Elvira Lindo – «A corazón abierto»
Libro: “A corazón Abierto”
Autor: Elvira Lindo
Editorial: Seix Barral
Año 2019
Elvira Lindo en esta obra hace un trabajo retrospectivo sobre las generaciones posteriores a 1939. Un homenaje a nuestros mayores que, en situación de máximo desamparo, acabaron por verse obligados a sobrevivir como única bandera. Ha sido para muchos de ellos, una larga marcha, un proceso introspectivo desde el punto de vista personal y social, en el que sus aficiones acabaron por confundirse con trabajar, procrear y envejecer. Su vida se llenó de un rosario de incontables renuncias esperando, al final, morirse sin estorbar demasiado.
La memoria histórica ha acabado por recoger, no sin incontables lagunas, los detalles de los acontecimientos políticos y sociales de los últimos años. Pero hay un espectro social, hay una memoria pendiente de acuñar, que es el registro, el sacrificio de varias generaciones que han ido desfilando sin ruido, atesorando muchas penurias, viviendo con la única idea de auto sacrificarse, y con no pocas esperanzas, de que los siguientes no necesitarían pasar por las mismas miserias.
El mundo en que vivían, era el de un país de estrecheces y miserias como señala la autora, un país de mierda en el sentido genuino del término, destruido, corrupto y canalla, como señalan las crónicas. Bueno, las que no son triunfalistas, como fueron aquellas que derivaron del último comunicado de guerra, o de los principios referentes a los 25 años de paz.
Es, curiosamente, a través de su sacrificio, el de estas generaciones del silencio, como acabaron por redimirse, haciendo un poco más llevadero el país, y sus propias vidas, sorteando con picardía, las extrañas peripecias y circunstancias que les había tocado vivir, para poder morirse, sin que les molesten y sin hacer mucho ruido.
En la reciente pandemia hemos visto muchos casos de esos sacrificios finales en los que se alcanzaron sus objetivos, tan en silencio como vivieron.
Quizá con la llegada de la democracia, sintieron una cierta brisa reconfortante, como la de los atardeceres en verano, la misma que sus antepasados vivieron, o al menos, llegaron a reconocer de otro modo de vida. Ni siquiera en los cajones quedaron apenas las huellas de identidad de esas vivencias por riesgo o por temor a comprometerles. Tan solo perduraron en la tradición oral familiar algunas cuitas, para ser difundidas en forma de charlas o cuentos al amor del fuego. Eran las señas de identidad de otro tiempo, en que la vida descansaba sobre las ambiciones y los anhelos de vivir limpios y transparentes en libertad y justicia. Recuerdos que fueron convenientemente enterrados por la Dictadura y que tan solo, como un rumor, quedó su eco en la mente de los vivos.
Elvira Lindo utiliza para describir en su obra el trasfondo de todo esto. Es una narración intimista, fruto de los recuerdos del retrato familiar de sus padres y algún retal más, en parte, de la memoria de sus abuelos, en medio del proceso sociológico de este desarrollo social e introspectivo en los que la renuncia ha sido una constante.
Las miradas retrospectivas son frecuentes en muchos escritores y constituyen el reflejo de nosotros mismos. Cuenta Juan Cruz, el periodista de El País que jamás podía olvidar la mirada de su padre, era una mirada anhelante plagada de ansiedad para seguir viviendo y ser feliz.
“Un día, en medio de un camino, vi en un espejo oscuro la figura de mi padre. Alcé la mano -cuenta-para saludarlo en medio de la fascinación de lo imposible y observé que esa mano me saludaba a mi mismo. Un día encuentras, siempre, la mirada que perdiste”
Elvira Lindo se sumerge en su infancia y desde sus ojos sorprendidos y escrutadores, se pasea por el entorno de sus mayores describiendo cada escena, cada olor y cada mirada de los que formaron su entorno y que configuraron su mundo, sus afectos y sus tribulaciones. Es la mirada traviesa y aguda de Manolito Gafotas, personaje que compone en algunas de sus obras y que ha caracterizado sus relatos de ámbito infantil.
En este caso recoge los cambios de destino de su padre, sus dos esposas. La vida y los veranos en casa de alguna de las abuelas. La afinidad con su hermana, y el alejamiento de los otros dos varones, que acabaron internos en un colegio. Eran los años de la radio, de la música en radio Intercontinental, y las canciones de dedicadas desde los oyentes. Son los momentos íntimos de los consultorios de Elena Francis, mientras se hacía vainica, o se cosían a la máquina los desgarrones de las medias.
“Cuando tu vida se va plagando de ausencias demasiado pronto has de esforzarte por no perder los rostros y las voces en la bruma del recuerdo. Las fotos no bastan. Hay que concentrarse en rescatar del olvido momentos que pueden estar a punto de perderse”
La autora va desgranando todos los pasajes de sus años de infancia y adolescencia, como los pasos en Semana Santa, una retahíla infinita, deteniéndose en los casos mas significativos de sus decepciones y sus alegrías. De su vida como alumna de Instituto. Sus primeras experiencias. Son saetas preñadas de las sensaciones familiares, en medio de una España que deambulaba andando sobre sí misma. De ese gestuario quedan recogidos ribetes de anécdotas que aún perduran, algunas conformadas como mitos. Son los símbolos de una época del desarrollismo. Y sobre se paisaje de recuerdos, por encima de todo, quedan los boleros y las coplas. Mirando al mar de Jorge Sepúlveda, cantante de boleros con una biografía atormentada a cuestas, o la copla Noche de Ronda marcaron una época y varias generaciones.
La llegada a la Luna, otro símbolo de principios de los setenta. Cuenta la autora en un rasgo de humor, si en realidad, visto en perspectiva, ellos no vivían hacía tiempo en la Luna. La autora nos traslada que desea conocer y casarse con Mark Spitz, el nadador, estampa que contemplaba acostada desde los pies de cama. La imaginación de los niños, sus risas, la llegada a la Luna con el cartel de Dragados y Construcciones asomando en una pancarta sobre su superficie, porteado por un astronauta. La fiesta, la expectación y las bromas de los mayores, la curiosidad de los presentes, los detalles de una celebración colorista del evento. Su padre maestro de ceremonias amenizando la velada. Todos son instantáneas en el imaginario de la autora, como un tinto de verano oloroso y refrescante
El relato transcurre, en ocasiones, como un monólogo en su boca, siguiendo los pasos de los embalses, en cuya construcción participa su padre, los paisajes y provincias que visitan y los entornos medioambientales que los pueblan situados en medio de la nada. Es una mirada plagada de curiosidad como los ojos de una niña por encima del tablero de la mesa, buscando los objetos que la ocupan. La llegada a la edad adulta se produce con la muerte de la madre. La responsabilidad y la angustia son dos sentimientos que la acompañaran a partir de ese momento. Lo repite y lo relata con esos ribetes de pesar de una niña que no quiere dejar de serlo, pero las circunstancias vitales la empujan. Es el tic tac del reloj de la vida que no se detiene.
Esa inteligencia emocional es lo que le ha valido a Elvira Lindo para componer Manolito Gafotas, igual que a otras autoras les ha empujado a manejarse con destreza en la composición de cuentos y relatos infantiles. Elena Fortún, abandonada a su suerte en el exilio argentino, Luisa Carnés en el México que la cogió, han constituido dos hitos del pasado en un patrimonio casi olvidado en la literatura de cuentos infantiles de los años de la guerra y la postguerra, o Gloria Fuertes, reconocida, al final, entre nosotros, no sin penalidades, como una entrañable escultora de matices y sensaciones, poeta de la palabra y los sentimientos. Son pioneras de una gran riqueza de matices que conforman el acervo narrativo en el ámbito de nuestra literatura dentro este género. Este relato, quizá está tachonado de esas claves que han impulsado a esta autora a componer obras tan atinadas, sin perjuicio de considerar sus encendidas y apasionadas columnas periodísticas, escritas siempre bajo la mirada crítica del compromiso ciudadano. Pedro Liébana Collado