condenada a la miseria engrosaba las filas de la Marina y el Ejército, porque su país andaba metido en muchas guerras. Hay que recordar que las guerras de la posguerra —valga la redundancia— se encadenaban una a otra y Estados Unidos estuvo metido en casi todas. Hoy sigue habiendo guerras y siguen metidos en ellas, pero las guerras de hoy ya no necesitan tantos marines; necesitan legiones de informáticos, de ingenieros que se transforman en pilotos de combate, de expertos en computación, etcétera. Y ellos son blancos, pero no saben nada de todo esto, porque apenas han estudiado. Es por ello que, de las inmensas llanuras que atraviesa la Ruta 66, emergen miles, millones de ciudadanos de piel blanca, que no tienen estudios, que no conocen más allá de su corta mirada, que jamás nadie se planteó que fueran a la Universidad. Observan con odio a sus semejantes, muchas veces negros, ocupar cada vez más puestos ejecutivos. Los odian por ser negros y por ser ejecutivos; y odian a los blancos que han estudiado porque los consideran afeminados, inútiles y estúpidos. Odian a las mujeres que cada vez más se abren paso en una sociedad hasta ahora masculina y ven cómo ellas triunfan en oficios que ellos no pueden soñar. Estos ciudadanos son, pues, el problema y como el sistema los margina ahora, en un país de una gran tradición violenta, son dinamita con la mecha puesta.
Mi dirán ustedes que estos blancos estaban allá hace décadas y nunca habían hecho lo que el Día de Reyes hicieron. Y es verdad: no se habían atrevido a asaltar el Capitolio, como tampoco se atrevían a proclamarse racistas ante las cámaras de televisión, como tampoco se atrevían a insultar a una mujer con estudios de forma pública y notoria. Y ahora lo han hecho. Se han atrevido, desafiando no sólo a la policía, sino también al mundo entero. Se abalanzaron sobre las cámaras de televisión de las cadenas de noticias, ahuyentaron a periodistas y desafiaron al personal del Capitolio. La causa de ello es bien clara para cualquier analista: Donald Trump. Él y sólo él les quitó el miedo; les dijo que eran la América auténtica, los boys que van a rescatar al país de las garras de comunistas, negros, chinos, homosexuales y mujerzuelas. Mucha gente piensa que es gente que está loca, pero no es verdad. No nos engañemos: el problema no es si están locos o no; nada de lo que han dicho es gratuito; son simples altavoces de todo lo que hemos oído decir a Trump durante cuatro años. Personajes como Jake Angeli, disfrazados con una piel de bisonte y el rostro pintado, admirado por los suyos en el interior del Capitolio, son el eslabón más débil de la ciudadanía; sin duda alguna un ignorante, pero imbuido de la autoridad que le otorga el propio presidente. Y es que estamos viviendo, no sólo en América, una auténtica revolución de los ignorantes. En el Capitolio, como ocurre en otras latitudes, los ignorantes tienen voz y gritan. Sus argumentos son simples, fáciles de emitir; no requieren razonamientos. Es la pura demagogia transmitida sin filtro en Internet; es el insulto sin argumentos en redes sociales y en el parlamento; es, en definitiva, el populismo que lanza al mercado de las ideas falsedades, mentiras, insultos, groserías. No requieren de razonamientos; ni tan siquiera los escuchan. Saben que su ventaja es la capacidad de insultar y el convencimiento de que muchos como ellos les seguirán.
Cuando Trump fue catapultado a la presidencia de Estados Unidos yo estaba en Quito y una académica norteamericana que compartía docencia conmigo estaba horrorizada ante la perspectiva del triunfo de este personaje; me decía que yo no sabia de quién se trataba. Y recuerdo haberle dicho que todo lo que decía y afirmaba aquel exótico candidato republicano era tan sólo para ganar las elecciones: despues, le dije, se comportará. Pero yo estaba en un error grave. También el ascenso de Hitler al poder estuvo jalonado de razonamientos como el mío, que decían: «son buenos chicos, patriotas, que no harán lo que dicen; es solo para asustar a los antialemanes y a los judíos». ¡Pero lo hicieron! Y Europa tardó doce años en eliminarlos y sus semillas todavía producen malas hierbas por doquier. ¿Cuánto tardará la democracia más antigua del mundo en arrancar esas malas hierbas? Porque, de lo contrario, ¿imaginan que las elecciones fueran impugnadas fraudulentamente por el partido perdedor? ¿Imaginan que Trump, despues de esto, siguiera en la Casa Blanca? Si esto ocurriera, implicaría que todo el sistema democrático se hundiera y el mundo estuviera ante una nueva Edad Oscura, una nueva Edad Media. Yo espero que, esta vez, la historia no se repetirá.
Joan Santacana Mestre
Artículo publicado en El Cuaderno
La crisis de Norteamérica el Día de Reyes del 2021 será, esta sí, una crisis histórica. Será histórica porque marcará el futuro desarrollo del país y quizás de parte del mundo. La causa de todo ello no son los negros, ni los hispanos, ni los hippies, ni los movimientos feministas que tanto han preocupado a las sucesivas administraciones norteamericanas. Son los blancos. Son las masas de ciudadanos blancos que crecieron en un país en donde el color de la piel, por el solo hecho de estar menos pigmentada, les otorgaba ventajas, puestos de trabajo y simpatía. A ellos, habitantes del Medio Oeste, obreros en los cinturones del óxido, no les era necesario estudiar nada, ¿para qué? Tenían suficiente con ser blancos. Mientras, los demás, mujeres, negros, asiáticos e hispanos, si no estudiaban, estaban condenados a la delincuencia, la marginación, la prostitución o la miseria. Hubo un tiempo en que este excedente de población blanca condenada a la miseria engrosaba las filas de la Marina y el Ejército, porque su país andaba metido en muchas guerras. Hay que recordar que las guerras de la posguerra —valga la redundancia— se encadenaban una a otra y Estados Unidos estuvo metido en casi todas. Hoy sigue habiendo guerras y siguen metidos en ellas, pero las guerras de hoy ya no necesitan tantos marines; necesitan legiones de informáticos, de ingenieros que se transforman en pilotos de combate, de expertos en computación, etcétera. Y ellos son blancos, pero no saben nada de todo esto, porque apenas han estudiado. Es por ello que, de las inmensas llanuras que atraviesa la Ruta 66, emergen miles, millones de ciudadanos de piel blanca, que no tienen estudios, que no conocen más allá de su corta mirada, que jamás nadie se planteó que fueran a la Universidad. Observan con odio a sus semejantes, muchas veces negros, ocupar cada vez más puestos ejecutivos. Los odian por ser negros y por ser ejecutivos; y odian a los blancos que han estudiado porque los consideran afeminados, inútiles y estúpidos. Odian a las mujeres que cada vez más se abren paso en una sociedad hasta ahora masculina y ven cómo ellas triunfan en oficios que ellos no pueden soñar. Estos ciudadanos son, pues, el problema y como el sistema los margina ahora, en un país de una gran tradición violenta, son dinamita con la mecha puesta.
Mi dirán ustedes que estos blancos estaban allá hace décadas y nunca habían hecho lo que el Día de Reyes hicieron. Y es verdad: no se habían atrevido a asaltar el Capitolio, como tampoco se atrevían a proclamarse racistas ante las cámaras de televisión, como tampoco se atrevían a insultar a una mujer con estudios de forma pública y notoria. Y ahora lo han hecho. Se han atrevido, desafiando no sólo a la policía, sino también al mundo entero. Se abalanzaron sobre las cámaras de televisión de las cadenas de noticias, ahuyentaron a periodistas y desafiaron al personal del Capitolio. La causa de ello es bien clara para cualquier analista: Donald Trump. Él y sólo él les quitó el miedo; les dijo que eran la América auténtica, los boys que van a rescatar al país de las garras de comunistas, negros, chinos, homosexuales y mujerzuelas. Mucha gente piensa que es gente que está loca, pero no es verdad. No nos engañemos: el problema no es si están locos o no; nada de lo que han dicho es gratuito; son simples altavoces de todo lo que hemos oído decir a Trump durante cuatro años. Personajes como Jake Angeli, disfrazados con una piel de bisonte y el rostro pintado, admirado por los suyos en el interior del Capitolio, son el eslabón más débil de la ciudadanía; sin duda alguna un ignorante, pero imbuido de la autoridad que le otorga el propio presidente. Y es que estamos viviendo, no sólo en América, una auténtica revolución de los ignorantes. En el Capitolio, como ocurre en otras latitudes, los ignorantes tienen voz y gritan. Sus argumentos son simples, fáciles de emitir; no requieren razonamientos. Es la pura demagogia transmitida sin filtro en Internet; es el insulto sin argumentos en redes sociales y en el parlamento; es, en definitiva, el populismo que lanza al mercado de las ideas falsedades, mentiras, insultos, groserías. No requieren de razonamientos; ni tan siquiera los escuchan. Saben que su ventaja es la capacidad de insultar y el convencimiento de que muchos como ellos les seguirán.
Cuando Trump fue catapultado a la presidencia de Estados Unidos yo estaba en Quito y una académica norteamericana que compartía docencia conmigo estaba horrorizada ante la perspectiva del triunfo de este personaje; me decía que yo no sabia de quién se trataba. Y recuerdo haberle dicho que todo lo que decía y afirmaba aquel exótico candidato republicano era tan sólo para ganar las elecciones: despues, le dije, se comportará. Pero yo estaba en un error grave. También el ascenso de Hitler al poder estuvo jalonado de razonamientos como el mío, que decían: «son buenos chicos, patriotas, que no harán lo que dicen; es solo para asustar a los antialemanes y a los judíos». ¡Pero lo hicieron! Y Europa tardó doce años en eliminarlos y sus semillas todavía producen malas hierbas por doquier. ¿Cuánto tardará la democracia más antigua del mundo en arrancar esas malas hierbas? Porque, de lo contrario, ¿imaginan que las elecciones fueran impugnadas fraudulentamente por el partido perdedor? ¿Imaginan que Trump, despues de esto, siguiera en la Casa Blanca? Si esto ocurriera, implicaría que todo el sistema democrático se hundiera y el mundo estuviera ante una nueva Edad Oscura, una nueva Edad Media. Yo espero que, esta vez, la historia no se repetirá.
Joan Santacana Mestre
Artículo publicado en El Cuaderno