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Españoles, un pueblo con alma de esclavo

Cuando Napoleón, Prim, las urnas o los elefantes tomaron o propiciaron la sabia decisión de expulsar a los borbones del trono y de España, no pudieron sospechar que, a la postre, iba a resultarnos mucho más costoso que se murieran en el extranjero. En este país se da la parapsicológica circunstancia de que respiramos aliviados cuando los largamos con viento fresco, y después atravesamos un periodo de sopor amnésico cuando regresan con los pies por delante. Nos deben echar algo en el agua, porque, de lo contrario, dolería aceptar que somos así de gilipollas.

Pero lo cierto es que los miembros de esta casta borbona están tan entrenados como trileros, que saben cómo hacer que les paguemos hasta sus entierros.

Los siguientes en caer serán, por orden natural, el defraudador regulado Juan Carlos, y su cómplice consentidora Sofía. Pese a haber sido repudiados y desalojados (solo simbólicamente, porque siguen aprovechándose de sus privilegios), dejan aparcadas sus vergüenzas con absoluto desparpajo una en Londres y otro en Abu Dabi, para pasearse por España como Perico por su casa; uno para navegar y darle al chuletón, y la vegetariana para salir en el ¡Hola! y la prensa cortesana con sus postureos ecológicos y culturales.

No sé si cuando la muerte pise sus huertos les pillará aquí o allá, pero guardo la esperanza de que los saraos funerarios se los paguen ellos, que Sofía haga su último viaje Londres-Atenas para descansar con su padre y su hermano en el cementerio del Palacio de Tatoi, y que Juan Carlos acabe enterrado por el rito musulmán en Emiratos o incinerado y esparcido desde el Bribón en aguas del Golfo, que le iría que ni pintado.

Y cuidadín… hay que estar atentos; no nos podemos descuidar, porque entonces el mismo Felipe VI que repudió a su padre organizará con la connivencia del gobierno cortesano de turno unos funerales de Estado a costa de nuestro bolsillo para tapar con unas cuantas misas a estos dos caraduras para hacerlos pasar por decentes.

Ya llegaremos a la pareja mal avenida de exreyes Juan Carlos y Sofía, que lo último que quieren -sobre todo ella- es acabar juntos, aunque eso mismo pretendió Victoria Eugenia -mantenerse alejada en la vida y en la muerte del canalla de Alfonso XIII-, pero el postureo borbón los volvió a unir en contra de la voluntad de la británica.

La fea costumbre de cargar al erario público todos los costes funerarios de los borbones expulsados la inició el mastuerzo Fernando VII, y con él, aquí y hoy, arranca una historia que se alargará en plan serie turca durante las dos o tres o cuatro o yo qué sé cuántas columnas siguientes, pero serán las que sean necesarias porque a ustedes, lectores y lectoras, les pienso dejar con el mismo mal cuerpo que tengo yo desde que fui conociendo que no solo les hemos pagado a los borbones sus derroches en vida, sino que también les hemos costeado sus muertes, sus funerales, sus entierros, sus exhumaciones, sus traslados, sus nuevos funerales, su vuelta a enterrar y el mantenimiento de sus sepulturas. Carlos IV, María Luisa de Parma, María Cristina de Borbón, Isabel II, el consorte Francisco de Asís, la que fue princesa de Asturias Isabel La Chata, Alfonso XIII, la consorte Victoria Eugenia, sus hijos Alfonso, Jaime y Gonzalo… un despilfarro que no merecemos.

A Napoleón le fue tan fácil quedarse con España porque Carlos IV era cortito y cobarde, y su hijo Fernando VII, un mastuerzo servil. “Un pueblo que ha soportado a reyes como estos, tiene alma de esclavo”, dicen que dijo el Bonaparte. Si llega a conocer a los que todavía estaban por venir, nos hubiera entendido aún menos.

Que las relaciones de Fernando VII con sus padres eran más que nefastas, ya no se le escapa a nadie. Carlos IV y la consorte María Luisa de Parma le parecían al mastuerzo, juntos, un par de melifluos, y por separado, “una puta desdentada” y un bobo obsesionado con la caza y el coleccionismo de relojes. Napoleón los nutrió de buenas pensiones y expulsó a la pareja de España, enviándolos primero a Marsella y luego a Roma. Cuando Fernando VII pilló trono en 1814, ni se le pasó por la cabeza rescatar a sus padres del destierro. Les negó su petición de retorno y ordenó que se mantuvieran lejos, con sus buenas pensioncitas (pagábamos nosotros), a cambio de que se quedaran en Roma sin molestar y según los términos firmados en el Convenio ajustado entre el Rey Nuestro Señor y su Augusto Padre, en el que por segunda vez firmó el lelo de Carlos IV la renuncia de sus derechos al trono.

Y allí, en Roma a una y en Nápoles al otro, se les acabó vivir a cuerpo de rey.

María Luisa de Parma, postrada con una fractura de cuello del fémur y una neumonía grave, murió a principios de enero de 1819, y dos semanas después se largaba de este mundo Carlos IV con tremendos dolores por su “humor gotoso” y, quizás, también como consecuencia de otra neumonía.

Como los borbones son partidarios del postureo funerario, porque con ello tapan las escandalosas vainas familiares, de inmediato Fernando VII se dispuso a organizar un rimbombante traslado de los restos para darles enterramiento en la cripta real del monasterio de El Escorial, previo paso por el pudridero. En agosto de 1819, a bordo de la fragata de guerra Napolitana, llegaron al puerto de Alicante los dos fiambres, y la municipalidad de la ciudad “se mostró espléndida” con toda la nutrida tropa que acompañó los cuerpos de los reyes. Lo sabemos gracias a la Crónica de la Muy Ilustre y Siempre Fiel ciudad de Alicante, de su cronista oficial Rafael Viravens. Se les alojó en las casas-palacio de los duques de Maqueda y Condes de Altamira, y se encargó al cocinero rico-rico Carlos Butarely (le suponemos un gran Karlos Arguiñano de la época) que les llenara el buche de la mañana a la noche durante los ¡16 días! que estuvieron haciendo tiempo con homenajes fúnebres, paseos veraniegos y recepciones entre la alta aristocracia alicantina antes de tomar camino del Escorial.

Y, por supuesto, el siempre costoso postureo católico que no faltara: en la colegiata de San Nicolás de Bari, sucursal de la multinacional que ya es concatedral desde mediados del XX, se celebró un “suntuoso funeral” con todos sus avíos obispales y toda “la pompa del pontifical Romano” en el que aprovecharon para estrenar la Gran Misa de Réquiem de Francisco Pérez Guarner, maestro de Capilla de la citada delegación comercial. Por supuesto, a los desayunos, comidas y cenas de toda la troupe aristocrática y militar de la que se hizo cargo la municipalidad de Alicante hubo que sumar también las de obispos, curas, asistentes, servidumbre, guardias de corps y aposentadores enviados desde Madrid por el mastuerzo para ocuparse de todo el protocolo que requerían los homenajes a aquellos dos sinvergonzones.

A los alicantinos les salió por un pico, porque el alojamiento y la pensión completa no fue lo único gravoso de aquellas dos semanas de estancia: los restos de Carlos IV y Marisa de Parma viajaron en sarcófagos tan ostentosos que, para transportarlos, se construyeron unas carretas de enormes proporciones sin tener en cuenta que esos vehículos no podrían atravesar el estrecho de los Cerros de Portichol, lo que obligó a modificar las carreteras de ese tramo de la autovía Alicante-Madrid y retrasar el viaje hasta el 10 de septiembre.

Aquellos dos personajes, recordados por su nefasta gobernanza, expulsados por el Bonaparte y a los que había mantenido alejados del país su propio hijo durante once años, ahora eran recibidos con honores inmerecidos y, encima, sufragados sin saberlo por la misma plebe que acudió desde las comarcas cercanas para presenciar la suntuosidad y el derroche funerario en aquellos dos borbones arrojados del país once años antes.

Tuvieron al menos el detalle de sincronizar sus muertes para darnos un dos por uno. Aunque a los españoles, un pueblo con alma de esclavos, no les hubiera importado desaprovechar la oferta con tal de disfrutar de dos ostentosos saraos funerarios del borbón y la de Parma que, solo por haber engendrado a Fernando VII, merecerían no haber nacido.

Nieves Concostrina
Publicado en Público

 

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