Feroz acoso al Gobierno
La campaña de tierra quemada perjudica a todos. Están muriendo centenares de personas y a muchos nos importa. A otros no, a los distraídos con lo suyo, no tanto; a las hienas, en absoluto
Es como si cada día chocaran dos aviones en uno de nuestros aeropuertos. Así han llegado a describir algunos sanitarios el impacto de las muertes diarias que causa el coronavirus. Y los afectados que precisan camas, UCIs, profesionales que les atiendan. Yo no sé qué parte no se entiende de cómo está actuando el coronavirus: mata, arroja a una espantosa muerte en soledad por la saturación de los hospitales, traumatiza por fuera y por dentro hasta a quienes no lo padecen –que son la mayoría-, llena de incertidumbres el futuro económico, ha despertado ejemplares conductas de solidaridad y también una inhumanidad brutal que avergüenza a la especie humana por quienes quieren sacar tajada de la desgracia sin el menor escrúpulo. Y, de todo, el primer y total zarpazo: están muriendo centenares de personas y a muchos nos importa. A otros no, a los distraídos con lo suyo, no tanto; a las hienas, en absoluto.
Las cifras son demoledoras, aunque pocos países las han llevado con rigor y no son concluyentes por completo. España anotaba este martes 849 fallecimientos más y superaba los 94.000 casos de coronavirus. Y a la vez, según el Imperial College, las medidas de prevención en España habrían salvado 16.000 vidas. El miedo y el desconcierto son lógicos. Pero hay que matizar porque la oposición -de amplio espectro- está desplegando una campaña de tierra quemada que perjudica a todos. Salvo a los que esperan sacar provecho de ella. Se suceden, no solo críticas, sino peticiones de comparecencias, estudios, querellas. Ante una pandemia mundial. Si otros países tuvieran semejante cerco no podrían ni dedicarse a lo esencial: salvar a los afectados y atajar la expansión de la enfermedad. Y problemas, hay. La falta de medidas de protección y respiradores es común a numerosos países. En Lombardía les engañaron, a Díaz Ayuso la estafaron –cree-, tras pagar 23 millones de euros, al Gobierno le dieron una partida de test defectuosos. Solo Pedro Sánchez está en la diana.
He sido bastante crítica con Pedro Sánchez -si me perdonan la primera persona-, pero ahora mismo me aterra la caza a la que está siendo sometido en un momento crítico de nuestra sociedad. Ni los dirigentes que realmente nos han dañado con sus decisiones han recibido un trato tan despiadado. Ni por asomo, de hecho. Desde Aznar, cuajado de errores trágicos (Invasión de Irak, atentados del 11M, Yak-42, Prestige, burbuja inmobiliaria) a cuantos nos han robado, vendido, manipulado, engañado.
El fuego sucio desplegado contra Pedro Sánchez –y contra algunos miembros de su gobierno- no tiene justificación, y menos cuando tanta traba para resolver problemas daña al conjunto de la sociedad. Ni objetivamente ni humanamente. Cuando después de un cúmulo de zancadillas forma un gobierno progresista con un programa social, llega esta bomba del coronavirus de tan amplia onda expansiva. Tiene a su mujer enferma, a una hija; a su madre y a su suegro, ingresados. Al país traumatizado por cuanto ocurre, lleno de angustia. La cara se le cae a trozos, y aguanta a pie firme, cada vez más solo –destacan algunos desde su silla- quizás porque quiera asumir la misión y sus consecuencias y quemarse en ella si es preciso. Tiene un gesto a veces que así lo indica. Eso parece provocar otro tipo de críticas: no cuenta con los presidentes autonómicos, enfadados ya porque se enteran de las decisiones de calado por la prensa, dicen. Y lo primero es lo primero.
Sánchez aguanta. Recordemos que Rajoy –el especialista en resistir selectivamente- dejó su silla en el Congreso con el bolso de su vicepresidenta llenando el hueco, cuando las vio mal dadas en la moción de censura y pasó horas en un restaurante. Ana Botella se refugió en un spa de lujo en Portugal cuando la tragedia del Madrid Arena. El trato a Pedro Sánchez es desalmado, cuando con seguridad no ha ido a ese cargo a lucrarse como sí hacen otros. Y lo mismo cabría decir –en toda la extensión- de los brutales ataques que sufre la ministra Irene Montero y el vicepresidente Pablo Iglesias. Ser acusados, falsamente, de causar «miles de muertos» no es como para afrontar el día con empuje, por fuerte que sea el empeño. Desde luego, hay mucha gente, yo misma, que dentro de las incertidumbres estoy más tranquila pensando que la gestión la están llevando personas decentes y tan capaces al menos como los de otros partidos, si es el caso.
Volvamos al principio: el coronavirus mata. No es un partido de fútbol en el que brindamos con una copa por el triunfo del equipo favorito. Y porque mata, sabemos lo mucho que nos jugamos con las insidias interesadas de las hienas de todo pelaje; de cordero o borrego, incluidos. La feroz batalla hoy está en que el Gobierno ha paralizado parcialmente la actividad no esencial y, los mismos que la pedían antes, ahora lo censuran porque ven que hacerlo da votos en una ciudadanía asustada que no entiende lo que pasa.
Lo más terrible son esas acusaciones de las pérdidas económicas que se van a producir… con el decreto. ¿Con el decreto o con la pandemia? Numerosos países están deteniendo la actividad porque se trata –¿lo repetimos?- de salvar vidas humanas. Al ultraderechista presidente de Brasil tal minucia no le importa. El de EEUU, Donald Trump, se da por satisfecho si solo mueren cien mil o doscientos mil estadounidenses. Aquí ¿qué cabe deducir de sus apuestas?
¿Los beneficios empresariales valen más que la vida de seres humanos? ¿Quién decide de cuáles? ¿De los que no tienen acceso a UCI porque se esquilmaron los recursos de la sanidad pública para dar negocio a la empresa privada? Por supuesto que va a haber muchos daños, y paro, y pobreza. Consecuencia de la pandemia en primer lugar. Previsiblemente, cuando salgamos de esta, muchas actividades se recuperarán, aunque no todas ni en similar proporción. Y ahora mismo ¿hay algo que importe más que la vida de las personas? Pues miren, de cualquier modo, los muertos no consumen.
Llama poderosamente la atención la frecuencia con la que se pregunta: «de quién es la culpa». Como si adjudicarla nos devolviera a la vida a los muertos y el sosiego a los angustiados. Hay problemas a los que la ciencia no ha encontrado aún solución, cosa que no logran comprender en particular quienes más la desprecian. Y este caso no puede atribuirse, como otros, tanto a negligencias como a contexto. Una pandemia se ve sin duda afectada por el escenario de precariedad preexistente o por decisiones más o menos acertadas. Y ésas son las varitas mágicas: ciencia, medios y acierto. Y si no se entiende es porque previamente se ha hecho una concienzuda labor de infantilización de la sociedad a través de la banalidad.
La culpa. Pablo Casado se ha lanzado a tumba abierta –tan apropiado el tópico- a desestabilizar al Gobierno. Tarea particularmente deleznable en un momento así. Imagínenlo con sus carreras y másters exprés dirigiendo la pandemia. No hace falta imaginarlo: lo dice. No apoyará los nuevos decretos del estado de alarma si no se modifican de forma que el coste no recaiga en la empresas. Los decretos del Gobierno van dirigidos por el contrario a aliviar el peso de los asalariados y colectivos más vulnerables. Desde un susbisidio para trabajadores temporales con contratos extinguidos, a la ampliación del bono social o moratoria en los pagos a autónomos y pymes o la prohibición de cortes de suministros, entre otras. Un paquete de 50 medidas de largo alcance. En esas diferencias pueden estar las claves del acoso. Porque la reacción ha sido tan exagerada que el líder de Vox ha pedido a Sánchez que dimita, se forme un gobierno de «Emergencia nacional» y se haga cargo el ejército de la logística. Esta derecha española que siente tan lejana la democracia.
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, con la misma intención, manda a la brigada paracaidista a dejar la bandera de España a media asta en señal de luto en IFEMA, mientras los sanitarios se desesperan dentro diciendo que ese caos no se parece en nada a un hospital y la consejería cierra 46 centros de Atención Primaria para enviar a su personal a tratar el coronavirus. Como postura política: la caridad. Tras los destrozos del PP en la sanidad pública, Ayuso «abre una web para donaciones a la Sanidad a cambio de deducciones fiscales«. Es decir, las rebajas de aquellos las pagamos todos por un privilegio encubierto. Una concepción medieval del poder. Ésa que se prolongó en España durante siglos y que agradece al señorito lo que quiera darle sin un reparto justo de las cargas. Y la «prensa» mirando tan solo a La Moncloa. Un equipo compacto, como recogía este colega con ironía.
Frente al esfuerzo sobrehumano ya de los sanitarios y de tanta gente que nos cuida -desde las personas que en cada barrio están ayudando a quienes lo necesitan a llevar la compra o lo que precisen-, tenemos a las hienas desatadas por los pastores de la jauría. Elena, una médico de la zona norte de la comunidad de Madrid, está asustada de cómo su mensaje de haber caído infectada por el virus era utilizado para sembrar zozobra en la población y desestabilizar al Gobierno: fue replicado textualmente para causar esa sensación. Y es la punta del iceberg. Lo de WhatsApp y los bulos, eso es ya el inframundo.
Los guías de opinión hablan a las claras o entre líneas. En La Razón, por ejemplo, cuyos responsables se asoman permanentemente a las pantallas de una televisión a menudo devastadora del criterio, tienen claro que Pedro Sánchez está «abocado al sacrificio político», dicen un día, y luego se inventan entrecomillados para promocionar el gobierno de «unidad nacional« que busca la derecha y aquellos a quienes esta derecha española beneficia. Es agotador hasta recopilarlo.
En crónicas más elaboradas se compara el coronavirus de Sánchez con la crisis de 2008 que se llevó a Zapatero, y –pásmense- con «el procés —y la corrupción de su partido— que tumbaron al conservador Mariano Rajoy», como si hubieran llovido del cielo sin responsabilidad alguna de su presidencia. Demoledora esa ley del embudo que, en ocasiones, contagia a muchos más periodistas, ansiosos de buscar las críticas que equilibren en un remedo de objetividad desajustada.
Sobre el dolor y la muerte que produce el coronavirus se libra la batalla que siempre quisieron: fascismo o humanidad, irracionalidad o lógica. Orban en Hungría ya ha terminado de cargarse la democracia «por tiempo indefinido», tenemos el primer Estado totalitario oficial dentro de la Unión Europea tan remisa a actuar como Unión. A lo conocido se añaden otros escenarios. La pandemia llega ya a Latinoamérica con varios países que, como Chile, no tiene sanidad pública desde Pinochet. La expansión puede ser enorme. Se cifran en tres mil millones de personas las que carecen de acceso fácil a agua corriente y jabón en el continente americano, Asia y África. Es un polvorín.
La incertidumbre, el temor al ser humano que contagia, los vengadores de los balcones que incitan persecuciones, la policía que pega indebidamente, las libertades coartadas -con visos de temporalidad y por un bien se estima que superior- andan gestando lo que César Rendueles llama, en El País, «La tormenta perfecta del autoritarismo». Dice el sociólogo, sin embargo, que se crea «un escenario perfecto para una extrema derecha capaz de conjugar un programa económico posneoliberal con una gestión inteligente del rencor social y el miedo colectivo». Yo diría, una gestión desaprensiva.
Los daños del coronavirus son inmensos, desproporcionados incluso a lo que en sí debería representar un virus. Ha sacudido todos los cimientos. Hay un gran deseo de salir de este pozo en la sociedad pero también incertidumbre e impaciencia. Ha quedado absolutamente demostrado el fracaso del sistema neoliberal y hasta el posneoliberal. Los ciudadanos están viendo en sus carnes la importancia de tener un sistema público de salud fuerte que afronte embestidas como ésta y las de todos los días. Ocurre en el mundo entero. En todos los continentes. Luego no cabe ni más de lo mismo, ni mucho menos el más del fascismo. Sería decepcionante también que la maldad no tuviera siquiera condena social. Pero la respuesta depende de cuánto se quiera tragar lo que se inoculan a través de todos los medios a su alcance y todas las escenografías.
Llegados a este punto, cuando es tanto lo que peligra, solo cabe la defensa y la afirmación. Perdonen si algunos no somos corteses con ustedes, los torpes y los listos que actúan contra nuestros intereses y hasta contra los suyos. Nos dan igual sus risas y sus aullidos de hienas. Lo que pasa es que ahora están en juego nuestras vidas y las de nuestros seres queridos. Y las de quienes precisamente se esfuerzan por salvarnos. No podemos permitírselo. ¿Lo entienden ya?
Rosa María Artal
Artículo publicado en ElDiario.es