Fernando Delgado: réquiem de amor por la vida
La primera vez que vi en mi vida a Fernando Delgado, entonces Fernando González Delgado, luego Fernando G. Delgado y finalmente, con el doble apellido definitivamente adelgazado, Fernando Delgado, él estaba esperando su turno para examinarse de griego en el Instituto de Santa Cruz de Tenerife, donde nos tocaba rendir cuentas a los que íbamos por libre.
Era alto, muy delgado, algo ingenuo. Como sucedió en el resto de su vida, en todas las épocas de su vida, era un solitario que necesitaba amigos alrededor. En Santa Cruz, donde nos veíamos desde que nos conocimos, era el jefe de una enorme cantidad de amistades, amigas y amigos, a los que alentaba o sugería, como un maestro, qué cosas debían hacer en la vida. Su mejor amigo de entonces, y en adelante, hasta ahora mismo, José Luis Toribio, le servía de sparring para su manera de interpretar el arte, pues Toribio era pintor (un gran pintor) y a Fernando, poeta desde adolescente, la plástica le resultaba el terreno de ensayo de su carácter poético.
Salíamos con mucha frecuencia con ese grupo de amigos, nos servíamos del Mercedes enorme que tuvo Toribio en su juventud, e íbamos a todas partes en una ciudad que se acababa en seguida. En un coche más modesto, el primero que se compró Fernando cuando empezó a ganar dinero por su trabajo en Radio Nacional de España, hacíamos excursiones a La Laguna y al sur, donde a veces ellos, todos ellos, es decir, el grupo de amigos que capitaneaba Fernando, trataron de aliviar mi primer mal de amores.
Esos amigos lo han sobrevivido, excepto los mayores, como Domingo Pérez Minik o Pedro González o Pepe Hierro, entre otros muchos, naturalmente, arrasados por la odiosa muerte, mientras cada uno de nosotros envejecía echando de menos aquellos sobresalientes magisterios. Sobrevive, gozosamente, don Emilio Lledó, cuyo fructífero paso por la universidad lagunera ha sido para nosotros como una bendición civil, permanente, inolvidable.
Vivimos cerca de esos maestros, en las islas, en Madrid, como quienes estábamos aprendiendo a salir del territorio sagrado de las madres, pues los tres o cuatro más próximos, Toribio, Alberto Omar (el escritor, el dramaturgo); Julio Pérez, periodista, abogado y político; el propio Fernando, y yo mismo, teníamos metido en la cabeza el viaje que al fin hicieron, antes que ninguno, el pintor y el radiofonista precoz que fue quien nos ha dejado con este desconsuelo.
Fernando era, de todos nosotros, el más aguerrido y el más alegre, excepto quizá en aquel examen de griego al que volveré más tarde. Nos contaba historias que sucedían en la radio, fue pronto empleado fijo en la emisora más importante de entonces, Radio Nacional de España (RNE), y en cuanto halló sitio se desplazó a Madrid, con Toribio, para convertirse sucesivamente en un periodista imprescindible, ante el micrófono o fuera de él.
Lo recuerdo cuando ya era el director de RNE, que por esas casualidades que eran frecuentes en nuestras vidas se desplazaba conmigo a la emisora… Uno de los presentadores de la mañana decidió poner música donde debía haber noticias. Tuvo la mala fortuna de que Fernando estaba escuchando su emisora, de modo que en el mismo instante en que oyó aquel desmán profesional preparó en su cabeza una reprimenda que ensayó conmigo.
Lo vi muchas veces en ese despacho de RNE. Me llamaba la atención cómo había asumido, siendo de natural cachondo y bromista, la seriedad de su empeño. Esa seriedad siempre la mantuvo luego, siempre que era imprescindible. De hecho, ahora que lo recuerdo, y el recuerdo me vuelve en semanas recientes, cuando lo vi por última vez, cuando le costaba hablar y sobre todo reír, siempre estaba Fernando con ese rictus de persona que sabe que aquello que él diga será importante para el minuto siguiente de su vida. Fernando serio como un abrazo de adiós.
En tiempos más pletóricos, y fuera de las obligaciones de sus sucesivos cargos, era el juerguista que no dejaba que la noche le ganara la partida. Y podía seguir hasta el día siguiente desafiando los sucesivos embates de la intemperie. Aparte de los amigos que le seguimos a Madrid, él fue haciéndose una caterva enorme de amigos, diurnos y nocturnos; a veces, como era aun un muchacho, él y Toribio, por ejemplo, me dejaban en los bares de buena nota de la ciudad para que yo no tuviera la tentación de beber como ellos, por ejemplo.
Yo era el jovencito de la pandilla; me trataron siempre como si este chico estuviera en peligro, por mis padecimientos pulmonares; pero también, lo digo ahora, porque al menos ellos dos sentían que el mundo al que me había arriesgado, el periodismo diario, podía acabar con mi inocencia y mi alegría y hacerme cínico o descuidado ante aquello que para ellos era lo más sagrado: la familia, los amigos, el respeto, la vida.
Él fue un gran periodista, y un poeta. Sus maestros, en este último extremo, eran José Hierro, José Manuel Caballero Bonald, Paco Brines, Carlos Bousoño, con tantos, con Vicente Aleixandre, con Luis Feria, con Pedro García Cabrera… Martín Chirino, entre los plásticos, fue un anfitrión y un amigo muy querido, como José Luis Fajardo, entre otros muchos, pues estaba rodeado, siempre lo estuvo, de la alegría de aprender y de amistar. Trabajó siempre con gusto en la escritura, a veces bajaba las escaleras recitando sus versos, como un chiquillo. Decía, mientras descendía escalones en La Gomera: “Hoy te recuerdo abuelo en la memoria/, con su acento cubano todavía…”. Ganó premios de poesía y de novela, no presumió ni de unos ni de otros galardones, pues él sabía que al día siguiente podía ser lunes, como hoy, y ya no quedar tiempo para nada.
Pasó todos los exámenes de la vida; no superó, sin embargo, aquel examen de griego, al que regreso en un minuto, pero sí el examen del amor. Y ahí está como testigo, su compañero, su marido, Pedro García Reyes, que añadió humor y melancolía a una vida plena que sólo se torció al final cuando Fernando dejó de sentir que no le respondía lo que más quiso, aparte de la amistad, el amor y la compañía: la palabra, la mejor herencia que le dejó María, su madre, a la que quiso con la locura asentada de la extraordinaria persona, del hijo feliz, que tuvo.
Ah, el examen de griego. Él llegó con su profesor, que le acompañaba, pero entró solo al tormento. El catedrático le puso un asunto sencillo, que dijera épsilon, esa palabra griega. Fernando se empeñó en acentuarla al final. Insistente como lo sería siempre, en ese examen jamás se bajo de esa convicción: que épsilon llevaba el acento en otro sitio. Yo salí adelante en la prueba, y él siempre me perdonó hasta eso.
Juan Cruz Ruiz
Publicado en Asociación de la Prensa de Madrid