Gaza, el eco del Holocausto y la memoria traicionada
El horror no se repite nunca de forma idéntica, pero sus huellas, sus lógicas y sus silencios se parecen. El Holocausto, en su radicalidad ética, nos dejó una advertencia: la capacidad humana para destruir al otro como si no fuera humano permanece intacta. Lo que está ocurriendo en Gaza interpela esa memoria y la está traicionando.
Primo Levi, superviviente de Auschwitz, escribió “Ha ocurrido, luego puede volver a ocurrir”. Esa frase que se debió institucionalizar como un imperativo moral para el mundo civilizado se ha convertido en una premonición. No se trata de establecer equivalencias cuantitativas entre muertes o sufrimientos, sino de señalar la continuidad hoy de estructuras de pensamiento y comportamiento que conducen a lo impensable, a la reducción del otro a mero objeto de eliminación, al silencio cómplice de gran parte de los gobiernos y a la justificación escandalosa del crimen ejecutado en forma metódica y planificada. En Gaza no hay cámaras de gas, pero es un campo de exterminio donde están encerradas sin poder escapar más de dos millones de personas, donde se las elimina con bombas, ametrallamientos, hambre y sed. Gaza vuelve a ser el reflejo de la ignominia, el castigo colectivo, la destrucción sistemática de vidas humanas, hospitales, escuelas, hogares, sin que sus autores sientan culpa alguna, como quien realiza una tarea burocrática anodina incluso como si se tratara de un juego de tiro al blanco para los soldados de Benjamín Netanyahu, un personaje envuelto en casos de corrupción cuya situación al frente de Israel era insostenible hasta que la organización terrorista Hamás le brindó la excusa para invadir Gaza con el asesinato de más de mil israelitas indefensos y el secuestro de dos centenares de ellos, en una operación donde sorprendentemente la tan cacareada eficacia y superioridad de los servicios secretos israelitas estuvo ausente.
Hannah Arendt, al reflexionar sobre el juicio a Adolf Eichmann, habló de la banalidad del mal. No del monstruo, sino del funcionario obediente y eficaz, del hombre corriente incapaz de pensar desde otra perspectiva que no fuera la señalada por el líder supremo. En Gaza, como antes en Auschwitz o Mauthausen y tantos otros lugares donde se eliminaron de forma metódica e industrial ocho millones de personas, la mayoría judíos pero también gitanos, prisioneros de guerra, discapacitados, homosexuales, presos políticos y resistentes, de estos más de 4.000 españoles, y tantos otros que no encajaban con el ideal nazi… el mal también se ha banalizado cuando más de 50.000 asesinatos se convierte en simple estadística, cuando las imágenes de niños muertos de hambre o destrozados por las bombas no conmueven más que unos segundos a una parte de la población mientras otra lo celebra en las redes, sus medios afines y hasta en los parlamentos donde hemos oído cómo se despreciaban y ridiculizaban las leyes humanitarias o las convenciones internacionales para dar rienda suelta a las peores maldades humanas incapaces de entender desde su imbecilidad que el Holocausto nos dejó una responsabilidad, la de no aceptar nunca más la lógica de la deshumanización, venga de donde venga. La de no permitir que el sufrimiento de unos justifique el sufrimiento de otros. La de reconocer que todo pueblo que ha sido víctima tiene una obligación ética adicional: no reproducir, desde el poder, aquello que una vez le fue infligido.
El historiador Enzo Traverso ya señaló que el Holocausto no debía convertirse en una memoria congelada, útil sólo para rituales vacíos y conmemoraciones rutinarias. Muy al contrario, debía ser una categoría crítica para pensar el presente, para desenmascarar las formas modernas de barbarie, venga de donde venga. Si el “nunca más” no es una máxima universal, entonces se convierte en retórica vacía. Si sirve para justificar crímenes en su nombre, se convierte en una coartada siniestra.
Europa nació de las ruinas del Holocausto. Su promesa fundacional era evitar la repetición del horror mediante la paz, el derecho y la cooperación. Hoy, sin embargo, Europa es incapaz de actuar. Cuando no es cómplice por omisión, lo es por justificación política. El peso de la culpa histórica por el antisemitismo ha llevado a algunos gobiernos y a muchos partidos políticos a conceder al Estado de Israel una impunidad ante el genocidio que está perpetrando y que fue precedida por el incumplimiento desde hace años de las Resoluciones de Naciones Unidas, del Derecho internacional y por despreciar las requisitorias del Tribunal Internacional Penal contra el genocida y corrupto Netanyahu. Ante Israel, Europa ha olvidado la respuesta firme y contundente que adoptó contra la Rusia de Putin por la invasión de Ucrania. Cuando la moral se aplica con doble rasero según de quien se trate, sencillamente es que no existe moral. Con el abandono de Gaza por el mundo civilizado asistimos a una tragedia que hiere no solo a sus víctimas asesinadas y mutiladas y a las asediadas por la violencia, el hambre y la sed, sino a la propia idea de civilización que se fundamenta en el respeto a los derechos humanos y a la dignidad del individuo y ese abandono más pronto que tarde traerá consecuencias imprevisibles que lamentaremos.
Callar ante Gaza, relativizar, mirar a otro lado, es una forma contemporánea de cobardía moral que está destruyendo la posibilidad de un futuro digno. Hoy, la memoria del Holocausto está en peligro no sólo por quienes lo niegan, sino por quienes lo instrumentalizan para justificar nuevas formas de destrucción del ser humano. Arendt no habría imaginado esta nueva forma de deshumanización donde las imágenes del horror se consumen como espectáculo, sin producir una reacción moral masiva entre quienes las presencian. Hemos aprendido a mirar sin ver. A sentir sin actuar ni pensar. A aceptar con normalidad la impunidad del criminal. La banalidad del mal, en el siglo XXI, ha adquirido formas digitales. El exterminio lento se retransmite por redes, se entierra en algoritmos, se justifica en foros, incluso en sedes parlamentarias por políticos sin escrúpulos.
Aquí en España, ciertos sectores de la derecha herederos ideológicos del franquismo y del colaboracionismo con el nazismo son amigos del actual gobierno israelí y aplauden a Netanyahu. En esa amistad encuentran una coartada para reescribir su historia, ¿recuerdan lo del contubernio judeo-masónico que repetía como un loro el dictador? Si los judíos pueden ser hoy verdugos, ¿quién puede reprocharnos lo que hicimos ayer? ¿no son en realidad como nosotros? Esto no niega el Holocausto, pero relativiza su carga moral. Es una forma de legitimar crímenes pasados por simetría con crímenes presentes. Así y todo, lo más inquietante no es sólo la crueldad de algunos personajes que ha quedado retratada para la posteridad, sino la indiferencia de la gran mayoría e incluso la demonización de las víctimas. Hasta un personaje tan funesto como Carlos Mazón, el de El Ventorro, ridiculizó la ayuda de España al pueblo palestino para reclamarla para él y su gobierno de ineptos incapaces de prevenir los graves riesgos de una DANA anunciada, y también sus jefes en Madrid, tan absorbidos por el partido franquista como él, que se han dedicado a banalizar y hacer chistes del sufrimiento del pueblo palestino. Hoy, los testigos de lo que ocurre en Gaza –periodistas, médicos, civiles, cooperantes– claman por una reacción del mundo civilizado que sigue sin llegar y que se diluye entre declaraciones diplomáticas inútiles y una cobertura mediática que ha naturalizado el horror.
Los populismos fascistas que recorren el mundo tienen coincidencias esenciales con los partidos que hoy gobiernan el Estado de Israel con Netanyahu al frente y sobre esas coincidencias han construido una alianza geopolítica basada en el autoritarismo, el desprecio a las libertades democráticas y el odio al otro porque comparten su misma visión étnica del Estado, la negación de los derechos humanos universales, la militarización de la política y, sobre todo, la construcción de un enemigo absoluto (el musulmán, el palestino, el migrante). Netanyahu, al invocar permanentemente el Holocausto como justificación de su furia violenta, ofrece a la extrema derecha un relato que les permite instrumentalizar el Holocausto sin asumir su responsabilidad y autoría. No es que el Holocausto se niegue, sino que se vacía de sentido ético y se transforma en una patente para volver a cometer otro genocidio, el del pueblo palestino.
Pero los crímenes del pasado no absuelven los crímenes del presente. Y si la memoria del Holocausto sirve hoy para silenciar la crítica a una ocupación ilegal, a un castigo colectivo sanguinario, a una masacre… entonces esa memoria ha sido violada. No es la Shoah la que está en cuestión, sino su utilización cínica y perversa por parte del Estado de Israel y sus socios que ofrecen a la extrema derecha la oportunidad de lavar simbólicamente su propio pasado fascista y criminal. No lo hacen por amor al pueblo judío, sino porque el corrupto y genocida Netanyahu convierte el Holocausto en coartada para su conducta presente y eso, paradójicamente, absuelve a los verdugos de su pasado.
Frente a la barbarie, Europa debería liderar un alto el fuego permanente, promover el reconocimiento de un Estado palestino viable, proteger a la población civil bajo el derecho internacional humanitario, y condicionar toda relación diplomática y comercial con el Estado de Israel al cumplimiento de las Resoluciones de Naciones Unidas, el Derecho internacional y el respeto a los derechos humanos. A pesar de todo, la ética resiste. Está en quienes se niegan a guardar silencio, en quienes se movilizan y arriesgan su vida y bienestar para denunciar, documentar e informar, curar, proteger y alimentar. Frente a la crueldad es necesaria la lucidez ética.
Frente al poder que justifica los crímenes, la conciencia crítica. Frente la sumisión, la rebeldía cívica y la palabra que incomoda, recuerden lo que escribió Albert Camus: ellos mandan porque nosotros obedecemos. Gaza está llena de rostros que nos miran desde el abismo. ¿Qué hacemos con esas miradas?
Joan A. Llinares Gómez
Publicado en ElDiario.es