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«En mi país era un delincuente sólo por ser homosexual»

Ser homosexual está considerado un crimen en 67 países, de los cuales doce contemplan como posible castigo la pena de muerte. Uno de ellos es Irán, de donde el arquitecto Ramtin Zigorat (Tabriz, 1988) consiguió huir tras pasar por prisión condenado a muerte y sufrir torturas y vejaciones. En 2019 solicitó protección internacional en España, donde es hoy responsable de Integración Social y Ocio de la ONG Rescate. El relato de su vida está lleno de episodios cuyo recuerdo duele. Sin embargo, el brillo en su mirada risueña no desaparece mientras cuenta su historia, como tampoco lo han hecho sus ganas de vivir y de seguir defendiendo los derechos de las personas LGBTI.

Según Rousseau, «lo que uno ama en la infancia se queda en el corazón para siempre». En el de Ramtin permanecen imborrables los veranos en Tabriz, entre campos de árboles frutales y rosales, con su familia materna. «Vivíamos en Teherán, pero íbamos a Tabriz siempre los veranos. Disfrutaba muchísimo. Era algo precioso y teníamos una piscina, que usábamos para nadar, pero también para regar, porque el agua venía de una fuente. Jugaba con mis hermanos, sobre todo con mi hermana María, un año menor que yo». La cara de Zigorat se ilumina recordando aquellos tiempos. «Hacía jabón… Recuerdo que buscaba trocitos de madera y los pegaba para crear casas, animales… Tuve una infancia muy buena». Y así fue creciendo, los veranos en Tabriz y el resto en Teherán: «Me gustaba mucho la Casa del Cine, ¡a veces veía la misma película 10 veces!».

A los 15 años, su vida comenzó a cambiar. Era 2003, la televisión se llenaba de imágenes de la guerra en Irak, y su pensamiento, de dudas. «Veía la violencia en el mundo, el hambre en África… y me preguntaba mucho sobre dios, hasta el punto de que llamaron a mi familia de la escuela para decir “vamos a quitar a este niño de la escuela porque pregunta demasiado”», recuerda. «Pero es que, además, tenía otro problema: todos mis colegas tenían novias y a mí no me gustaban las chicas».

Ser gay en Irán

Habló con un orientador de la escuela, que le llevó a un psiquiatra sin el permiso de sus padres. «“Es malísimo lo que está pasando en ti”, me decía». Se vio obligado a tomar unas pastillas y no decir nada a nadie. Dejó de dormir. Su humor cambió. «Siempre estaba deprimido, lloraba muchísimo, pasaba algo en mi cuerpo que mi mente no entendía. Mi familia me decía “por qué estás tan raro”… Comencé a olvidar cosas, como el nombre de mis mejores amigos. Un día mi madre entró en mi cuarto y me preguntó si estaba tomando drogas». Ahí fue cuando se lo contó a su madre, que tiró las pastillas a la basura y quiso denunciar a aquel orientador. «Pero aquello es Irán, y eso no se puede hacer», recuerda Zigorat.

En Irán, la homosexualidad se considera pecado por el Islam, está tipificada como delito y se castiga con la pena muerte; no así la transexualidad, calificada como una enfermedad. Según denuncia Amnistía Internacional, «las personas LGBTI se enfrentan a una situación muy grave, con la imposición de “terapias de conversión” que constituyen tortura […] y castigos que van de la flagelación a la pena de muerte».

Para entonces, Ramtin ya había comenzado a visitar el parque Daneshjoo, en Teherán, «un lugar donde acuden expresamente las personas gay y trans para encontrarse», explica. «Yo también fui, nunca lo olvidaré. Hasta ese día pensaba que estaba solo. Bueno, hablaba por Messenger con gente en otros países, pero ahí podías conocer a gente como tú. De esos días recuerdo que escuchaba música, veía gente y lloraba. Supongo que lloraba por miedo. Veía sus situaciones, era gente que lo estaba pasando mal. Dormían en la calle porque su familia los rechazaba, no tenían nada. Pero también lloraba por la ilusión de encontrar personas como yo. Creo que era la mezcla de las dos cosas».

Las historias eran terribles. Una chica trans a la que su familia quemó todos sus documentos e hizo una tumba para darla por muerta. Un chico al que su hermano pegó hasta la muerte. Ramtin lloraba de rabia, y se sentía privilegiado por contar con el apoyo de su madre, y poco a poco también con el de otros miembros su familia. Empezó también su activismo por el colectivo LGBTI.

Un camino ilegal

«Comencé un camino ilegal en mi país, porque mi ser era un ser ilegal. Eras un delincuente solo por ser homosexual». Formaron un pequeño grupo: siete jóvenes activistas en la clandestinidad. Se dedicaban a buscar empleo para personas LGBTI que llegaban a Teherán o a quienes su familia o la policía les había quitado su documentación, a ayudar en procesos de desintoxicación o a paliar la soledad. «Pero cada vez se ponía más difícil la cosa, porque nos dimos cuenta de que había que trabajar con la sociedad, que se cambiara su idea hacia esas personas». Mientras, el entonces presidente de Irán, Mahmud Ahmadineyad, pronunciaba aquello de que en su país no había homosexuales. Fue el inicio del activismo político para el joven estudiante de Arquitectura.

«En la universidad tuve problemas, porque hablaba sobre homosexualidad. Me señalaban, me pegaban. Dos veces me intentaron violar…», relata Ramtin, quien siempre compensa los duros recuerdos de su vida con palabras amables: «También tenía profesores que me querían muchísimo y me respetaban. Gracias a ellos, aunque me echaron de la universidad y me quemaron los documentos, no me hicieron más, porque iban a enviarme a la policía. Pero bueno, me echaron de la universidad y me pegaron a la salida otra vez. Yo siempre me escondía, bajo distintos nombres. Ramtin Zigorat ha sido mi nombre de activista en internet, y desde los 15 años me identifico con este nombre. Tenía otros nombres también para poder escapar de la violencia que podía encontrarme».

Esa violencia llegó con más fuerza que nunca el 17 de mayo de 2015, Día Internacional contra la Homofobia, la Transfobia y la Bifobia. «Llevábamos varios días poniendo carteles en los coches por las noches, sensibilizando sobre el tema…». Y la policía de la moral dio con el grupo de activistas, cerca del Museo del Cine, en Teherán. «Yo escapé en el primer bus que pasó, y me bajé en un mercado grande. Tiré mi mochila y me quedé solo con una memoria flash donde tenía fotos. Me escondí debajo de una mesa del mercado durante una hora y pico. Luego salí, fui al metro y ya nunca volví a vivir en mi casa, jamás. Escapé a varias ciudades, cada noche en un sitio para que no me encontraran». Pero le encontraron, en la ciudad de Salmas, cerca de la frontera con Turquía. «Me detuvieron, me llevaron a 7 u 8 sitios. Cerraron mis ojos, ataron mis manos y mis pies. Me llevaron a una habitación y comenzaron a pegarme por todo el cuerpo. Sin decir nada, solo pegaban. Ni te respondían ni hacían ruido. Solo pegaban».

«Cuando me abrían los ojos me decían “vamos a hablar”, y estaban grabando. Yo no contaba mucho, la verdad. Me pegaban, ponían una almohada en mi cara hasta que creía que iba a morir. Paraban y luego otra vez. Había un cubo con agua y hielo, me metían la cabeza y cuando sacaban la cabeza tiraban hostias. No era bonito». En este punto es inevitable hacer una pausa en la conversación. Las lágrimas afloran, pero Ramtin quiere seguir contando, y admite: «Cada vez que hablo de esto se me remueve el cuerpo. Y digo ojalá que nunca le pase esto a nadie». Es increíble que tras su preciosa sonrisa haya tanto sufrimiento. «Mis dientes de arriba no son míos porque se rompieron en medio de esas palizas», aclara. «Me llevaron a otro sitio. Pasó una semana, 10 días, 40 días, no sé. Era un sitio totalmente oscuro y solo se escuchaba el Corán, 24 horas por un altavoz. Te pegaban. Te meaban. Te tiraban caca. Todo. Sin más».

«No sé exactamente cuántos días pasé así. Solo me daban agua. No podía salir al baño. Si quieres comer, cómete eso… Así es como funcionan los gobiernos totalitarios, sean del nombre que sean. El nuestro es islámico, otro es de otra manera, pero todos funcionan así: violencia, violencia y violencia. Es inhumano».

Tras otra pausa para tomar aire, Ramtin continúa su relato. «Me sacaron, me enviaron a duchar y me grabaron otra vez. Ahí yo tenía clarísimo que me iban a matar, que iba a terminar muriendo ahí, pero tuve suerte y aquí estoy». Le trasladaron a una cárcel convencional: «En tres segundos me quedé sin ropa. La vida ahí no valía nada». Ante un juez fue acusado de trabajar como espía para Israel, Reino Unido o Estados Unidos, «infiltrado para compartir la enfermedad de la homosexualidad, contra la seguridad del país», decían. «Por las mañanas nos llevaban a una ventana para ver a las personas que estaban colgando, porque las cuelgan cuando el primer rezo de los musulmanes, al amanecer. Nos llevaban y decían “mira que mañana será tu final”. Otra violencia, diariamente».

Entre el miedo y la esperanza

«Mi madre vendió algunas tierras y pagó a un policía, que convenció al juez de que yo no era la persona que buscaba. Me soltaron, pero me dijeron que no podía salir durante dos años de la casa donde vivía. No hablaba con nadie, no comía. Mi madre cada vez estaba más estresada y murió por cáncer con 41 años. A veces me culpaba a mí mismo». Ramtin había pasado un año y medio sin salir de casa cuando su madre falleció, «y ahí perdí la esperanza, porque mi única esperanza era mi madre». Decidió retomar su activismo por el colectivo LGBTI. «Me decía “quiero morir haciendo algo, no morir en casa”».

Se acercaba de nuevo el 17 de mayo cuando Ramtin perdió el móvil, que fue a caer en manos de la policía de la moral. Estaban buscándole de nuevo. «Era el día de la boda de mi hermana pequeña, con el corazón lleno de dolor por la muerte de mi madre, cuando mi tío me avisó que la policía me estaba buscando. En menos de una hora me encontró un billete directo a Turquía, pagó 5.000 dólares, cogió mi pasaporte y me llevó al aeropuerto».

En Estambul se abrió una nueva página en la vida de Ramtin Zigorat, no exenta de dificultades. Tras un año y medio de psicoterapia, dos veces por semana, gracias a una oenegé en la que empezó a colaborar como voluntario para ayudar a otras personas refugiadas y del colectivo LGBTI, poco a poco fue viendo la luz. «También aquí tenía problemas con el Gobierno, pero siempre había una cosa: esperanza en mi vida. Entre el miedo y la esperanza, elegía la esperanza». Finalmente, con ayuda de Refugees Suport Center y ACNUR salió de Turquía. Su primera opción era viajar a Estados Unidos, pero el nuevo presidente, Donald Trump, había bloqueado los visados a los ciudadanos iraníes. Así que Ramtin celebró su 31º cumpleaños en España, en septiembre de 2019. «Me deprimí bastante, por ver que hay unos países donde existe libertad y no se necesita vivir con miedo. Me daba tanta pena, porque mis amigos siempre viven con miedo, escondidos».

Una vida por delante

A Ramtin Zigorat le duele recordar su pasado, pero no deja de repetir lo afortunado que se siente a pesar de tantas cicatrices, físicas y emocionales. «De mi pasado no conservo nada material, porque la policía se lo llevó todo. Mis ordenadores, mis fotos, mis cosas personales… ¡Hasta sacaron mis fotos de los álbumes familiares! Es algo que todavía me duele, pero bueno, son cosas materiales, no importan», añade con su sonrisa casi permanente.

«Aquí he conocido a muy buena gente, la verdad. En un país nuevo donde no conoces a nadie, las personas no conocidas te apoyan, intentan rellenar el hueco de la familia, y eso es algo muy bonito. Por eso también ahora puedo ayudar a otras personas refugiadas y del colectivo LGBTI, que han vivido violencia, porque yo les entiendo». Desde 2022 Ramtin trabaja en la ONG Rescate, actualmente como responsable de Integración Social y Ocio. No tiene más que palabras de agradecimiento para la entidad, y también para la Fundación Lázaro, con quienes el verano pasado hizo el Camino de Santiago: «A pesar de ser ateo, ha sido una experiencia espectacular en mi vida. Me he liberado de los pesos que llevaba encima, de las personas que me torturaron, que me violaron, que hicieron mal. Y, sobre todo, he podido por fin perdonar a mi padre y tengo otra vez esperanza en la vida».

Salomé Herce
Publicado en Ethic

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