En España acabamos de salir de unas elecciones y estamos a punto de entrar en otras. Son momentos de ejercer la libertad democrática que, quizá, no siempre valoramos lo suficiente cuando no hemos conocido o vemos lejos vivir en escenarios donde nos imponen qué pensar, cuándo opinar y a dónde ir. Un sistema democrático plagado de mentiras, corruptelas y límites no es el mejor modelo, pero sin duda es infinitamente mejor que cualquier otro donde no podamos votar ni expresarnos.
Otra cosa es cómo se arbitra el modo de gestionar nuestra voz. Aquí, como vemos, no es un ciudadano, un voto. No todos tienen el mismo peso. Y tampoco gobierna quien más votos haya sacado si otros suman más.
No voy a hablar del sistema electoral. Me llama la atención la facilidad con que cambiamos de criterio en función de los datos que tenemos. Me llama la atención con quién pactamos, cómo y para qué. Me asombra la fina línea que separa un sano acuerdo, un lúcido cambio de opinión, con cambalaches y medias verdades para alcanzar una determinada situación. Nos pasa en la vida. A veces, al menos.
De la traición al alivio
Nos pasa cuando no tenemos claro qué queremos. O cuando tomamos una decisión razonable que no coincide del todo con nuestros anhelos más profundos. Cuando elegimos algo porque creemos que no podemos aspirar a más, pero en el fondo no es lo que alimenta nuestras ganas de vivir por las mañanas.
Entonces tenemos que medio engañarnos a nosotros mismos (y a otros, claro) para mantener la situación o romper con lo decidido y asumir las consecuencias. La gente hablará, cada cual relatará lo ocurrido a su manera. Lo normal es que las versiones no coincidan. Para algunos, renunciar a parte de lo que piensas o sientes para lograr un acuerdo estable con otros es un valor, algo encomiable. Para otros, lo realmente admirable es ser fiel a tus principios más hondos, aunque eso suponga perder poder, estabilidad o seguridad. Unos se sentirán traicionados. Otros aliviados.
¿No nos pasa algo similar en nuestra vida? Supongo que todos hacemos lo que podemos. Algunos simplemente se venden porque así han decidido vivir. Se entregan a la decisión menos arriesgada aunque les llene los días de una amable grisura aburrida. Otros prefieren venderse al mejor postor, a lo más brillante o emocionante del momento, saltando de interés en interés, en una superficialidad continua. Venderse es muy sutil. Puedes incluso estar vendida a ti misma, a tu falta de claridad, a tu afán de poder, a tu desesperanza, a tu orgullo… ¡quién sabe!
Vivir es cambiar, es ser capaz de ver la realidad desde distintas perspectivas, comprender lo que ocurre desde miradas diversas, generar acuerdos con quien no piensa ni vive como tú. Sin duda. La cuestión es por qué o desde dónde lo hacemos. La cuestión es cuánto de nosotros se va quedando enredado entre la maleza del camino, como jirones de piel, como mordidas. Ya sea por mantenernos impávidos, atenazados por lograr una seguridad envenenada cuando la situación cambia y la vida nos invita a cambiar; ya sea por ser incapaces de saber lo que queremos y quién queremos ser y no queramos pagar el precio de la fidelidad a uno mismo. En todo caso, ojalá más libertad y menos cambalaches. Ojalá.